Cully me llevó hasta la puerta, y yo, la verdad, tenía bastantes ganas de irme, pero me desconcertaron mucho ciertas reacciones. Había algo de gran poder mortífero en la cara del joven croupier aun con sangre chorreando por la nariz. No estaba asustado, ni confuso, ni lo bastante debilitado por el golpe para no responder al ataque. Pero ni siquiera había alzado una mano. Ni tampoco los otros croupiers, sus camaradas, habían acudido en su ayuda. Miraban a Cheech con una especie de sobrecogido horror que no era miedo sino lástima.
Cully me conducía por el casino entre el rumor de oleaje de centenares de jugadores murmurando sus conjuros y oraciones de vudú sobre los dados, el veintiuno, la giratoria rueda de la ruleta. Por fin llegamos a la relativa tranquilidad de la inmensa cafetería.
Me encantaba la cafetería, con sus sillas y sus mesas verdes y amarillas. Las camareras eran jóvenes y guapas y llevaban uniformes dorados de faldas muy cortas. Las paredes eran todas de cristal; podías contemplar un exterior de costoso césped, la piscina azul cielo, las inmensas palmeras que exigían cuidados especiales. Cully me llevó a uno de los grandes reservados, que tenía una mesa para seis personas equipada con teléfono. Ocupamos el reservado como por derecho natural.
Cuando estábamos tomando café, pasó al lado Jordan. Cully se levantó inmediatamente y le agarró del brazo.
—Eh, amigo —dijo—, tómate un café con tus compañeros del bacarrá.
Jordan hizo un gesto de rechazo, pero entonces me vio sentado en el reservado. Me dirigió una extraña sonrisa, al parecer le caía simpático por alguna razón, y cambió de idea. Entró en el reservado.
Y así nos conocimos. Jordan, Cully y yo. Aquel día, en Las Vegas, cuando le vi por primera vez, Jordan no tenía mal aspecto, pese a su pelo blanco. Se rodeaba de un aire casi impenetrable de reserva que me intimidó, pero que Cully ni siquiera advirtió. Cully era uno de esos tipos que agarrarían al Papa por un brazo para llevarle a tomar un café con él.
Yo aún seguía jugando el papel de muchacho inocente.
—¿Por qué se enfadó tanto Cheech? —dije—. Demonios, yo creí que todos estábamos pasándolo bien.
Jordan alzó la cabeza y, por primera vez, pareció prestar atención a lo que pasaba. Seguía sonriéndome, como a un niño que intentase parecer más listo de lo que correspondía a su edad. Pero a Cully no le hizo tanta gracia.
—Oye, muchacho —dijo—. El supervisor iba a caer sobre ti de un momento a otro. ¿Por qué demonios crees tú que está sentado allí? ¿Para rascarse la nariz? ¿Para ver pasar a las chicas?
—Sí, bueno —dije—. Pero nadie puede decir que fue culpa mía. Cheech se pasó. Yo me porté como un caballero. Eso no puedes negarlo. Ni el hotel ni el casino pueden tener queja de mí.
Cully sonrió cordial.
—Sí, lo hiciste muy bien. Fuiste muy listo. Cheech no se dio cuenta y cayó en la trampa. Pero hay algo que no te imaginas. Cheech es un hombre peligroso, así que ahora mi tarea es sacarte de aquí y ponerte en un avión. ¿Y qué nombre es ése de Merlyn?
No le contesté. Alcé mi camisa deportiva y le enseñé el pecho desnudo y el vientre. Tenía una larga y feísima cicatriz púrpura. Sonreí a Cully y le dije:
—¿Sabes lo que es esto?
Ahora estaba atento, tenso. Tenía un rostro realmente aguileño.
Lo solté lentamente.
—Estuve en la guerra —dije—. Me alcanzó una ráfaga de ametralladora y tuvieron que coserme como a un pollo. ¿Crees que me importáis algo tú y Cheech?
Cully no pareció impresionarse. Pero Jordan seguía sonriendo. No todo lo que yo decía era verdad. Había estado en la guerra, había luchado, pero no me habían herido. Lo que le enseñaba a Cully era la cicatriz de mi operación de vesícula. Habían ensayado un nuevo sistema que dejaba aquella cicatriz impresionante.
Cully suspiró y dijo:
—Chaval, quizás seas más duro de lo que pareces, pero aún no lo eres bastante para enfrentarte a Cheech.
Recordé la rapidez con que se había levantado Cheech del suelo después de mi puñetazo y empecé a preocuparme. Pensé incluso por un momento en dejar que Cully me pusiese en un avión. Pero moví la cabeza rechazándolo.
—Mira, intento ayudarte —dijo Cully—. Después de lo que pasó, Cheech te buscará. Y no eres de la talla de Cheech, créeme.
—¿Por qué no? —preguntó Jordan.
Cully contestó rápidamente:
—Porque este chaval es humano y Cheech no.
Es curioso cómo empieza la amistad. En aquel momento, no sabíamos que acabaríamos siendo amigos íntimos en Las Vegas. De hecho, estábamos todos un poco hartos unos de otros.
—Te llevaré en coche al aeropuerto —dijo Cully.
—Eres muy amable —dije yo—. Me caes bien. Somos camaradas de bacarrá. Pero la próxima vez que me digas que vas a llevarme al aeropuerto, despertarás en el hospital.
Cully se echó a reír alegremente.
