Pero Cully echó en la inmensa mesa escritorio de Gronevelt la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y dijo:
—Ésta es la última. Merlyn la entregó por fin.
Me di cuenta de que Cully sonreía. El sobrino favorito tomándole el pelo al tío gruñón al que sabía cómo manejar. Y me di cuenta de que Gronevelt interpretaba su papel gustosamente. El tío que bromeaba con su sobrino que era el que más problemas causaba pero a la larga el de mayor talento y el más de fiar. El sobrino que heredaría. Gronevelt llamó a su secretaria y cuando ésta entró le dijo:
—Tráigame unas tijeras grandes.
Me pregunté dónde demonios iba a conseguir la secretaria del director del hotel Xanadú unas tijeras grandes a las seis de la tarde de un sábado. Volvió con ellas a los dos minutos justos. Gronevelt cogió las tijeras y empezó a cortar mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Me miró fijamente y dijo:
—No sabes la rabia que me dabais los tres cuando andabais por mi casino con estas jodidas chaquetas. Sobre todo la noche que Jordan ganó todo aquel dinero.
Me quedé mirando cómo convertía mi chaqueta en un inmenso montón de trozos de tela y luego comprendí que estaba esperando que le contestase.
—En realidad, a usted no le preocupan los ganadores, ¿verdad? —dije.
—No tenía nada que ver con lo de ganar dinero —dijo Gronevelt—. Es que era tan patético. Cully con esa chaqueta y un jugador degenerado en el corazón. Aún lo es y siempre lo será. Está en período de remisión.
Cully hizo un gesto de protesta y dijo:
—Soy un hombre de negocios.
Pero Gronevelt hizo un gesto y Cully se calló y se dedicó a contemplar los trozos de tela amontonados sobre la mesa.
—Puedo aguantar la suerte —dijo Gronevelt—. Pero la habilidad y la astucia no puedo soportarlas.
Gronevelt se dedicaba ahora al barato forro de imitación de seda, cortándolo en pequeñas tiras, pero era sólo para tener las manos ocupadas mientras hablaba. Se dirigió directamente a mí:
—Y tú, Merlyn, eres uno de los peores jugadores que he visto en mi vida, y llevo en el negocio cincuenta años. Eres peor que un jugador empedernido. Eres un jugador romántico. Te crees uno de esos personajes de la novela de Ferber en que ella tiene aquel jugador estúpido por héroe. Juegas como un imbécil. A veces te guías por los porcentajes, otras por corazonadas, otras sigues un sistema, luego a tientas o pasas de una cosa a otra. Mira, eres una de las pocas personas de este mundo a las que les diría que abandonasen por completo el juego.
Luego dejó las tijeras, me dirigió una sonrisa realmente cordial y añadió:
—Pero, qué demonios, te gusta.
Me sentía, desde luego, un poco ofendido, y él se había dado cuenta. Me consideraba un jugador muy inteligente, que mezclaba la lógica con la magia. Gronevelt pareció leer mi pensamiento.
—Merlyn —dijo—. Me gusta ese nombre. Te va muy bien. Por lo que he leído no era un gran mago, y tú tampoco lo eres.
Volvió a coger las tijeras y siguió cortando.
—Pero, dime —dijo—, ¿por qué demonios te metiste en aquel lío con ese tipo de la mesa de bacarrá?
Me encogí de hombros.
—Bueno, en realidad, yo no organicé aquel lío. En fin, ya sabe cómo son las cosas. Yo me sentía muy mal por haber dejado a mi familia. Todo iba mal. Sólo estaba buscando desahogarme con otro.
—Pues te equivocaste de tipo —dijo Gronevelt—. Te salvó el pellejo Cully, con un poco de ayuda mía.
—Gracias —dije.
—Le ofrecí el trabajo, pero no lo quiere —dijo Cully.
Eso me sorprendió. Evidentemente, Cully lo había hablado con Gronevelt antes de ofrecerme el trabajo. Y luego, comprendí de pronto que Cully tendría que contarle a Gronevelt todo lo mío. Y que el hotel me encubriría si los federales investigaban.
