Los tontos mueren (52 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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A Malomar le encantaba sentarse en la sala de montaje con los editores y el director. Le encantaba sentarse en la oscuridad y tomar decisiones sobre lo que había de hacerse con las pequeñas y temblequeantes imágenes. Como Dios, les daba una especie de alma. Si eran «buenas» las hacía físicamente hermosas diciéndole al editor que cortase una imagen poco halagüeña para que una nariz no fuese demasiado huesuda, o un rictus demasiado amargo. Podía conseguir que los ojos de la heroína pareciesen más de gacela con una toma mejor iluminada, sus gestos más graciosos y conmovedores. No enviaba al bueno a las profundidades de la desesperación y la derrota. Era más misericordioso.

Por otra parte, vigilaba de cerca a los malvados. ¿Llevaban la corbata adecuada y la chaqueta que realzase su maldad? ¿Sonreían con demasiada confianza? ¿Eran demasiado decentes los rasgos de sus rostros? Borraba esa imagen con la máquina. Sobre todo, se negaba a permitirles ser aburridos. El malvado tenía que ser interesante. En su sala de montaje, Malomar no se perdía detalle. El mundo que creaba debía tener una lógica racional, y cuando terminaba con aquel mundo concreto, normalmente se alegraba de haber visto que existía.

Malomar había creado cientos de mundos así. Vivían en su cerebro eternamente y siempre, lo mismo que las incontables galaxias de Dios, deben existir en la mente de éste. Y la hazaña de Malomar era para él igual de asombrosa. Pero era distinto cuando dejaba la sala de montaje a oscuras y salía al mundo carente de sentido creado por Dios.

Malomar había sufrido tres ataques al corazón en los últimos años. Según el médico, por exceso de trabajo. Pero Malomar siempre tenía la sensación de que Dios se encontraba en la sala de montaje. Él, Malomar, era el último hombre que podía tener un ataque al corazón. ¿Quién supervisaría todos aquellos mundos que había que crear? Y por eso se cuidaba tanto. Comía sobria y correctamente. Hacía ejercicio. Bebía poco. Fornicaba con regularidad pero sin excesos. Nunca se drogaba. Aún era joven, guapo, parecía un héroe. Y procuraba portarse bien, o todo lo bien que era posible en el mundo que Dios estaba filmando. En la sala de montaje de Malomar, un personaje como él jamás moriría de un ataque al corazón. El editor cortaría el argumento, el productor pediría que se modificase el guión. Él pediría ayuda a los directores y a todos los actores. A un hombre así, no se le podía dejar perecer.

Pero Malomar no podía atajar los dolores del pecho. Y muchas veces de noche, muy tarde, en aquella casa inmensa que tenía, tomaba píldoras contra la angina de pecho. Y luego se tumbaba en la cama petrificado de miedo. En las noches en que realmente se sentía mal llamaba a su médico de cabecera. El médico llegaba y se pasaba con él toda la noche. Le examinaba, le tranquilizaba, le cogía la mano hasta el amanecer. El médico nunca se negaba a esto porque Malomar había escrito el guión de la vida del médico. Malomar le había dado acceso a hermosas actrices para que pudiera convertirse en su médico y a veces en su amante. En tiempos pasados, cuando Malomar se permitía más actividad sexual, antes de su primer ataque al corazón, cuando su inmensa casa estaba llena de huéspedes durante toda la noche, de aspirantes a estrellas y modelos de alta costura, el médico le acompañaba a cenar y los dos probaban juntos el surtido de mujeres preparado para la velada.

Y aquella noche, Malomar, solo en la cama, en su casa, llamó por teléfono al médico. El médico llegó y le examinó y le aseguró que los dolores desaparecerían. No había ningún peligro. No tenía más que ir quedándose dormido. El médico le llevó agua para que tomara sus pastillas para el corazón y tranquilizantes. Le tanteó el corazón con el estetoscopio. Estaba intacto. No iba a hacerse pedazos como creía Malomar. Y al cabo de unas horas, sintiéndose más cómodo, Malomar dijo al médico que podía irse a casa.

Y luego se quedó dormido.

Soñó. Un sueño vívido. Estaba en una estación de ferrocarril, encerrado. Estaba comprando un billete. Un hombre pequeño pero fornido le echó a un lado y pidió su billete. El hombre pequeño tenía una inmensa cabeza de enano y le gritaba a Malomar. Malomar le tranquilizó. Se hizo a un lado. Dejó al otro que comprara su billete. Le dijo:

—Oiga, no tengo nada contra usted.

Y cuando dijo esto, el hombre se hizo más alto. Sus rasgos más normales. Se convirtió de pronto en un héroe más viejo. Y le dijo a Malomar:

—Dame tu nombre; haré algo por ti.

Aquel hombre quería a Malomar. Malomar lo veía claramente. Pasaron a ser muy amables el uno con el otro.

Y el empleado que vendía los billetes trataba ahora al otro hombre con enorme respeto.

