Los tontos mueren (47 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Recorriendo las diversas habitaciones, oí conversaciones interesantes. Una mujer morena, alta, delgada y de aspecto agresivo, se echaba encima de un tipo bien parecido con aire de productor que llevaba una gorra de capitán de yate. Una rubita muy baja se echó sobre ellos y le dijo a la mujer:

—Como vuelvas a ponerle la mano encima a mi marido, te arreo un puñetazo en el
coño.

El de la gorra de yate tartamudeó y, completamente impasible, dijo:

—E-e-e-está bien. Ella no lo u-u-usa mucho, de todos modos.

Al pasar por un dormitorio, vi a una pareja que estaba pegada a la cama y oí una voz de mujer muy como de maestra de escuela que decía:

—Ven acá.

Y reconocí la voz de un novelista de Nueva York, que decía:

—El negocio del cine. Si tienes reputación de gran dentista, te ponen a hacer cirugía cerebral.

Y pensé: «Otro escritor cabreado».

Salí fuera, a la zona de aparcamiento junto a la autopista de la costa del Pacífico, y vi a Doran con un grupo de amigos admirando un Stutz Bearcat. Alguien acababa de decirle a Doran que el coche costaba sesenta mil dólares.

—Por ese precio debe cantar y todo.

Todos rieron. Luego Doran dijo:

—¿Y cómo puedes aparcarlo? Es como tener un trabajo de noche estando casado con Marilyn Monroe.

En realidad, yo sólo había ido a la fiesta para conocer a Clara Ford, a mi juicio la mejor crítica de cine de todos los tiempos. Era lista como el diablo, escribía grandes frases, leía un montón de libros, veía todas las películas y estaba de acuerdo conmigo en el noventa y nueve por ciento de los casos. Cuando ella alababa una película, yo sabía que podía ir a verla y que probablemente me gustase muchísimo, o que, como mínimo, podría verla entera. Sus críticas estaban lo más cerca que una crítica puede estar del arte, y me agradaba el hecho de que jamás pretendiese ser una creadora. Estaba contenta con ser lo que era.

En la fiesta no tuve grandes posibilidades de hablar con ella, lo cual no me importó. Sólo quería ver qué clase de dama era en realidad. La acompañaba Kellino, y él la mantuvo ocupada. Como la mayoría de la gente se pegaba a Kellino, Clara Ford recibió mucha atención. Así que yo me senté en el rincón y me limité a observar.

Clara Ford era una de esas mujeres pequeñas y de aire dulce a las que se suele calificar de sencillas, pero tenía un rostro tan iluminado por la inteligencia que, al menos a mis ojos, era guapa. Lo que la hacía fascinante era que pudiese ser dura e inocente al mismo tiempo. Era lo bastante dura para arremeter contra los demás críticos de cine importantes de Nueva York y demostrar que eran unos perfectos imbéciles. Demostraba que era un imbécil un tipo cuyas columnas dominicales humorísticas sobre películas resultaban inconexas. Atacaba al vocero de los entusiastas del cine de vanguardia de Greenwich Village y le presentaba como el torpe cabrón que era; y, sin embargo, era lo bastante lista para considerarle un sabio idiota, el tipo más torpe que hubiese puesto nunca palabras sobre el papel, con cierta sensibilidad auténtica para algunas películas. Cuando había acabado con el tipo, tenía todas las cartas en su bolso J.C. Penney pasado de moda.

Observé que ella lo pasaba bien en la fiesta, y que se daba cuenta de que Kellino estaba intentando engatusarla con su galanteo. Entre el barullo, pude oír decir a Kellino:

—Un agente es un sabio idiota
manqué
.

Éste era un viejo truco que utilizaba con los críticos, los de ambos sexos. De hecho, había conseguido un gran éxito con un crítico varón muy estricto llamando a otro crítico marica
manqué
.

Ahora Kellino estaba siendo tan amable y simpático con Clara Ford que era casi una escena de película. Kellino mostraba sus hoyuelos como músculos, y Clara Ford, con toda su inteligencia, empezaba a ponerse lánguida y a colgarse un poco de él.