—Después de leer tu libro, pensé que nos vendrías bien como relaciones públicas —dijo Gronevelt—. Un buen escritor como tú.
No quise decirle que eran cosas absolutamente distintas.
—Mi mujer no querría dejar Nueva York. Tiene allí a su familia —dije—. Pero gracias por la oferta.
Gronevelt asintió con un gesto.
—Tal como juegas quizá sea preferible que no vivas en Las Vegas. La próxima vez que vengas cenaremos los tres juntos.
Consideré esto nuestra despedida y me fui.
Cully estaba citado para cenar con unos peces gordos de California y no podía dejarlos, así que me quedé sólo. Me había dejado una reserva para el espectáculo de la cena del hotel de aquella noche, y decidí ir. Era el material Las Vegas habitual, con algunas coristas casi desnudas, bailando y contorsionándose, una estrella de la canción y unos números de vodevil. Lo único que me impresionó fue un espectáculo con osos amaestrados.
Salió a escena una hermosa mujer con seis inmensos osos y les hizo hacer toda clase de trucos. Después de que cada oso completaba su número, la mujer le besaba en la boca y el oso volvía inmediatamente a su puesto al final de la cola. Los osos eran muy peludos y parecían tan totalmente asexuados como si fuesen de juguete. Pero, ¿por qué había convertido la mujer el beso en una de sus señales de mando? Que yo supiese, los osos no besaban. Y entonces comprendí que el beso era para el público, algo dirigido a los espectadores. Y me pregunté entonces si la mujer lo habría hecho así conscientemente, como indicio de su desprecio, un insulto sutil. Nunca me había gustado el circo y me negaba a llevar a mis hijos a verlo. Y no me gustaban los números con animales. Pero éste me fascinó lo suficiente como para verlo hasta el final. Quizás uno de los osos nos diese una sorpresa.
Una vez terminado el espectáculo, me fui al casino a convertir el resto de mi dinero en fichas y luego a convertir las fichas en recibos de caja. Eran casi las nueve de la noche.
Empecé con los dados, pero en vez de apostar cantidades pequeñas para reducir las pérdidas, estuve haciendo apuestas de cincuenta y cien dólares. Iba perdiendo unos tres mil dólares cuando apareció Cully detrás de mí, conduciendo a sus peces gordos a la mesa y comunicando su crédito. Lanzó una mirada sardónica a mis fichas verdes de veinticinco dólares y las apuestas que tenía en el tapete frente a mí.
—No tienes que jugar más, ¿entendido? —me dijo.
Me sentí un imbécil, y al terminar la jugada llevé el resto de mis fichas a la caja y las convertí en recibos. Cuando me volví, Cully estaba esperándome.
—Vamos a echar un trago —dijo.
Y me llevó al bar, al sitio donde solíamos beber con Jordan y Diane. Desde aquella zona en penumbra contemplamos el casino brillantemente iluminado. En cuanto nos sentamos, la camarera localizó a Cully y vino de inmediato.
—Así que caíste otra vez —dijo Cully—. Este maldito juego. Es como la malaria. Vuelve siempre.
—¿También te pasa a ti? —pregunté.
—Me pasó un par de veces —dijo Cully—. Pero no fue nada grave. ¿Cuánto perdiste?
—Sólo dos mil —dije—. He cambiado la mayor parte del dinero por recibos. Esta noche terminaré.
—Mañana es domingo —dijo Cully—. Podemos ver a ese abogado amigo mío, así que por la mañana temprano puedes hacer el testamento y enviárselo a tu hermano. Luego me pegaré a ti y no te dejaré hasta que cojas el avión por la tarde para Nueva York.
—Intentamos algo así una vez con Jordan —dije bromeando.
Cully lanzó un suspiro.
—¿Por qué lo haría? Estaba cambiándole la suerte. Iba a ser un ganador. Lo único que tenía que hacer era aguantar.
—Quizá no quisiese forzar su suerte —dije.
—No bromees —dijo Cully.