Malomar se despertó en la inmensa oscuridad de su gran dormitorio. Las lentes de sus ojos se achicaron, y sin ninguna visión periférica, enfocó el blanco rectángulo de luz de la puerta del baño abierta. Sólo por un instante, pensó que las imágenes de la pantalla de la sala de montaje aún no habían terminado, y luego comprendió que había sido sólo un sueño. Al comprenderlo, su corazón se apartó de su cuerpo en una fatal y arrítmica galopada. Los impulsos eléctricos de su cerebro se enmarañaron. Se incorporó, sudando. Su corazón inició una arremetida definitiva y atronadora, se estremeció. Malomar cayó hacia atrás, con los ojos cerrados, y todas las luces se apagaron en la pantalla de su vida. Lo último que oyó fue un áspero sonido como de celuloide quebrándose contra acero; y luego murió.

33

Fue mi agente, Doran Rudd, quien me llamó para comunicarme la noticia de la muerte de Malomar. Me dijo que al día siguiente habría una gran conferencia sobre la película en los estudios TriCultura. Yo tenía que regresar en avión y él iría a esperarme al aeropuerto. Llamé a Janelle desde el aeropuerto Kennedy para decirle que llegaba a la ciudad, pero me contestó el servicio automático de respuestas con su maquinal voz de acento francés, así que dejé el recado.

La muerte de Malomar me impresionó mucho. Había llegado a tomarle un gran respeto en los meses que trabajamos juntos. Nunca presumía ni exageraba ni mentía, y tenía un ojo de lince para cualquier tontería que pudiese deslizarse en un guión o en un trozo de película. Me adoctrinaba cuando me enseñaba películas, explicándome por qué no servía una escena o lo que había que mirar en un actor que podría demostrar talento incluso con un mal papel. Discutíamos mucho. Él afirmaba que mi actitud desdeñosa de literato era una actitud defensiva y que yo no había estudiado la película con suficiente detenimiento.

Se ofreció incluso a enseñarme a dirigir cine, pero me negué. Quiso saber por qué.

—Escucha —dije—, sólo existiendo, sólo estándose quieto, sin molestar a nadie, el hombre es un agente creador del destino. Eso es lo que odio de la vida. Y el director de cine es el peor agente creador de destino del mundo. Piensa en todos esos actores y actrices a los que hacéis desgraciados cuando les rechazáis. Piensa en toda esa gente a la que tenéis que dar órdenes. El dinero que gastáis, los destinos que controláis. Yo sólo escribo libros, nunca perjudico a nadie, sólo ayudo. Pueden cogerlo y dejarlo.

—Tienes razón —dijo Malomar—. Jamás serás director. Pero tienes mucho cuento. Nadie puede ser tan pasivo.

Y, por supuesto, él tenía razón. Yo sólo quería controlar un mundo más privado.

De todas formas, me entristeció mucho su muerte. Le tenía afecto pese a que, en realidad, no nos conocíamos bien. Y además me preocupaba un poco lo que sería de nuestra película.

Doran Rudd fue a esperarme al aeropuerto. Me dijo que Jeff Wagon sería ahora el productor y que TriCultura había absorbido los estudios Malomar. Me dijo que habría muchos problemas. Camino de los estudios, me informó de toda la operación TriCultura. Me habló de Moisés Wartberg, de su mujer Bella y de Jeff Wagon. Para empezar, me contó que pensaba que no eran los estudios más poderosos de Hollywood, que eran los más odiados y que solían llamarles "estudios TriBuitrura". Que Wartberg era un tiburón y que los tres vicepresidentes eran chacales. Le expliqué que no se podían mezclar así los símbolos, que si Wartberg era un tiburón, los otros tenían que ser peces pilotos. Yo bromeaba, pero mi agente no escuchaba siquiera. Sólo dijo:

—Preferiría que llevaras corbata —le miré. Él llevaba su chaqueta de cuero negro y un jersey de cuello de cisne. Se encogió de hombros.

—Moisés Wartberg podría haber sido un Hitler semita —dijo—. Pero lo habría hecho de otra forma. Habría enviado a todos los cristianos adultos a la cámara de gas y luego habría proporcionado becas a todos sus hijos.

Cómodamente acomodado en el Mercedes 450SL de Doran Rudd, apenas escuchaba la charla de éste. Me contaba que iba a haber una gran lucha por el asunto de la película. Que el productor sería Jeff Wagon y que Wartberg se interesaría personalmente en el asunto. Me dijo también que ellos mismos habían matado a Malomar a base de acosarle. Deseché esto como típica exageración de Hollywood. Pero lo esencial de lo que Doran me contaba era que la suerte de la película se decidiría aquel mismo día. Así que en el largo viaje hasta los estudios procuré recordar lo que sabía o había oído sobre Moisés Wartberg y sobre Jeff Wagon.

Jeff Wagon era la esencia misma del productor de películas mediocres. Lo era desde la cabeza hasta la punta de sus elegantes zapatos. Había conseguido situarse en la televisión, luego se abrió paso hasta los telefilmes como una mancha de tinta se extiende en un mantel, y con el mismo efecto estético. Había hecho un centenar de telefilmes y veinte obras de teleteatro. Ninguna de ellas poseía gracia ni calidad ni arte. Los críticos, los técnicos y los artistas de Hollywood tenían un chiste clásico en el que comparaban a Wagon con Selznick, Lubitsch, Thalberg. De una de sus películas decían que tenía la marca de Dong porque una joven y malévola actriz le llamaba a él Dong.

