Los tontos mueren (49 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Doran intentaba meter el pie en la puerta como productor, y para ello quería montar un tinglado completo. Había comprado un guión horrible de un escritor desconocido, cuya única virtud era que había aceptado un porcentaje neto en vez de dinero en efectivo por adelantado. Doran convenció a un director que había sido famoso en otros tiempos para que dirigiese la película, y a un actor ya acabado para que interpretase el papel principal.

Por supuesto, ningún estudio quería aceptar el proyecto. Era una de esas propuestas que sólo parecían adecuadas para los inocentes. Doran era un excelente vendedor e intentó conseguir dinero de fuera. Un día, encontró un buen candidato, un hombre alto, tímido y apuesto, de unos treinta y cinco años. Muy callado y suave. Nada amigo de contar cuentos. Pero era ejecutivo de una sólida institución financiera especializada en inversiones. Se llamaba Theodore Lieverman, y se enamoró de Janelle en una cena.

Cenaron en Chasen's. Doran cogió la factura y se fue enseguida porque estaba citado con el escritor y el director. Estaban trabajando en el guión, dijo Doran frunciendo el ceño con aire preocupado. Doran había aleccionado a Janelle: «Este tío puede conseguirnos un millón de dólares para la película. Sé amable con él. Recuerda que tú interpretas el segundo papel femenino».

Esa era la técnica de Doran. Prometía el segundo papel femenino para tener así un cierto poder de regateo. Si Janelle se ponía difícil, le prometería el primer papel. No es que eso significara nada. En caso necesario renegaría de ambas promesas.

Janelle no tenía intención alguna de ser amable en el sentido de Doran, pero le sorprendió descubrir que Theodore Lieverman era un tipo muy agradable. No hacía chistes procaces sobre las aspirantes a estrella. No intentó asediarla. Era realmente tímido. Y quedó abrumado por la belleza y la inteligencia de Janelle, lo cual dio a ésta una gran sensación de poder. Cuando la acompañó a casa después de cenar, ella le invitó a tomar una copa. Se comportó como un perfecto caballero. Así pues, a Janelle le gustó. Siempre le interesaba la gente, encontraba a todo el mundo fascinante. Y, por Doran, sabía que Ted Lieverman heredaría veinte millones de dólares algún día. Lo que Doran no le había dicho era que estaba casado y tenía dos hijos. Se lo dijo el propio Lieverman. Muy tímidamente le dijo:

—Estamos separados. Nuestro divorcio está pendiente porque sus abogados piden demasiado dinero.

Janelle sonrió, con aquella sonrisa contagiosa que solía desarmar a la mayoría de los hombres, salvo a Doran.

—¿Qué es demasiado dinero?

Y Theodore Lieverman dijo, con una mueca:

—Un millón de dólares. No hay problema. Pero lo quiere en efectivo, y mis abogados consideran que es un momento poco adecuado para liquidar.

—Demonios —dijo Janelle riendo—. Tienes un millón de dólares. ¿Cuál es la diferencia?

Lieverman se animó realmente por primera vez.

—No entiendes —dijo—. La mayoría de la gente no entiende. Es cierto que tengo unos dieciséis, quizás dieciocho millones. Pero no tengo tanta liquidez. Mira, poseo bienes inmobiliarios, y acciones y empresas, pero no puedes retirar todo el dinero de ellas. Así que en realidad tengo muy poco capital líquido. Me gustaría poder gastar dinero como Doran. Además Los Angeles es un sitio carísimo para vivir.

Janelle se dio cuenta de que había conocido al personaje típico de novela, al millonario tacaño. Y puesto que no era ingenioso ni simpático, ni tenía atractivo sexual, puesto que, en suma, no tenía más gancho que su amabilidad y su dinero (que mostraba claramente que no estaba dispuesto a compartir así por las buenas), se libró de él después de la siguiente copa. Cuando Doran volvió a casa aquella noche se enfadó muchísimo.

—Maldita sea, podría haber sido para nosotros la comida segura —le dijo a Janelle.

Entonces fue cuando decidió dejarle.

Al día siguiente, encontró un pequeño apartamento en Hollywood cerca de los estudios de la Paramount y consiguió por su cuenta un pequeño papel en una película. Después de terminar su trabajo de unos cuantos días, como tenía muchas ganas de ver a su hijo y cierta nostalgia de su pueblo, volvió de visita por dos semanas, que era todo lo que podía aguantar en Johnson City.

Estuvo pensando si llevarse al niño con ella, pero acabó convenciéndose de que era imposible, así que volvió a dejarle con su ex marido. Resultaba muy doloroso dejarle, pero estaba decidida a ganar algo de dinero y a hacer algún tipo de carrera antes de formar un hogar.

Su ex marido estaba aún claramente hechizado por sus encantos. Ella tenía mejor aspecto, parecía más refinada. Le incitó deliberadamente y luego, cuando él intentó llevársela a la cama, le rechazó. Se fue de muy mal humor. Ella le despreciaba. Le había amado sinceramente, y él la había traicionado con otra mujer cuando estaba embarazada. Había rechazado la leche de su pecho, aquella leche que ella había querido que compartiese con el niño.

