Los tontos mueren (58 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Luego, salimos a la pista para coger el avión. Pero no subimos. Cully esperó hasta que rodeó el edificio un camión cargado de equipajes. Pudimos ver nuestra inmensa maleta arriba del todo. Estuvimos viendo cómo los empleados la trasladaban a la bodega del avión. Luego subimos.

Tardamos cuatro horas en llegar a Hong Kong. Cully estaba nervioso y le gané otros cuatro mil dólares a las cartas. Mientras jugábamos, le hice algunas preguntas:

—Me dijiste que salíamos mañana —dije.

—Sí, eso creía yo —dijo Cully—. Pero Fummiro consiguió reunir el dinero antes de lo que yo pensaba.

Sabía que era un cuento.

—Me gustó mucho la fiesta de las geishas —dije.

Cully soltó un gruñido. Fingía estudiar las cartas, pero yo sabía que no estaba pensando en el juego.

—Una mierda de fiesta, para escolares —dijo—. Eso de las geishas es un cuento, prefiero Las Vegas.

—No sé qué decirte —contesté yo—. A mí me pareció muy agradable. Pero he de admitir que el último episodio, lo de después, fue mucho mejor.

Cully se olvidó de las cartas.

—¿A qué te refieres? —dijo.

Le expliqué lo de las chicas de la mansión. Se echó a reír.

—Eso fue Fummiro. Qué suerte tienes, cabrón. Y yo corriendo por ahí toda la noche —hizo una breve pausa—. Así que al fin caíste. Apuesto a que es la primera vez que le eres infiel a esa tía que te conseguiste en Los Angeles.

—Sí —dije—. Pero, qué demonios, todo lo que sucede a más de cuatro mil kilómetros de distancia no cuenta.

Luego, cuando aterrizamos en Hong Kong, Cully me dijo:

—Vete a lo de los equipajes y espera la maleta. Yo me quedaré junto al avión hasta que descarguen. Luego seguiré al camión de los equipajes. De ese modo nadie podrá echarle el guante.

Crucé rápidamente el aeropuerto hasta la zona de entrega de equipajes. El aeropuerto estaba lleno de gente, pero las caras eran distintas de las del Japón, aunque orientales la mayoría. La cinta sinfín de los equipajes empezó a moverse y yo observé atentamente para ver si aparecía la gran maleta. Al cabo de diez minutos empecé a preguntarme por qué no había aparecido Cully. Miré a mi alrededor, agradeciendo que nadie llevase máscaras de gasa; aquellos chismes me asustaban. Pero no vi a nadie que me pareciese peligroso.

Y por fin salió la maleta. La cogí en cuanto pasó a mi lado. Aún seguía pesando. La revisé para asegurarme de que no la hubieran forzado. Al hacerlo, me di cuenta de que llevaba colgando del asa una tarjetita cuadrada. La tarjeta decía «John Merlyn» y debajo del nombre mi dirección y el número del pasaporte. Por fin supe la causa de que Cully me hubiese pedido que le acompañara al Japón. Si alguien iba a la cárcel, sería yo.

Me senté en la maleta y al cabo de unos tres minutos apareció Cully. Resplandecía de satisfacción al verme.

—Magnífico —dijo—. Tengo un taxi esperando. Vamos al banco.

Esta vez cogió la maleta él y la sacó sin ningún problema del aeropuerto.

El taxi bajó culebreando por pequeñas calles llenas de gente. Yo no decía nada. Le debía a Cully un gran favor y ahora quedábamos en paz. Me ofendía que me hubiese engañado y me hubiese expuesto a un riesgo tan grave, pero Gronevelt se habría sentido orgulloso de él. Y, siguiendo la misma tradición, decidí no decirle a Cully lo que sabía. Él debía haber supuesto que yo lo descubriría. Tendría una historia preparada.

El taxi paró frente a un destartalado edificio de una gran arteria. En el escaparate decía, con letras doradas: «Banco Internacional Futaba». A ambos lados de la puerta había hombres uniformados con metralletas.