La obra típica de Jeff Wagon era la película llena de estrellas y astros un poco deslustrados por la edad y el cansancio del celuloide y la desesperada necesidad del cheque. La gente de talento sabía que se trataba de una mala película. Wagon escogía meticulosamente a los directores. Solían ser directores vulgares con una serie de fracasos tras sí, para poder tenerles bien atados y obligarles a trabajar según su propio criterio. Lo extraño era que aunque todas las películas eran espantosas, o bien cubrían gastos o bien daban dinero, simplemente porque la idea básica era buena, desde un punto de vista comercial. En general, tenía un público asegurado, y Jeff Wagon era terrible controlando los costes. Era también terrible en los contratos, pues se embolsaba los porcentajes si la película se convertía en un gran éxito y producía mucho dinero. Y si no resultaba así, hacía que los estudios iniciasen un pleito de modo que pudiera llegarse a un acuerdo sobre los porcentajes. Pero Moisés Wartberg decía siempre que Jeff Wagon aportaba ideas sólidas. Lo que posiblemente no sabía era que Wagon robaba hasta esas ideas. Lo hacía por un procedimiento que sólo podría llamarse de seducción.

Cuando era más joven, Jeff Wagon se había mantenido fiel a su apodo tirándose a todas las aspirantes a estrellas de los estudios TriCultura. Lo lograba por un procedimiento de lo más tradicional. Si ellas aceptaban el trato, les proporcionaba un puesto en los telefilmes, en los que aparecían como camareras o recepcionistas. Si las chicas jugaban bien sus cartas, podían conseguir trabajo suficiente para mantenerse un año. Pero cuando pasó a películas más importantes, esto ya no fue posible. Con presupuestos de tres millones de dólares, no puedes andar repartiendo papeles a cambio de polvos. Así que pasó a emplear el procedimiento de dejarles ensayar un papel o de prometerles ayuda sin comprometerse nunca en firme. Y, por supuesto, algunas tenían talento y con la ayuda de él consiguieron algunos magníficos papeles en películas. Algunas se convirtieron en estrellas. En la Tierra de los Empidos, Jeff Wagon era el último superviviente.

Pero un día, de los lluviosos bosques norteños de Oregon llegó una beldad de dieciocho años que quitaba el hipo. Lo tenía bobo: una cara magnífica, un cuerpo espléndido, un temperamento apasionado; tenía incluso talento. Pero la cámara se negaba a hacerle justicia. En aquella magia estúpida del celuloide, su belleza no resultaba.

Además, la chica estaba algo loca. Se había criado como un hachero o un cazador de los bosques de Oregon. Era capaz de desollar un ciervo y luchar con un oso. Dejaba a regañadientes a Jeff Wagon tirársela una vez al mes, porque su agente había tenido una charla íntima con ella al respecto. Pero procedía de una tierra donde la gente cumplía sus promesas y ella esperaba que Jeff Wagon cumpliese su palabra y le diese el papel. Al no suceder esto, se fue a la cama con Jeff Wagon llevando escondido un cuchillo de desollar ciervos y, en el momento crucial, se lo hundió en los huevos.

La cosa no acabó tan mal como podría haber acabado. Por una parte, sólo le afectó un poco el huevo derecho, y todo el mundo admitió que, con las pelotas que tenía, una pequeña melladura en una no le perjudicaría gran cosa. El propio Jeff Wagon procuró tapar el incidente, y se negó a llevar adelante la acusación. Pero el asunto trascendió. Se facturó a la chica para Oregon con dinero suficiente para una cabaña de troncos y un rifle nuevo de los de cazar ciervos. Y Jeff Wagon aprendió la lección. Dejó de seducir aspirantes a estrellas y se dedicó a aplicar sus dotes de seducción a los escritores para robarles las ideas. Era al mismo tiempo más provechoso y menos peligroso. Los escritores eran más tontos y más cobardes.

Y seducía a los escritores llevándoles a comer a sitios caros. Pasándoles buenos trabajos por las narices. Redactar de nuevo un guión en producción, un par de miles de dólares por un arreglo. Entretanto, les dejaba hablar de sus ideas para futuras novelas o guiones. Y luego les robaba las ideas trasplantándolas a un entorno distinto, cambiando los personajes, pero conservando siempre la idea básica. Y la gozaba entonces jodiéndoles y no dándoles nada. Como los escritores no solían darse cuenta del valor de sus ideas, jamás protestaban. No eran como aquellas putas que por un polvo esperaban la luna.

Fueron los agentes los que intervinieron y le pararon los pies, prohibiendo a sus escritores ir a comer con él. Pero había escritores novicios, muy jóvenes, que llegaban a Hollywood de todo el país. Todos esperando la oportunidad de hacerse ricos y famosos. Y era Jeff Wagon quien podía darles acceso e impedir que les cerraran la puerta en las narices.

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