A la mañana siguiente, Cully llamó a mi habitación y desayunamos juntos. Después me llevó al Strip, a la oficina del abogado, donde redacté mi testamento y lo firmé ante testigos. Repetí un par de veces que mi hermano Artie debía recibir una copia, y por último Cully intervino, impaciente:
—Eso ya está todo explicado —dijo—. No hay que preocuparse. Todo se hará como debe ser.
Cuando salimos de la oficina, Cully me llevó a dar una vuelta por la ciudad y me enseñó las nuevas edificaciones en marcha. El gran edificio del Hotel Sands resplandecía con un dorado flamante bajo el sol del desierto.
—Esta ciudad no para de crecer —dijo Cully.
El interminable desierto se extendía hasta las lejanas montañas.
—Hay espacio de sobra —dije.
Cully se echó a reír.
—Ya lo verás —dijo—. El juego es el negocio del futuro.
Tomamos una comida ligera y luego, en honor a los viejos tiempos, bajamos al Sands y jugamos de compañeros doscientos pavos por barba en las mesas de dados. Cully dijo burlón:
—Tengo diez pases en mi brazo derecho —así que le dejé tirar a él. Tenía tanta mala suerte como siempre, pero me di cuenta de que no ponía el corazón en ello. No disfrutaba jugando. Era indudable que había cambiado. Fuimos en coche al aeropuerto, y esperó conmigo hasta que salió mi avión.
—Llámame si tienes algún problema —me dijo—. Y la próxima vez que vengas, cenaremos con Gronevelt. Le caes bien y es un tipo que interesa que esté de nuestra parte.
Asentí. Luego, cogí los recibos que llevaba en el bolsillo. Los recibos totalizaban treinta mil dólares depositados en la caja del casino del Hotel Xanadú. Mis gastos para el viaje, el juego y el billete del avión totalizaban más o menos los tres mil restantes. Le entregué a Cully los recibos.
—Guárdamelos —le dije. Había cambiado de idea.
Cully contó los papelitos blancos. Había doce. Comprobó las cantidades.
—¿Me confías tus ahorros? —preguntó—. Treinta grandes es mucho dinero.
—He de confiar en alguien —dije—. Además te vi rechazar veinte grandes que te daba Jordan cuando no tenías donde caerte muerto.
—Tú me obligaste avergonzándome —dijo Cully—. De acuerdo, me cuidaré de esto. Y si las cosas se ponen feas, puedo darte dinero del mío y utilizarlos como garantía. Así no dejarás ninguna pista.
—Gracias, Cully —dije—. Gracias por la habitación del hotel y las comidas y todo. Y gracias por ayudarme.
Sentí realmente una oleada de afecto hacia él. Era uno de mis pocos amigos. Y, sin embargo, me quedé sorprendido cuando me abrazó al despedirnos.
Ya en el avión, yendo de la luz del oeste a las zonas de oscuridad del este, huyendo a toda prisa del sol poniente, y sumergiéndome en la oscuridad, pensé en el afecto que Cully sentía por mí. Nos conocíamos tan poco. Y pensé que era porque los dos teníamos muy pocas personas a las que pudiésemos llegar a conocer de verdad. Como Jordan. Y habíamos compartido la derrota de Jordan y su rendición ante la muerte.
Llamé desde el aeropuerto para decirle a Vallie que había llegado un día antes. No contestó nadie. No quise llamarla a casa de su padre, así que cogí un taxi para el Bronx. Cuando llegué, Vallie aún no estaba en casa. Sentí los furiosos celos de siempre, por el hecho de que se hubiese llevado a los chicos a visitar a sus abuelos, a Long Island. Pero luego pensé: ¿qué más da? ¿Por qué debía pasar el domingo sola Vallie en aquella urbanización cuando podía disfrutar de la compañía de su alegre familia irlandesa, sus hermanos y hermanas y sus amistades allá en Long Island, donde los chicos podían salir y jugar al aire libre y revolcarse en la hierba?
