Los tontos mueren (53 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Una vez, estando en Las Vegas, le expliqué a Cully que él y Wagon trataban a sus víctimas del mismo modo. Pero Cully protestó.

—Mira —dijo Cully—. Yo y Las Vegas vamos a por tu dinero, cierto. Pero lo que Hollywood quiere son tus huevos.

No sabía que los estudios TriCultura acababan de comprar uno de los mayores casinos de Las Vegas.

Moisés Wartberg era otra historia. En una de mis primeras visitas a Hollywood me habían llevado a los estudios TriCultura a presentarle mis respetos. Sólo estuve con él un momento. Y le catalogué de inmediato. Tenía el mismo aspecto tiburonesco que yo había visto en militares de alta graduación, propietarios de casinos, mujeres muy guapas y muy ricas, y grandes jefes de la mafia. Era el brillo acerado y frío del poder. La gelidez que recorre sangre y cerebro. La estremecedora falta de piedad o compasión en todas las células del organismo. Gente absolutamente dedicada a la suprema droga del poder. El poder ya logrado y ejercitado durante un largo período de tiempo. En el caso de Moisés Wartberg, el poder se ejercitaba en toda su extensión. Aquella noche, cuando le dije a Janelle que había estado en los estudios TriCultura y había conocido a Wartberg, ella me dijo con indiferencia:

—El buen Moisés. Lo conozco. Conozco a Moisés.

Me miró desafiante, así que mordí el anzuelo.

—De acuerdo —dije—. Cuéntame cómo le conociste.

Janelle se levantó de la cama para representar el papel.

—Llevaba unos dos años en la ciudad y no conseguía nada de provecho. Entonces me invitaron a una fiesta a la que irían todos los peces gordos; y, como una buena aspirante a estrella, acudí para ver si establecía contacto. Había una docena de chicas como yo. Todas andaban por allí, muy guapas, esperando que algún productor importante quedase sobrecogido con su talento. En fin, yo tuve suerte. Moisés Wartberg se me acercó y estuvo encantador. No entendía cómo podía decir la gente cosas tan terribles de él. Recuerdo que su mujer se acercó un momento e intentó llevárselo, pero él no le hizo ningún caso. Siguió hablando tranquilamente conmigo y yo estaba en mi mejor forma, como fascinante beldad sureña, y, desde luego, al final de la velada, Moisés Wartberg me invitó a cenar a su casa al día siguiente. Por la mañana, llamé a todas mis amigas para contárselo. Me felicitaron y me dijeron que tendría que follármelo, y les dije que por supuesto que no lo haría, al menos el primer día. Y pensé también que me respetaría más si me hacía rogar un poco.

—Una buena técnica, sí señor —dije yo.

—Ya lo sé —me contestó ella—. Funcionó contigo, pero no era una táctica, sino que era lo que sentía. Aún no me había acostado con nadie que no me gustase realmente. Jamás me había ido a la cama con un hombre solamente por conseguir alguna cosa de él. Se lo dije a mis amigas, y ellas me dijeron que estaba loca. Que si Moisés Wartberg estaba realmente enamorado de mí o si le gustaba de verdad, tendría abierto el camino para convertirme en estrella.

Durante unos minutos, representó para mí una deliciosa pantomima de la falsa virtud convenciéndose a sí misma de que no era deshonesto pecar.

—¿Y qué pasó? Dime —dije.

Janelle se irguió orgullosa, las manos en las caderas, la cabeza teatralmente ladeada.

—A las cinco en punto de aquella tarde, tomé la decisión más importante de mi vida. Decidí acostarme con un hombre al que no conocía, sólo por prosperar. Me consideré muy valiente y me sentí muy satisfecha de haber tomado al fin la decisión que habría tomado un hombre.

Se salió del papel sólo un momento.

—¿No es eso lo que hacen los hombres? —dijo dulcemente—. Si pueden conseguir un buen trato son capaces de dar cualquier cosa, de rebajarse; ¿no funcionan así los negocios?

—Supongo que sí —dije yo.

