Los tontos mueren (19 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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La página uno de esa sección de crítica dominical era el máximo a que podía aspirar un escritor. Osano lo sabía. Ocupaba automáticamente la primera página de todas las secciones de crítica del país cuando publicaba un libro. Pero odiaba a la mayoría de los escritores de ficción, les envidiaba. O podía estar enfadado con el editor del libro. Así que cogía una biografía de Napoleón o de Catalina de Rusia, escrita por un sesudo profesor universitario, y la colocaba en la página uno. Libro y crítica solían ser igualmente ilegibles. Pero Osano se sentía feliz. Había fastidiado a todo el mundo.

La primera vez que le vi, encarnaba todos los chismorreos de fiestas literarias, todas las murmuraciones, todas las imágenes públicas que él había creado. Jugó ante mí el papel del gran escritor, con verdadera satisfacción. Y tenía las condiciones adecuadas para ajustarse a la leyenda.

Me fui a los Hamptons, donde Osano tenía una casa de verano, y le encontré instalado como un viejo sultán. Con sus cincuenta años, tenía seis hijos de cuatro matrimonios distintos, y por entonces aún no había pasado por el quinto, el sexto y el séptimo y último. Llevaba puestos unos pantalones azules largos de tenis y chaqueta de tenis azul especialmente cortada para ocultar su abultada barriga cervecera. Tenía ya grandes arrugas en la cara, como correspondía al próximo ganador del premio Nobel de literatura. Pese a sus malévolos ojillos verdes, podía ser cordial y agradable. Aquel día lo fue. Como era el director de la sección literaria dominical más importante del país, todo el mundo le adulaba con la mayor devoción cada vez que publicaba algo. No sabía que yo me proponía liquidarle porque era un escritor sin éxito con una novela publicada sin la menor trascendencia y que se debatía con la segunda. Desde luego, él había escrito casi una gran novela. Pero el resto de su obra era basura, y yo, si
Everyday Life
me dejaba, mostraría al mundo lo que realmente era aquel tipo.

Escribí el artículo enseguida, atacándole directamente. Pero Eddie Lancer lo rechazó. Querían que Osano les escribiese un artículo político y no querían enemistarse con él. Fue, por tanto, un día perdido. Aunque en realidad no. Porque dos años después Osano me llamó y me ofreció un puesto para trabajar con él como asesor en una nueva e importante revista literaria. Osano me recordaba, había leído el artículo que la revista no había querido aceptar, y le había gustado muchísimo, o eso me dijo. Dijo que le había gustado porque yo era un buen escritor y me gustaban las mismas cosas de su obra que le gustaban a él.

Aquel primer día, estuvimos sentados en su jardín viendo jugar al tenis a sus hijos. He de decir en su favor que amaba realmente a sus hijos y se entendía con ellos. Quizás porque fuese muy infantil también él. Lo cierto es que le llevé a hablar de las mujeres, del movimiento de liberación femenina y de la sexualidad. Y el tema le encantó. Estuvo muy divertido. Y aunque en sus escritos era el mayor izquierdista que se pueda imaginar, podía también ser todo un tejano patriotero. Hablando del amor, dijo que en cuanto se enamoraba de una chica dejaba de sentir celos de su mujer. Luego adoptó su expresión de gran escritor-estadista y dijo:

—A ningún hombre le está permitido estar celoso de más de una mujer a la vez... salvo que sea portorriqueño.

Como sus credenciales de izquierdista eran impecables, creía tener derecho a hacer chistes sobre los portorriqueños.

Entonces apareció el ama de llaves diciendo a voces que los niños se estaban peleando por una discusión en el juego. El ama de llaves era bastante mandona y muy severa con los niños, como si fuese su madre. Además, era una mujer guapa para su edad, más o menos la de Osano. Por un momento, tuve ciertas sospechas. Sobre todo cuando nos dirigió una mirada despectiva antes de volver a entrar en la casa.

Conseguir que hablara de las mujeres no me fue difícil. Adoptó la actitud cínica, que es siempre una actitud magnífica cuando no estás loco por ninguna dama concreta. Se mostró muy autoritario, como correspondía a un escritor sobre el que se había escrito más que sobre ningún otro novelista desde Hemingway.

—Mira, muchacho —dijo—, el amor es como esa carretilla roja de juguete que te regalan por Navidad cuando tienes seis años. Te hace tremendamente feliz y no puedes separarte de ella. Pero tarde o temprano se le caen las ruedas. Entonces, la dejas en un rincón y la olvidas. Enamorarse es magnífico, pero estar enamorado es un desastre.

Le pregunté entonces, quedamente, y con el respeto que él creía merecer:

—¿Y qué me dice de las mujeres, cree que sienten lo mismo cuando aseguran que piensan lo mismo que piensan los hombres?