—Una ciudad dura, Hong Kong —dijo Cully, indicando a los guardias. Trasladó él mismo la maleta al banco.

Una vez dentro, Cully recorrió el pasillo, llamó a una puerta y luego entramos. Un individuo pequeño de raza euroasiática, de barba, sonrió muy alegre a Cully y le dio la mano. Cully nos presentó, pero el nombre era una extraña combinación de sílabas. Luego el euroasiático nos condujo hasta una inmensa sala donde había una gran mesa de conferencias. Cully puso la maleta en la mesa y la abrió. He de admitir que el espectáculo era impresionante. La maleta estaba llena de crujientes billetes japoneses, de letras negras sobre papel gris azulado.

El euroasiático descolgó un teléfono y ladró unas cuantas órdenes, supongo que en chino. Al cabo de unos minutos, se llenó aquello de empleados del banco. Quince, todos con trajes de un negro resplandeciente. Se lanzaron sobre la maleta. Tardaron, entre todos, tres horas en contar y tabular el dinero, volver a contarlo, y revisarlo. Luego, el euroasiático nos llevó otra vez a su oficina y sacó un montón de papeles que firmó, selló y luego entregó a Cully. Cully miró los documentos y los guardó en el bolso. El paquete de documentos era el «pequeño» recibo.

Por fin nos vimos fuera del banco, en la calle, bajo la luz del sol. Cully estaba emocionadísimo.

—Lo conseguimos —decía—. Podemos volver a casa en cuanto queramos.

Yo meneé la cabeza.

—¿Cómo pudiste correr un riesgo tan grande? —dije—. Es un modo absurdo de manejar tanto dinero.

Cully me sonrió.

—¿Qué clase de negocio crees tú que es dirigir un casino en Las Vegas? Todo es riesgo. Tengo un trabajo de mucho riesgo. Y en esto había un gran porcentaje para mí que no podía perder.

Entramos en un taxi, y Cully le dijo al taxista que nos llevase al aeropuerto.

—Pero hombre —dije—, hemos recorrido medio mundo y ni siquiera voy a poder comer en Hong Kong.

—No abusemos de la suerte —dijo Cully—. Alguien puede creer que aún llevamos el dinero. Vámonos enseguida.

En el largo viaje de vuelta en avión, Cully tuvo mucha suerte y recuperó siete de los diez grandes que me debía. Lo habría recuperado todo si yo no hubiese interrumpido el juego.

—Vamos —dijo—. Dame la posibilidad de recuperarme. Sé justo.

Le miré directamente a los ojos.

—No —dije—. Quiero aprovecharme de ti por lo menos una vez en este viaje.

Eso le afectó un poco y me dejó dormir el resto del trayecto hasta Los Angeles. Le acompañé mientras esperaba su vuelo a Las Vegas. Mientras yo dormía, él debió pensarse las cosas e imaginar que yo había visto mi nombre en la maleta.

—Oye —dijo—, tienes que creerme. Si hubieses tenido problemas en el viaje, yo, Gronevelt y Fummiro te habríamos sacado del apuro. Pero aprecio lo que hiciste. Sin ti no habría podido hacer este viaje. No habría tenido valor.

Me eché a reír.

—Me debes tres grandes del gin —dije—. Ingrésalos en la caja del Xanadú y los utilizaré para jugar al bacarrá.

—Cuenta con ello —dijo Cully, y luego añadió—: Oye, ¿es ésa la única manera de que puedas engañar a tus chicas y sentirte seguro, con cuatro mil kilómetros por medio? El mundo no es lo bastante grande para que las engañes más que otras dos veces.

Los dos nos echamos a reír y nos estrechamos la mano antes de que él subiese al avión. Aún era un amigo, el viejo Cully Cuenta Atrás. No podía confiar en él siempre. Había que tener en cuenta siempre cómo era y aceptar su amistad. ¿Cómo podía enfadarme cuando él no hacía más que ser fiel a su carácter?