La esperaría levantado. Tenía que llegar pronto a casa. Durante la espera, llamé a Artie. Se puso su mujer al teléfono y dijo que Artie se había ido a la cama temprano porque no se sentía bien. Le dije que no le despertara, que no era nada importante. Y, con una cierta sensación de pánico, le pregunté qué le pasaba a Artie. Me dijo que sólo era cansancio, que había trabajado demasiado. No era nada por lo que mereciese la pena avisar al médico. Le dije que ya le llamaría al día siguiente al trabajo y luego colgué.
El año siguiente fue la época más feliz de mi vida. Estaba esperando que me terminaran la casa. Sería la primera vez que poseería casa propia, y esto me producía una sensación extraña. Por fin sería como todo el mundo. Estaría aislado y no dependería ya de la sociedad ni de otras personas.
Creo que esto procedía del desagrado creciente que me producía la urbanización en la que vivíamos. Por sus excelentes cualidades sociales, blancos y negros ascendían en la escala económica y en cuanto ganaban demasiado dinero no podían seguir en aquella urbanización. Y cuando se iban, sus viviendas pasaban a ser ocupadas por los «no tan bien adaptados». Los negros y blancos que llegaban eran los que vivirían allí siempre. Heroinómanos, alcohólicos, chulos baratos, ladrones de tres al cuarto y violadores ocasionales.
Ante esta nueva invasión, la policía de la urbanización inició una retirada estratégica. Los recién llegados eran más incontrolables, más salvajes, y empezaron a destrozarlo todo. Los ascensores dejaron de funcionar; los ventanales de los vestíbulos quedaron destrozados y no se repararon jamás. Cuando volvía a casa del trabajo, encontraba siempre botellas de whisky vacías en el vestíbulo y borrachos sentados en los bancos que había junto a los edificios. Había fiestas y orgías que hacían intervenir a los policías de la ciudad. Vallie procuraba recoger a los chicos en la parada del autobús cuando volvían a casa del colegio. Llegó incluso a proponerme en una ocasión que nos trasladáramos a casa de sus padres hasta que estuviese lista la nuestra. Esto fue después de que violasen a una niña negra de diez años y la arrojasen de la azotea de uno de los edificios.
Le dije que no, que aguantaríamos. Sabía lo que pensaba Vallie, pero a ella le avergonzaba demasiado para decirlo en voz alta. Le daban miedo los negros. Pero la habían educado en el liberalismo, en la idea de la igualdad, y no podía aceptar frente a sí misma el hecho de que temía a todos los negros que vivían a su alrededor.
Yo tenía un punto de vista distinto. Yo era realista, pensaba, no un fanático. Lo que estaba ocurriendo era que la ciudad de Nueva York empezaba a convertir sus urbanizaciones en barrios bajos negros, creando nuevos ghettos, aislando a los negros del resto de la comunidad blanca. En realidad, las urbanizaciones se estaban utilizando como cordón sanitario. Pequeños Harlems, blanqueados de liberalismo urbano. Y toda la escoria económica de la clase obrera blanca iba quedando segregada allí: los que no tenían una formación suficiente para ganarse la vida, los que estaban demasiado inadaptados y marginados para mantener unida e integrada la estructura familiar. La gente con un poco de sentido hacía lo posible por huir a las zonas suburbanas o a casas o a apartamentos propios de la ciudad. Pero el equilibrio de poder aún no se había alterado. Los blancos aún superaban a los negros en una proporción de dos a uno. Las familias socialmente adaptadas, blancas y negras, aún mantenían una ligera mayoría. Yo pensaba que la urbanización seguiría siendo lugar seguro por lo menos en los doce meses que tendríamos que seguir allí. En realidad, me importaba un pito cualquier otra cosa. Supongo que despreciaba a toda aquella gente. Eran como animales, sin voluntad libre, se contentaban con vivir al día tomando alcohol y drogas y jodiendo sólo por matar el tiempo cuando podían permitírselo. Aquello se estaba convirtiendo en otro maldito orfanato. Pero, ¿cómo estaba yo aún allí, entonces? ¿Qué era yo?