Me lanzó una rápida mirada con aquellos ojos sorprendentemente verdes. Captó mis intenciones. Pero no hubo problema. Ésta era una de las grandes virtudes de Osano, incluso entonces. Así pues, continuó:

—El movimiento de liberación de las mujeres cree que nosotros tenemos poder y control sobre sus vidas. En ese sentido, se trata de algo tan estúpido como lo del tipo que cree que las mujeres son sexualmente más puras que los hombres. Las mujeres son capaces de joder con cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar. Lo único que pasa es que tienen miedo a hablar. El movimiento de liberación femenina habla y perora sobre el pequeño porcentaje de hombres que tienen el poder. Esos tipos no son hombres. Ni siquiera son humanos. Y es el puesto que ocupan ellos el que las mujeres tendrían que ocupar. No saben que para conseguirlo tendrán que matar.

Entonces le interrumpí.

—Usted es uno de esos hombres.

Osano asintió con un gesto.

—Sí. Y, metafóricamente, tuve que matar. Lo que las mujeres conseguirán es lo que tienen los hombres, es decir, basura, úlceras y ataques al corazón. Más un montón de trabajos de mierda que a los hombres les resulta odioso hacer. Pero yo soy decidido partidario de la igualdad. Claro que cuando se logre les ajustaré las cuentas. Mira, estoy pagando gastos de manutención de cuatro mujeres perfectamente sanas que pueden ganarse la vida sin el menor problema. Todo porque no hay igualdad.

—Sus aventuras con mujeres son casi tan famosas como sus libros —dije—. ¿Cómo trata usted a las mujeres?

Osano sonrió.

—No parece interesarte cómo escribo libros.

Entonces dije con la mayor suavidad posible:

—Sus libros hablan por sí solos.

Me lanzó otra larga mirada cavilosa y luego continuó.

—Nunca trates demasiado bien a una mujer. Las mujeres se quedan con los borrachos, los jugadores, los chulos e incluso con los que les pegan. No pueden soportar a un tipo bueno y amable. ¿Sabes por qué? Se aburren. No quieren ser felices. Es aburrido.

—¿Cree usted en la fidelidad? —pregunté.

—Claro. Escucha, estar enamorado significa convertir a otra persona en el objeto central de tu vida. Cuando eso ya no existe, ya no hay amor. Es otra cosa. Puede que sea mejor, más práctico. El amor, en el fondo, es una relación injusta, inestable y paranoica. En eso los hombres son peor que las mujeres. Una mujer puede joder cien veces, no apetecerle una, y él no se lo perdona. Pero no hay duda de que el primer paso cuesta abajo es cuando ella no quiere hacer el amor cuando tú quieres. No hay excusa posible, sabes. No hay dolor de cabeza. Todo eso son cuentos. En cuanto una tía empieza a rechazarte en la cama, todo ha terminado. Puedes empezar a buscar otra cosa. No creas en ninguna excusa.

Le pregunté sobre las mujeres orgásmicas que podían tener diez orgasmos por cada uno de un hombre. Lo rechazó.

—Las mujeres no se corren como los hombres —dijo—. Para ellas es un
pifffff
pequeñito. No es como los hombres, los hombres realmente se vuelan los sesos al correrse. Freud se acercó, pero erró el tiro. Los hombres
joden
de verdad. Las mujeres no.

Él no se creía todo aquello, en realidad, pero yo sabía lo que quería decir. Su estilo era la exageración.

Pasé al tema de los helicópteros. Según su teoría, en veinte años, el automóvil quedaría anticuado y todo el mundo tendría su helicóptero particular. Sólo faltaba introducir ciertas mejoras técnicas. Que una servodirección y unos frenos automáticos permitiesen conducir a todas las mujeres y eliminar definitivamente los ferrocarriles.

—Sí —dijo—. Eso es evidente.

Lo que también era evidente era que aquella mañana concreta estaba obsesionado con las mujeres. En fin, volvió al tema.

—Los hombres de hoy siguen el buen camino. Les dicen a las tías: puedes, por supuesto, joder con quien quieras, no voy a dejar de quererte por eso. Son tan mentirosos. Mira, todo tipo que sepa que una tía jode con extraños la considera un monstruo.

La conclusión me ofendió y me asombró. El gran Osano, cuyas obras tanto emocionaban a las mujeres. La inteligencia más brillante de las letras norteamericanas. La mentalidad más abierta. O yo no entendía lo que él quería decir o me mentía. Vi que su ama de llaves abofeteaba a algunos de los niños que andaban por allí.

—Le da usted mucha autoridad a su ama de llaves —dije.

Él era muy listo y cazaba las cosas al vuelo. Sabía exactamente lo que yo pensaba de lo que él me decía. Quizá por eso dijo la verdad, toda la historia de su ama de llaves. Sólo por pincharme.

—Ella fue mi primera esposa —me dijo—. Es la madre de mis tres hijos mayores.

Se echó a reír al ver mi asombro.

—No, no hacemos el amor. Y nos llevamos bien. Le pago un sueldo magnífico pero no la pensión del divorcio. Es la única esposa a la que no le pago la pensión.

Evidentemente, quería que le preguntase por qué. Se lo pregunté.