Crucé el aeropuerto y me detuve junto a los teléfonos. Tenía que llamar a Janelle y decirle que estaba en la ciudad. No sabía si contarle lo del Japón. Al final decidí no hacerlo. Seguiría la tradición de Gronevelt. Y luego recordé otra cosa. No llevaba ningún regalo de oriente para Valerie y los niños.

36

Es interesante, en cierto modo, estar loco por alguien que ya no está loco por ti. Es como si te quedases ciego y sordo. O decidieses serlo. Tardé casi un año en oír el tic casi inaudible de Janelle dando cartas marcadas, y sin embargo había tenido advertencias y sospechas sobradas. En uno de mis viajes de regreso a Los Angeles, mi avión llegó media hora antes. Janelle estaba siempre esperándome, pero esta vez aún no había llegado, así que atravesé el aeropuerto y esperé fuera. En el fondo de mi pensamiento, muy en el fondo, pensaba que la cazaría en algo. No sabía en qué. Quizás se hubiese ido a tomar una copa con alguno mientras esperaba el avión. Quizás estuviese despidiendo a otro amigo que se iba en avión de Los Angeles, cualquier cosa así. No era yo un amante confiado.

Y la cacé, pero no como pensaba. La vi salir del aparcamiento y cruzar la amplia avenida hasta el edificio del aeropuerto. Iba muy despacio. Llevaba una larga falda gris y una blusa blanca, y tenía el pelo recogido en un moño. En aquel momento, tuve casi un sentimiento de piedad hacia ella. Parecía tan reacia, como una niña camino de una fiesta a la que sus padres la obligasen a ir. Al otro lado del continente yo me había adelantado una hora. Había cruzado corriendo el aeropuerto, buscándola. Pero, evidentemente, ella no sentía igual. Mientras yo pensaba esto, ella alzó la cabeza y me vio. Se puso muy contenta, y me abrazó enseguida y me besó; yo olvidé lo que había visto.

Durante esta visita, ella estaba ensayando una película que iba a empezar semanas después. Como yo trabajaba en los estudios de día, no había problema, nos veíamos de noche. Me llamaba a los estudios para decirme a qué hora acabaría el ensayo. Cuando le pedí un número de teléfono al que poder llamarla, me dijo que en el teatro no había teléfono. Luego, una noche que sus ensayos se prolongaron, fui a recogerla al teatro. Cuando estábamos a punto de irnos, llegó una chica de la oficina del teatro y le dijo:

—Janelle, te llama el señor Evans —y la acompañó hasta el teléfono.

Cuando Janelle salió de la oficina, parecía muy contenta, pero luego me miró y dijo:

—Es la primera vez que me llaman. Ni siquiera sabía que pudiesen llamarme al teatro.

Y oí aquel tic que indicaba que había dado una carta marcada. Pero aún me producía un gran placer su compañía, su cuerpo, el simple hecho de contemplar su rostro. Aún amaba aquella expresión que cruzaba sus ojos y su boca. Amaba sus ojos. Podían mostrarse tan tristes y heridos y ser sin embargo tan alegres. Su boca me parecía la más maravillosa del mundo. Demonios, yo aún era un crío en realidad. No importaba que supiese que estaba mintiéndome con aquella boca maravillosa. Yo sabía que le fastidiaba engañarme. Le fastidiaba realmente mentir y lo hacía muy mal. De un modo curioso y extraño te decía que estaba mintiendo. Hasta esto era fingimiento.

Y no importaba. No importaba, no. Sufría, claro, pero aún era un buen asunto. Sin embargo, con el paso del tiempo, fui disfrutando menos con ella y sufriendo más.

Estaba seguro de que ella y Alice eran amantes. Una semana que Alice estuvo fuera de la ciudad en un trabajo de producción cinematográfica, fui al apartamento que tenían ella y Janelle a pasar la noche. Alice puso una conferencia a Janelle para charlar con ella. Janelle estuvo muy seca, casi como enfadada. Al cabo de media hora, cuando estábamos haciendo el amor, sonó otra vez el teléfono. Janelle estiró el brazo, descolgó el teléfono y lo metió debajo de la cama.