De pronto, una voz dijo junto a mí:

—¿Crees que Kellino se la tirará en la primera cita?

La voz era la de una rubia bastante bella, que ya no era una niña. Le calculé unos treinta. Como en el caso de Clara Ford, era la inteligencia lo que daba a su rostro parte de su belleza.

Tenía un rostro anguloso, de piel encantadoramente blanca, y no se podía determinar si la piel debía algo al maquillaje. Tenía unos ojos castaños vulnerables que podían ser encantadores como los de un niño y trágicos como los de una heroína de Dumas.

Si esto parece la descripción de un amante de Dumas, me da igual. Quizás no sintiese exactamente eso cuando la vi por primera vez. Eso vino después. En aquel momento, los ojos castaños parecían maliciosos. Se divertía así, manteniéndose al margen del centro mismo de la fiesta. Tenía algo que resultaba insólito en una mujer guapa: ese aire encantador y feliz que tienen los niños cuando les dejan solos, haciendo lo que les divierte. Me presenté y ella dijo llamarse Janelle Lambert.

Entonces la reconocí. La había visto en pequeños papeles de distintas películas y siempre me había parecido buena. Daba en el papel todo lo posible. Siempre gustaba en la pantalla, pero nunca la considerabas grande. Me di cuenta de que admiraba a Clara Ford y que había albergado la esperanza de que la crítica dijese algo de ella. No lo había hecho, y por eso Janelle se mostraba irónica y malévola. En otra mujer habría sido un comentario chismoso sobre Clara Ford, pero en su caso era perfecto.

Ella sabía quién era yo y dijo lo que solía decir la gente sobre el libro. Yo adopté mi actitud habitual de indiferencia, como si apenas hubiese oído el cumplido. Me gustaba cómo vestía, con modestia y, sin embargo, con estilo, un estilo muy elegante, aunque no fuese alta costura.

—Bueno, vamos allá —dijo.

Creí que quería conocer a Kellino, pero cuando llegamos allí vi que intentaba hablar con Clara Ford. Dijo cosas inteligentes, pero era evidente que la Ford la trataba con frialdad por lo guapa que era, o, al menos, eso pensé yo entonces.

De pronto, Janelle se volvió y se alejó del grupo. La seguí. Me daba la espalda, pero cuando la alcancé, junto a la puerta, descubrí que lloraba.

Sus ojos eran majestuosos con aquellas lágrimas. Eran de un castaño dorado salpicado de puntitos negros que quizás fuesen de un castaño más oscuro (más tarde descubrí que eran lentillas); las lágrimas parecían agrandar sus ojos, darles un tono más dorado. Delataban también que les había ayudado algo con maquillaje, porque estaba corriéndosele.

—Te pones muy guapa cuando lloras —dije.

Pretendía imitar a Kellino en uno de sus papeles de galán.

—Oh, vete a la mierda, Kellino —dijo.

Me fastidia que las mujeres utilicen expresiones como «vete a la mierda», «coño» o «hijo de puta». Pero era la única mujer a la cual le había oído una expresión de este género haciendo que resultase divertida y cordial. Tenía un suave acento sureño.

Quizás fuese evidente que hacía poco que utilizaba aquellas expresiones. Quizás fuese que me sonrió para indicarme que sabía que estaba imitando a Kellino. Su sonrisa era agradable, no encantadora.

—No sé por qué soy tan tonta —dijo—. Pero es que nunca voy a fiestas. Sólo vine porque sabía que vendría ella. La admiro mucho.

—Es buena crítica —dije.

—Oh, es tan inteligente —dijo Janelle—. Una vez escribió algo muy amable sobre mí. Y sabes, creí que le agradaría. Y luego me rechaza. Sin ninguna razón.

—Tiene muchísimas razones —dije—. Eres guapa y ella no. Y esta noche está consiguiendo acaparar a Kellino y no quiere que tú le distraigas.

—Eso es una tontería —dijo ella—. A mí no me gustan los actores.

—Pero eres guapa —dije—. Además, hablabas con inteligencia. Es lógico que la fastidiases.