—Espera un momento —dijo Merlyn—. Cuéntame eso otra vez.

—¿El qué? —preguntó Janelle. Rió entre dientes.

Merlyn esperó.

—Bueno, yo tenía unos pechos muy grandes después del parto. Y me fascinaba la leche. Quería que él la probara. Ya te lo conté.

Cuando se divorciaron, ella se negó a aceptar la pensión por puro desprecio.

Cuando Janelle volvió a su apartamento de Hollywood, encontró dos recados en su servicio telefónico. Uno de Doran y otro de Theodore Lieverman.

Llamó primero a Doran y le encontró en casa. A Doran le sorprendió que hubiese vuelto a Johnson City, pero no hizo ni una pregunta sobre sus amigos íntimos. Estaba demasiado interesado, como siempre, en lo que era importante para él.

—Escucha —dijo—. Ese T. Lieverman está realmente loco por ti. No es broma. Está locamente enamorado, no sólo de tu lindo culito. Si juegas las cartas como es debido, puedes casarte con veinte millones de dólares. Está intentando ponerse en contacto contigo y le di tu número. Llámale. Puedes ser una reina.

—Está casado —dijo Janelle.

—Su divorcio se resolverá el mes próximo —dijo Doran—. Ya lo comprobé. Es un tipo muy recto y muy tradicional. Si te prueba en la cama, le tendrás enganchado y tendrás sus millones para siempre.

Todo esto era superficial. Janelle no era más que una de sus cartas.

—Eres asqueroso —dijo Janelle.

Doran procuraba ser lo más encantador posible.

—Vamos, vamos, querida. No te preocupes, lo nuestro se acabó. Aunque seas la tía más buena que he tenido en mi vida. Mucho mejor que todas estas tías de Hollywood. Te echo de menos. Créeme, comprendo perfectamente que te fueras. Pero eso no significa que no podamos seguir siendo amigos. Lo que quiero es ayudarte. Tienes que dejar de portarte como una niña. Dale a ese tío una oportunidad, es todo lo que pido.

—Bien, le llamaré —dijo Janelle.

Janelle nunca se había preocupado por el dinero en el sentido de querer ser rica, pero ahora pensaba en lo que podría proporcionarle el dinero. Podría traer a su hijo a vivir con ella y tener servicio que se cuidase de él mientras ella trabajaba. Podría estudiar arte dramático con los mejores profesores. Gradualmente, había llegado a amar el cine. Sabía lo que quería hacer de su vida.

Su pasión por interpretar era algo de lo que ni siquiera a Doran le había hablado, pero que él percibía. Janelle había sacado obras de teatro y libros sobre teatro y cine de la biblioteca y los había leído todos. Se enroló en un pequeño taller de cine cuyo director se daba tales aires de importancia que a ella le divertía e incluso le encantaba. Cuando le dijo que era uno de los mejores talentos naturales que había visto, casi se enamoró y se acostó con él con la mayor naturalidad.

Soso, tacaño y rico, Theodore Lieverman tenía una llave de oro que abría todas las puertas a las que Janelle llamó. Y aceptó ir a cenar con él aquella noche. Janelle encontró a Lieverman amable, tranquilo y tímido; tomó ella la iniciativa. Por fin consiguió que se decidiera a hablar de sí mismo. Contó algunas cosas. Había tenido dos hermanas gemelas, unos años más pequeñas que él, y las dos habían muerto en un accidente de aviación. Aquella tragedia le había provocado una crisis nerviosa. Ahora su mujer quería el divorcio, un millón de dólares en efectivo y parte de sus valores. Poco a poco, fue exponiendo una vida emocionalmente pobre, una niñez y una adolescencia económicamente rica que le habían convertido en un ser débil y vulnerable. Lo único que hacía bien era ganar dinero. Tenía un plan para financiar la película de Doran que era absolutamente firme y seguro. Pero tenía que llegar el momento oportuno, porque los inversores eran muy escurridizos. Él, Lieverman, pondría el dinero en efectivo, el dinero necesario para iniciarlo todo.

Siguieron saliendo casi todas las noches durante dos o tres semanas, y él siempre se mostraba amable y tímido, hasta el punto de que Janelle llegó a sentirse impaciente. Después de todo, le había enviado flores después de cada cita. Le había comprado un alfiler en Tiffany's, un encendedor de Gucci y un anillo de oro antiguo de Roberto's. Y estaba locamente enamorado de ella. Janelle intentó llevárselo a la cama y se quedó asombrada al ver que él se mostraba reacio. Ella sólo podía mostrar su disposición a hacerlo, hasta que al fin él le pidió que le acompañase a Nueva York y a Puerto Rico. Tenía que ir en un viaje de negocios de su empresa. Ella comprendió que, por alguna razón, él no podía hacer el amor con ella, inicialmente, en Los Angeles. Quizás se sintiera culpable. Había hombres así. Sólo podían ser infieles cuando estaban a miles de kilómetros de sus esposas. Al menos la primera vez. A Janelle esto le parecía divertido e interesante.