—¿Tú no has tenido que hacerlo? —me dijo.

—No —contesté.

—¿Nunca hiciste nada así para conseguir publicar, para conseguir un agente o conseguir que un crítico te tratase mejor?

—No —contesté.

—Tienes una buena opinión de ti mismo, ¿verdad? —dijo Janelle—. He tenido antes aventuras con hombres casados, y lo único que percibí fue que todos querían llevar ese gran sombrero blanco de vaquero.

—¿Qué significa eso?

—Querían ser justos con sus mujeres y sus amantes. Ésa es la impresión que querían dar para que no pudieses reprocharles nada, y tú haces lo mismo.

Pensé un momento en aquello. Comprendí lo que quería decir.

—De acuerdo —dije—. ¿Y eso qué?

—¿Qué? —replicó Janelle—. Me dices que me quieres, pero vuelves nuevamente a casa con tu mujer. Ningún hombre casado debería decirle nunca a otra mujer que la quiere a menos que estuviese dispuesto a separarse de su esposa.

—Eso es palabrería romántica —dije.

Se puso furiosa un instante.

—Si yo fuese a tu casa y le dijese a tu mujer que me quieres —dijo—, ¿me desmentirías?

Me eché a reír con verdaderas ganas. Me puse la mano en el pecho y dije:

—¿Por qué no lo repites?

—¿Me desmentirías? —dijo ella.

—Con todo mi corazón —contesté.

Me miró un momento. Estaba furiosa, pero luego, de pronto, se echó a reír.

—Volví contigo, pero no volveré más.

Entendí lo que quería decir.

—De acuerdo —dije—. ¿Y qué pasó con Wartberg?

—Me di mi mejor baño con aceite de tortuga. Me ungí, me vestí con mis mejores galas y me dirigí al altar de los sacrificios. Me pasaron a la casa, y allí estaba Moisés Wartberg; nos sentamos y tomamos una copa y él me preguntó por mi carrera y estuvimos charlando como una hora. Él actuaba con mucha astucia, indicándome que si la noche resultaba bien haría un montón de cosas por mí; y yo pensaba: este hijo de puta no va a joderme, ni siquiera va a darme de comer.

Janelle se detuvo y me miró.

—Eso es algo que nunca te hice yo —dije.

Me miró fijamente y continuó:

—Y entonces me dijo: «La cena está esperándonos arriba, en el dormitorio. ¿Te apetece subir?» Y yo dije, con mi voz de beldad sureña: «Sí, tengo ya un poco de hambre». Me acompañó escaleras arriba, una escalinata muy bella, como en las películas, y abrió la puerta del dormitorio. La cerró cuando pasé, desde fuera, y allí me vi yo en el dormitorio, con una mesita puesta con pinchitos y entremeses.

Adoptó otra pose de jovencita inocente, desconcertada.

—¿Y Moisés? —dije.

—Fuera. En el pasillo.

—¿Te hizo cenar sola? —dije.

—No —dijo Janelle—. Allí estaba la señora Bella Wartberg con su camisón más vaporoso, esperándome.

—Ay, Dios mío —dije yo.

Janelle pasó a otra escena.

—No sabía que me tocaría hacerlo con una mujer. Me había costado ocho horas decidir joder con un hombre, y ahora resultaba que tendría que hacerlo con una mujer. No estaba preparada para aquello.

Le dije que yo tampoco estaba preparado para aquello.

—No sabía qué hacer, la verdad —dijo—. Me senté y la señora Wartberg sirvió unas cositas, y té, y luego se sacó los pechos del camisón y dijo:

—¿Te gustan, querida?

—Son muy bonitos —dije yo.

Y entonces Janelle me miró a los ojos y bajó la cabeza. Yo dije:

—Bueno, ¿qué pasó? ¿Qué dijo ella cuando tú dijiste que eran bonitos?

Janelle abrió teatralmente los ojos como sorprendida.

—Bella Wartberg me dijo: «¿Te gustaría chupar uno, querida?»