Por primera vez me miró con algo que parecía auténtico interés. Yo estaba muy por delante de ella. Me gustaba porque era guapa. Me gustaba porque nunca iba a fiestas. Me gustaba porque no iba a la caza de actores como Kellino, tan condenadamente guapos y simpáticos y que vestían tan maravillosamente, con trajes de corte exquisito, con cortes de pelo de una especie de Rodin con tijeras. Y porque era inteligente. Además, era capaz de llorar porque una crítica la rechazaba en una fiesta. Si tenía el corazón tan tierno, quizás no me matase. Fue la vulnerabilidad, por último, lo que me indujo a pedirle que viniera conmigo a cenar, y luego al cine. No sabía yo entonces lo que Osano podría haberme dicho: una mujer vulnerable te matará siempre.

Lo divertido del asunto es que no me inspiró nada sexualmente. Sólo me agradaba muchísimo. Porque, pese al hecho de que era guapa y tenía aquella sonrisa maravillosamente dichosa incluso con las lágrimas, en realidad, a primera vista no era una mujer sexualmente atractiva. O yo era demasiado inexperto para apreciarlo, porque más tarde, cuando Osano la conoció, dijo que sentía la sexualidad en ella como si fuese un cable eléctrico al descubierto. Cuando le conté a Janelle el comentario de Osano, me dijo que aquello debía haberle sucedido después de conocerme. Porque antes de conocerme, se había mantenido al margen del sexo. Cuando bromeaba con ella acerca de esto, y no la creía, esbozaba aquella sonrisa satisfecha y preguntaba si yo había oído hablar alguna vez de vibradores.

Es curioso que el que una mujer adulta te diga que se masturba con un vibrador te haga desearla. Pero es fácil de entender. Lo implícito es que no se trata de una mujer promiscua, aunque sea guapa y viva en un medio donde los hombres corren detrás de las mujeres igual que gatos detrás de ratones y básicamente por el mismo motivo.

Salimos juntos dos semanas, unas cinco veces, antes de llegar a acostarnos. Y quizás lo pasásemos mejor antes de acostarnos que después.

Yo iba a trabajar al estudio durante el día, elaboraba el guión, echaba unos tragos con Malomar y luego volvía a la suite del Hotel Beverly Hills y leía. A veces iba al cine. Por las noches estaba citado con Janelle; ella venía a buscarme a la suite, me daba una vuelta por los cines y luego íbamos a un restaurante, y después otra vez a la suite. Bebíamos algo y charlábamos, y ella se iba a casa hacia la una de la madrugada. Éramos camaradas, no amantes.

Me explicó por qué se había divorciado de su marido. Cuando estaba embarazada, sentía muchos deseos, pero él no le hacía caso a causa de su preñez. Luego, cuando el niño nació, a ella le encantaba darle de mamar, le entusiasmaba que la leche fluyese de su pecho y que al niño le gustase. Quiso que su marido probase la leche, que le chupase el pecho y sintiese el flujo. Creyó que sería algo estupendo. Su marido rechazó la proposición con repugnancia. Y a partir de esto terminó para ella.

—Nunca se lo había contado a nadie —me explicó.

—Dios mío —dije—. Estaba loco.

Una noche, tarde ya, en la suite, se sentó en el sofá a mi lado. Nos hicimos carantoñas como jovencitos, yo le bajé las bragas y entonces ella me apartó y se levantó. Por entonces, yo tenía los pantalones bajados y ella, medio riendo y medio llorando, me dijo:

—Lo siento. Soy una mujer inteligente, pero sencillamente no puedo.

Nos miramos y los dos nos echamos a reír. Formábamos un cuadro demasiado cómico, con las piernas desnudas: ella con las bragas blancas a los pies, yo con los pantalones y los calzoncillos en los tobillos.

Me agradaba ya demasiado para enfadarme con ella. Y, aunque resulte extraño, no me sentí rechazado.

—De acuerdo —dije.