—Porque cuando escribí mi primer libro y me hice rico, no pudo soportarlo. Le daba envidia que yo fuese famoso y me hiciesen tanto caso. Quería que le hicieran caso a
ella
. Y un tipo joven, uno de los admiradores de mi obra, le echó un cable y ella lo recogió. Era cinco años mayor que él, pero siempre fue guapa. Y se enamoró de verdad, lo reconozco. De lo que no se dio cuenta fue de que él estaba tirándosela sólo por fastidiar a Osano, el gran novelista. En fin, me pidió el divorcio y la mitad del dinero que había dado mi libro. Yo lo acepté. Ella quería quedarse con los chicos pero yo no quise que mis hijos anduviesen con aquel idiota del que ella estaba enamorada. Así que le dije que le dejaría los críos cuando se casase con el tipo. En fin, él le sorbió el seso jodiendo durante dos años y le sacó toda la pasta. Ella se olvidó de sus hijos. Era de nuevo joven. Le gustaba mucho verlos, por supuesto, pero estaba muy ocupada viajando por el mundo con mi pasta y triturándole la polla a aquel jovencito. Cuando se acaba el dinero, él se larga. Entonces ella vuelve y quiere los niños. Pero ya no puede hacer nada. Los había abandonado durante dos años. En fin, se montó un gran número diciendo que no podía vivir sin ellos. Entonces le di trabajo como ama de llaves.

—Quizá sea lo peor que haya oído en mi vida —dije fríamente.

Aquellos asombrosos ojos verdes relampaguearon un instante. Pero luego sonrió y dijo cautamente:

—Supongo que eso parece. Pero ponte en mi lugar. Me encanta tener a mis hijos conmigo. ¿Por qué el padre no consigue nunca los hijos? ¿Qué cuento es ése? ¿Sabes que los hombres jamás se recuperan de eso? La mujer se cansa de estar casada y entonces el marido pierde a los hijos. Y los hombres soportan esto porque les han castrado. En fin, yo no quise aceptarlo. Conservé a los chicos y volví a casarme inmediatamente. Y cuando la nueva esposa empezó a incordiar, también la mandé a paseo.

—¿Y sus hijos? —dije quedamente—. ¿Qué opinan ellos de que su madre sea el ama de llaves?

Los ojos verdes relampaguearon de nuevo.

—Bueno, no la humillo. Es sólo mi ama de llaves entre esposa y esposa. Por otra parte, es más bien una especie de institutriz autónoma. Tiene casa propia. Yo soy el casero. Mira, pensé en darle más pasta, en comprarle una casa y hacerla independiente. Pero es una chiflada como las otras. Volvió a ponerse insoportable. Tiraba el dinero. Lo que no me parece mal, pero es que además se montaba otros números y yo tenía que seguir escribiendo. Así que la controlo con el dinero. Vive muy bien a costa mía. Y sabe que si se sale de la raya, se quedará sin nada y tendrá que ganarse la vida ella sola. Es un sistema que da buen resultado.

—¿Se considera usted antifeminista? —dije, sonriendo.

Él se echó a reír.

—¿Le dices eso a un hombre que se ha casado cuatro veces? No hace falta más prueba. Pero tienes razón. En cierto sentido soy realmente contrario al movimiento de liberación de las mujeres. Porque en este momento la mayoría de las mujeres están llenas de palabrería. Quizá no sea culpa suya. Mira, en cuanto una mujer no quiera joder dos días seguidos, líbrate de ella. A menos que tenga que ir al hospital en ambulancia. Aunque tuviese cuarenta puntos en el coño. Me da igual que goce o no. A veces yo no gozo y lo hago. Y tengo que empalmarme. Es tu obligación si amas a alguien. Demonios, en realidad no sé por qué sigo casado. Te juro que no volvería a hacerlo otra vez, pero luego siempre me engañan. Siempre creo que son desgraciadas porque no se casan. Son tan mentirosas.

—¿No cree usted que, con las condiciones adecuadas, las mujeres pueden llegar a ser iguales?

Osano cabeceó y dijo:

—Las mujeres sobrellevan su edad mucho peor que los hombres. Un tipo de cincuenta años puede llegar a conseguir muchas tías jóvenes. Pero una tía de cincuenta lo tiene más difícil. Por supuesto, cuando consigan el poder político, decretarán por ley que se opere a los hombres de cuarenta o cincuenta para que parezcan más viejos e igualar las cosas. Así es como funciona la democracia. Otro cuento. En fin, las mujeres lo tienen muy bien. No deberían quejarse.

»Antes, en los viejos tiempos no sabían que tenían derechos sindicales. No podías largarlas por muy mal que hiciesen el trabajo. En la cama, quiero decir. Y en la cocina. ¿Y quién se lo ha pasado bien con su mujer después de un par de años? Y si lo pasa bien es que ella es una zorra. Y ahora quieren ser iguales. Ay si me las dejaran a mí. Ya les daría igualdad. Sé bien de lo que hablo. Me casé cuatro veces. Y me costó todo el dinero que gané.

Osano odiaba realmente a las mujeres aquel día. Un mes después cogí el periódico de la mañana y leí que se había casado por quinta vez. Una actriz de un grupito teatral. Le doblaba la edad. He aquí el sentido común del literato más destacado de Norteamérica. Nunca imaginé que trabajaría para él un día y estaría con él hasta que muriese, milagrosamente soltero pero aún enamorado de una mujer, de las mujeres.

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