Pararon en Nueva York y él la llevó a sus reuniones financieras. Ella le vio negociar los derechos cinematográficos de una nueva novela de un guión escrito por un autor famoso. Era astuto, muy suave, y Janelle se dio cuenta de que en aquello residía su fuerza. Pero aquella primera noche se acostaron por fin en la suite del Plaza y ella supo una de las verdades de Theodore Lieverman.

Era casi un impotente total. Al principio, Janelle se enfadó creyendo que la culpa era suya. Hizo cuanto pudo y consiguió que sintiera. La noche siguiente fue un poco mejor. En Puerto Rico, la cosa mejoró. Pero sin duda era el amante más incompetente y aburrido que había tenido en su vida. Se alegró de volver a Los Angeles. Cuando la dejó en su apartamento, le pidió que se casase con él. Contestó que se lo pensaría.

No tenía la menor intención de casarse con él hasta que Doran se dedicó a convencerla.

—¿Pensártelo? Por Dios, usa la cabeza —dijo—. Ese tío está loco por ti. Cásate con él. Luego te estás con él un año. Saldrás por lo menos con un millón y él aún seguirá enamorado de ti. Podrás hacer lo que te dé la gana. Tendrás cien oportunidades más en tu carrera. Y a través de él conocerás a otros tipos ricos. Gente que te gustará más y de la que quizás puedas enamorarte. Toda tu vida puede cambiar. Aunque te aburras un año, demonios, no es insoportable. No te pediría algo que fuese insoportable.

Eso era lo que Doran consideraba ser muy listo. Lo que quería era abrirle a Janelle los ojos a las verdades de la vida que toda mujer sabe o que se le enseñan desde la cuna. Pero Doran se daba cuenta de que a Janelle le resultaba realmente odioso hacer algo así, no porque fuese inmoral, sino porque era incapaz de traicionar a otro ser humano de aquel modo, tan a sangre fría. Y también porque sentía tal pasión por la vida que no podía soportar la idea de someterse a aquel aburrimiento durante un año. Pero, tal como Doran se apresuró a señalar, había muchas posibilidades de que aquel año se aburriese de todos modos, incluso sin Theodore. Y además, haría realmente feliz al pobre Theodore durante un año.

—Sabes, Janelle —decía Doran—, tenerte al lado en tu peor día es mejor que tener al lado a la mayoría de la gente en sus mejores días.

Era una de las poquísimas cosas sinceras que Doran había dicho desde su doceavo aniversario. Pero lo decía porque le interesaba.

Y al fin fue Theodore, actuando con insólita agresividad, quien inclinó la balanza. Compró una magnífica casa de doscientos cincuenta mil dólares en Beverly Hills, con piscina olímpica, pista de tenis, dos criados. Sabía que a Janelle le encantaba jugar al tenis, había aprendido a jugar en California, había tenido una breve aventura intrascendente con su profesor de tenis, un joven rubio, guapo y esbelto que, ante su asombro, luego le había cobrado las clases. Posteriormente, otras mujeres le hablaron de los hombres de California. De que eran capaces de ponerse a beber en un bar y dejarte pagar tu consumición y luego pedirte que fueras a pasar la noche a su apartamento. Ni siquiera pagaban el taxi hasta casa. A Janelle le gustó el profesor de tenis en la cama y en la pista de tenis, y el profesor consiguió mejorar su actuación en ambos campos. Más tarde, se cansó de él porque vestía mejor que ella. Además, ligaba a diestro y siniestro y seducía a sus amistades de ambos sexos, lo cual, incluso Janelle, pese a su amplitud de criterios, consideraba excesivo.

Nunca había jugado al tenis con Lieverman. Éste había mencionado una vez, sobre la marcha, que había derrotado a Arthur Ashe en la secundaria, así que supuso que era muy superior a ella y que, como la mayoría de los buenos jugadores de tenis, preferiría no jugar con principiantes. Pero cuando la convenció de que se trasladase a la nueva casa, dieron una elegante fiesta de tenis.

La casa la encantó. Era una lujosa mansión de Beverly Hills, con habitaciones para huéspedes, un cuarto de trabajo, un salón de billar, un
Jacuzzi
al aire libre. Ella y Theodore elaboraron planes de decoración e instalaron unos paneles especiales de madera. Fueron juntos de compras. Pero ahora, en la cama, él era un completo desastre, y Janelle ya ni lo intentaba siquiera. Él le prometió que después del divorcio, que sería al mes siguiente, y una vez casados, todo iría sobre ruedas. Janelle esperaba devotamente que así fuese, porque al sentirse culpable había decidido que lo menos que podía hacer, dado que iba a casarse con él por su dinero, era ser una esposa fiel. Pero la falta de relaciones sexuales le destrozaba los nervios. Fue el día de la fiesta del tenis cuando se dio cuenta de que no había nada que hacer. Ella tenía la sensación de que había algo raro en todo el asunto. Pero Theodore Lieverman inspiraba tanta confianza, tanto a ella como a sus amigos e incluso al cínico Doran, que ella pensó que era su propia sensación culpable que buscaba un desahogo.

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