Y entonces Janelle se derrumbó en la cama a mi lado.

—Salí corriendo de la habitación —dijo—. Bajé corriendo las escaleras. Salí de la casa y tardé dos años en encontrar trabajo.

—Esta ciudad es dura —dije.

—Ca —dijo Janelle—. Si yo hubiese hablado con mis amigas otras ocho horas, todo habría ido bien pese al cambio. Es cuestión de prepararse.

Le sonreí, y ella me miró a los ojos, desafiante.

—Sí —dije—. ¿Cuál es la diferencia?

Mientras el Mercedes recorría la autopista, procuraba escuchar a Doran.

—El viejo Moisés es el peligroso —decía Doran—. Cuidado con él.

Lo mismo pensaba yo de Moisés.

Moisés Wartberg era uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Su empresa, los estudios TriCultura, tenía una solidez financiera superior a la de la mayoría, pero hacía las peores películas. Moisés Wartberg había creado una máquina de hacer dinero en el campo de las actividades creadoras. Sin el menor rastro de creatividad. Esto se consideraba verdadero talento.

Wartberg era un hombre gordo y desastrado, que vestía descuidadamente con trajes tipo Las Vegas. Hablaba poco, jamás mostraba emoción alguna, pensaba que lo lógico era darte todo lo que pudieses arrancarle. Creía que lo mejor era no darte nada que no pudieses sacarle a la fuerza a él y a su equipo de abogados. Era imparcial. Engañaba a productores, estrellas, escritores y directores, robándoles sus porcentajes de las películas de éxito. Jamás agradecía un buen trabajo de dirección, una buena interpretación, un buen guión. ¿Cuántas veces había pagado él mucho dinero por material que era basura? Así que, ¿por qué debía pagarle a un hombre lo que valía su trabajo si podía conseguirlo por menos?

Wartberg hablaba del cine como los generales de la guerra. Decía por ejemplo:

—Para hacer una tortilla hay que cascar los huevos.

O cuando un socio comercial aludía a la relación social que tenían, cuando un actor le decía cuánto se estimaban los dos personalmente y por qué los estudios TriCultura estaban jodiéndole, Wartberg esbozaba una fina sonrisa y decía fríamente:

—Cuando oigo la palabra «amor», echo mano a la cartera.

Se burlaba de la dignidad personal, se enorgullecía cuando le acusaban de no tener ningún sentido de la decencia. No ambicionaba adquirir fama de hombre de palabra. Él quería contratos con letra pequeña, no apretones de manos. Se ufanaba de engañar a su prójimo con una idea, un guión, un porcentaje sobre los beneficios de la película. Si le reprochaban esto —por lo general un artista excitadísimo (los productores eran más listos)— Wartberg
se
limitaba a contestar:

—Yo me dedico a hacer películas —en el mismo tono que podría haber empleado Baudelaire para contestar a un reproche similar con «yo me dedico a hacer poesía».

Usaba a los abogados como un gángster la pistola; al afecto, como la prostituta el sexo. Utilizaba las buenas obras como los griegos el caballo de Troya, subvencionaba el asilo Will Rogers para actores retirados, daba dinero para Israel, para los millones de hambrientos de la India, para los refugiados palestinos. Era sólo la caridad personal con los seres humanos concretos lo que no aceptaba.

Los estudios TriCultura eran deficitarios cuando Wartberg se hizo cargo. Wartberg sometió todo inmediatamente a un control estricto. Sus condiciones eran las más duras del mercado. Nunca se arriesgaba con ideas originales hasta que otros estudios demostraban su rentabilidad. Y el gran as que se guardaba en la manga eran los presupuestos bajos.