Me subí los pantalones. Ella se subió las bragas y volvimos a abrazarnos en el sofá. Cuando se iba, le pregunté si volvería a la noche siguiente. Me dijo que sí y comprendí que se acostaría conmigo.

La noche siguiente entró y me besó. Luego dijo, con una tímida sonrisa:

—Mierda, adivina lo que pasó.

Sabía suficientemente, a pesar de mi inocencia, para entender que cuando una presunta compañera de lecho dice algo parecido, estás listo. Pero no me preocupé.

—Estoy indispuesta —dijo.

—Eso no me importa, si no te importa a ti —dije yo.

La cogí de la mano y la llevé al dormitorio. En dos segundos estábamos desnudos en la cama, salvo las bragas de ella, y pude sentir la compresa debajo.

—Quítate todo eso —dije.

Lo hizo. Nos besamos y nos abrazamos.

No estábamos enamorados aquella primera noche. Sólo nos gustábamos mucho. Hicimos el amor como críos. Sólo besando y jodiendo directamente. Y abrazándonos y hablando y sintiéndonos cómodos y a gusto. Ella tenía la piel sedosa y un trasero delicioso y suave, pero no blando.

Sus pechos eran pequeños, pero poseían una gran sensibilidad. Los pezones eran grandes y rojos. Hicimos el amor dos veces en el espacio de una hora; hacía mucho tiempo que no me sucedía esto. Por último, sentimos sed y yo fui a la otra habitación a abrir una botella de champán. Cuando regresé al dormitorio, ella había vuelto a ponerse las bragas. Estaba en la cama sentada con las piernas cruzadas y una toalla húmeda en la mano; estaba limpiando las manchas de sangre de las sábanas blancas. Me quedé allí de pie observándola, desnudo, los vasos de champán en la mano, y fue entonces cuando sentí por primera vez aquella abrumadora sensación de ternura que es la señal de la condena. Ella alzó los ojos y me sonrió, su pelo rubio enmarañado, sus inmensos ojos castaños miopemente serenos.

—No quiero que lo vea la doncella —dijo.

—No, no queremos que sepa lo que hicimos —dije yo.

Ella siguió frotando muy seria, mirando muy de cerca las sábanas para asegurarse de que lo había limpiado todo.

Luego, dejó caer al suelo la toalla húmeda y cogió un vaso de champán de mi mano. Nos sentamos juntos en la cama, bebiendo y sonriéndonos estúpidamente de un modo delicioso, como si hubiésemos formado los dos un equipo, y hubiésemos pasado una especie de prueba importante. Pero aún no nos habíamos enamorado. La relación sexual había sido buena, pero no sensacional. Estábamos simplemente contentos de estar juntos, y cuando tuvo que irse a casa, le pedí que se quedara a dormir, pero dijo que no podía y yo no insistí. Pensé que quizás viviese con un tío y pudiese volver tarde, pero no quedarse toda la noche. Y no me molestaba. Eso era lo bueno de no estar enamorado.

Una cosa del movimiento de liberación de la mujer es que quizás haga menos vulgar lo de enamorarse. Porque, claro está, cuando nos enamoramos nosotros fue siguiendo la tradición más vulgar y sentimental. Nos enamoramos peleándonos.

Antes de eso, tuvimos un pequeño problema. Una noche, en la cama, no pude conseguirlo del todo. No era impotencia, sólo que no podía terminar. Y ella se esforzaba al máximo por que yo lo consiguiera. Por último, empezó a llorar y a gritar que nunca volvería a tener relaciones sexuales, que odiaba tales relaciones y que por qué las habíamos iniciado. Lloraba abrumada de frustración y de sensación de fracaso. Me eché a reír. Le expliqué que no había ningún problema. Que estaba cansado. Que tenía muchísimas cosas en la cabeza, una película de cinco millones de dólares, por ejemplo, más todas las obsesiones y los sentimientos habituales de culpabilidad del varón norteamericano condicionado del siglo veinte que ha llevado una vida ordenada. La abracé y hablamos un rato y luego, más tarde, los dos sentimos... sin ningún esfuerzo. Aún no era excepcional, pero sí bueno.

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