Una de las cosas que me gustaban de ella era que no podía soportar que la interrumpiesen cuando hacía el amor. A veces, en el hotel, no me dejaba contestar el teléfono, ni siquiera contestar a la puerta si un camarero traía comida o bebidas cuando nos íbamos a ir a la cama.

Una semana después, en mi hotel, un domingo por la mañana, llamé a Janelle a su apartamento. Sabía que tenía la costumbre de dormir hasta tarde, así que no llamé hasta las once. Comunicaba. Esperé media hora y volví a llamar. Seguía comunicando. Entonces llamé cada diez minutos durante una hora y no conseguí hablar. De pronto, cruzó por mi pensamiento la imagen de Janelle y Alice en la cama y el teléfono descolgado. Cuando por fin conseguí hablar, fue Alice quien contestó al teléfono, con una voz suave y feliz.

Quedé convencido de que eran amantes.

Otro día, preparábamos un viaje a Santa Bárbara y ella recibió aviso urgente de ir a la oficina de un productor a leer un papel. Dijo que sólo le llevaría media hora, así que fui a los estudios con ella. El productor era un antiguo amigo suyo, y cuando entró en la oficina le hizo un gesto tierno y afectuoso, acariciándole la cara, y ella le sonrió. Pude interpretar inmediatamente lo que significaba el gesto. Era la ternura del antiguo amante que había pasado a ser un buen amigo.

Cuando íbamos camino de Santa Bárbara, le pregunté si se había acostado alguna vez con el productor. Ella se volvió y me dijo:

—Sí.

No le hice más preguntas.

Una noche quedamos para cenar y fui a su apartamento. Estaba vistiéndose. Me abrió la puerta Alice. Siempre me agradó Alice y, por raro que parezca, no me importaba que fuese amante de Janelle. En realidad, aún no estaba seguro. Alice siempre me besaba en los labios, un beso muy dulce. Siempre parecía disfrutar de mi compañía. Nos llevábamos muy bien. Sin embargo era fácil percibir su falta de femineidad. Era muy delgada y llevaba camisas ceñidas (que mostraban unos pechos sorprendentemente plenos), pero era por puro formulismo. Me dio una copa y puso un disco de Edith Piaf mientras esperábamos que saliera Janelle del baño.

Janelle me besó y me dijo:

—Merlyn, lo siento, intenté llamarte al hotel. Tengo ensayo esta noche. Va a pasar el director a recogerme.

Me quedé perplejo.

Oí de nuevo el tic de la carta marcada. Sonreía radiante, pero había un pequeño temblor en su boca que me indicaba que mentía. Escrutaba mi rostro atentamente. Quería que la creyese, y se daba cuenta de que no la creía.

—Pasará por aquí a recogerme —dijo—: creo que conseguiré acabar hacia las once.

—Está bien, de acuerdo —dije.

Por encima de su hombro, pude ver que Alice miraba fijamente su vaso, sin mirarnos, procurando claramente no oír lo que decíamos.

Así que me quedé esperando y, por supuesto, apareció el director. Era un tipo joven pero ya casi calvo, y de aire muy profesional y práctico. No tenía tiempo para tomar un trago. Le dijo pacientemente a Janelle:

—Estamos ensayando en mi casa. Quiero que estés absolutamente perfecta para este nuevo ensayo de vestuario de mañana. Evarts y yo hemos cambiado algunas frases y algunas otras cosas.

Se volvió a mí.

—Siento estropearle la noche, pero el trabajo es el trabajo —dijo parodiando el tópico.

Parecía buen tipo. Les dirigí a él y a Janelle una fría sonrisa.

—Está bien —dije—. Tomaos todo el tiempo que queráis.

Al oír esto, Janelle se asustó un poco. Le dijo al director:

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