Mientras otros estudios se hundían con películas de diez millones de dólares, los estudios TriCultura jamás se embarcaban en una que superase los tres millones. De hecho, casi todas las películas tenían un presupuesto de dos millones o menos, y Moisés Wartberg o uno de sus tres vicepresidentes asesores no se separaba de ti las veinticuatro horas del día. Obligaba a los productores a firmar cláusulas de penalización, a los directores a poner como garantía sus porcentajes, a los actores a sudar tinta, todo para que no se sobrepasara el presupuesto. El productor que terminaba una película cumpliendo el presupuesto o por debajo de él, era para Moisés Wartberg un héroe, y lo sabía. No importaba que la película sólo cubriera costes. Pero si la película sobrepasaba el presupuesto, aunque diese veinte millones y proporcionase a los estudios una fortuna, Wartberg invocaba la cláusula de penalización del contrato del productor y se quedaba con su porcentaje de beneficios. Había un pleito, claro, pero los estudios tenían veinte abogados a sueldo que estaban para eso. Así que normalmente se llegaba a un acuerdo. Sobre todo si el productor, el actor o el escritor querían hacer otra película en TriCultura. Algo en lo que todo el mundo estaba de acuerdo era en que Wartberg poseía un talento genial para la organización. Tenía tres vicepresidentes que estaban a cargo de imperios independientes y que competían entre sí por el favor de Wartberg y por llegar a sucederle algún día. Los tres poseían mansiones palaciegas, grandes porcentajes y poder completo dentro de sus propias esferas, estando sometidos únicamente al veto de Wartberg. Así que los tres andaban a la caza de talentos, de guiones, de proyectos especiales, sabiendo que siempre tenían que mantener bajo el presupuesto, que el talento debía estar consagrado, y que tendrían que borrar cualquier chispa de originalidad antes de atreverse a subir a exponerlo en las oficinas de Wartberg, en la última planta del edificio de los estudios.

Su reputación sexual era impecable. Nunca tenía líos con las aspirantes a estrellas. Jamás presionaba a un director o a un productor para introducir en el filme a una favorita. Esto se debía en parte a su carácter ascético y a su escasa vitalidad sexual. Y en parte se debía también a su propia concepción de la dignidad personal. Pero la razón básica era que llevaba treinta años de matrimonio feliz con la novia de su adolescencia. Se habían conocido en un instituto de secundaria del Bronx, se habían casado antes de los veinte años y no se habían separado desde entonces.

Bella Wartberg había tenido una vida de cuento de hadas. Cuando era una esbelta adolescente de un instituto del Bronx, había embrujado a Moisés Wartberg con la mortífera combinación de unos pechos inmensos y una excepcional modestia. Llevaba jerseys sueltos y gruesos de lana, vestidos dos tallas más grandes que la suya, pero era como ocultar un trozo de resplandeciente metal radiactivo en una cueva oscura.

Sabías que estaban allí, y el hecho de que estuviesen ocultos los hacía aún más afrodisíacos. Cuando Moisés se hizo productor, ella no sabía en realidad lo que significaba. Tuvo dos hijos en dos años y tenía muchas ganas de descansar un año de su vida fértil, pero fue Moisés el que quiso parar. Por entonces, había canalizado la mayor parte de su energía en su carrera y además el cuerpo del que estaba sediento se encontraba dañado por las cicatrices del parto: los pechos que él había chupado estaban caídos y llenos de venas. Y ella se parecía demasiado a la buena ama de casa judía para el gusto de él. Le proporcionó una criada y se olvidó de ella. Aún la estimaba porque era una gran lavandera, sus camisas blancas estaban siempre impecablemente almidonadas y planchadas. En cuanto él se las ponía, perdían todo su lustre. Era una magnífica ama de casa. Siempre estaba pendiente de sus trajes tipo Las Vegas y de sus corbatas chillonas, haciéndolos pasar por la limpieza en seco exactamente en el momento justo, no tan a menudo como para que produjese un deterioro prematuro ni tan de tarde en tarde como para que las prendas pareciesen sucias. En una ocasión, ella compró un gato que se sentaba en el sofá y Moisés se sentó en aquel sofá y cuando se levantó tenía pelos de gato en la pernera del pantalón. Entonces Moisés agarró al gato y lo tiró contra la pared. Riñó histéricamente a Bella. Ésta se deshizo del gato al día siguiente.

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