—Vamos —dijo—. Le pegaste a Cheech un golpe directo y se levantó inmediatamente. No eres un tipo duro. Admítelo.
Ante esto, tuve que reírme porque era cierto. Aquél no era mi verdadero carácter. Y Cully continuó:
—Me enseñaste dónde te alcanzaron las balas, y eso no te convierte en un tipo duro, sino en la víctima de un tipo duro. Si me mostrases a alguien que tuviese cicatrices de balas disparadas por ti, me impresionaría. Y si Cheech no se hubiese levantado inmediatamente después que le pegaste, estaría también impresionado. Vamos, estoy haciéndote un favor. Dejémonos de bromas.
En fin, él tenía toda la razón. Pero daba igual. Yo no tenía ninguna gana de volver a casa con mi mujer y mis tres hijos y el fracaso de mi vida. Las Vegas se ajustaba a mis deseos. Y el casino también. Y también el juego. Podías estar solo sin estar aislado. Y siempre pasaba algo, exactamente como en aquel momento. Yo no era duro, pero lo que Cully ignoraba era que no había casi nada que pudiese asustarme porque en aquel período concreto de mi vida todo me importaba un pito.
Así que le dije a Cully:
—Sí, tienes razón. Pero aún debo seguir aquí un par de días.
Entonces Cully me miró de arriba abajo. Y luego se encogió de hombros. Cogió la nota, la firmó y se levantó de la mesa.
—Ya nos veremos —dijo. Y me dejó solo con Jordan.
Los dos nos sentíamos incómodos. Ninguno quería estar con el otro. Yo advertía que los dos utilizábamos Las Vegas con un fin similar, para ocultarnos del mundo real. Pero no queríamos ser groseros, y, aunque yo en general no tenía ninguna dificultad para librarme de la gente, había algo en Jordan que instintivamente me agradaba, y eso pasaba tan pocas veces que no quería herir sus sentimientos dejándole solo sin más. Entonces él dijo:
—¿Cómo se deletrea tu nombre?
Se lo deletreé. M-e-r-l-y-n. Me di cuenta de que perdía interés por mí y le sonreí.
—Esa es una de las formas arcaicas —dije.
Entendió inmediatamente y esbozó su dulce sonrisa.
—¿Tus padres creían que te convertirías en un mago? — preguntó—. ¿Era eso lo que intentabas ser en la mesa de bacarrá?
—No —dije—. Merlyn es mi segundo nombre. Lo cambié. No quería ser el Rey Arturo, ni Lancelot.
—Merlin también tuvo sus problemas —dijo Jordan.
—Sí —dije—, pero nunca murió.
Y así fue como nos hicimos amigos Jordan y yo, o iniciamos nuestra amistad con una especie de confianza sentimental de escolares.
A la mañana siguiente de la pelea con Cheech, escribí mi breve carta diaria a mi mujer, diciéndole que volvería a casa dentro de unos días. Luego di una vuelta por el casino y vi a Jordan en la mesa de dados. Estaba demacrado. Le toqué en el brazo y se volvió y me dirigió aquella dulce sonrisa que me conmovía siempre. Quizás porque yo era el único al que sonreía tan espontáneamente.
—Vamos a desayunar —le dije.
Quería hacerle descansar algo. Evidentemente, se había pasado la noche jugando. Sin decir palabra, recogió sus fichas y me acompañó a la cafetería. Yo aún llevaba mi carta en la mano. La miró y le dije:
—Es que escribo a mi mujer todos los días.
Jordan asintió y pidió el desayuno. Pidió servicio completo, estilo Las Vegas. Melón, huevos y tocino, tostadas y café. Pero comió poco, unos bocados, y luego tomó el café. Yo tomé un filete poco hecho, cosa que me encantaba por las mañanas, pero que nunca tomaba salvo en Las Vegas. Mientras estábamos comiendo, llegó Cully, la mano derecha llena de fichas rojas de cinco dólares.
—Ya he solucionado mis gastos del día —dijo, muy satisfecho—. Hice el cuenteo de un «zapato» y conseguí mi porcentaje de cien.
Se sentó con nosotros y pidió melón y café.
—Merlyn, hay buenas noticias para ti —dijo—. No tendrás que irte. Cheech cometió anoche un grave error.
Pues bien, por alguna razón, esto me fastidió. Aún seguía con aquello. Era como mi mujer, que nunca deja de decirme que tengo que adaptarme. Yo no tengo por qué hacer
nada
. Pero le dejé hablar. Jordan, como siempre, no decía palabra. Se limitó a observarme un rato. Tuve la sensación de que era capaz de leer mis pensamientos.
Cully tenía una forma apresurada y nerviosa de comer y de hablar. Desbordaba energía, lo mismo que Cheech. Sólo que su energía parecía cargada de benevolencia, de un deseo de que el mundo funcionase con más suavidad.
¿Recuerdas el croupier al que Cheech le arreó en la nariz y le hizo sangrar? Le jodió la camisa. Bueno, pues ese muchacho es el sobrino favorito del jefe de policía de Las Vegas.
Por entonces yo no tenía el menor sentido de los valores. Cheech era un auténtico tipo duro, un asesino, un gran jugador, quizás uno de los matones que ayudaban a controlar Las Vegas. ¿Qué significaba entonces el sobrino del jefe de policía? ¿Qué demonios importaba el que le hubiese hecho sangrar por las narices? Se lo dije. A Cully le encantó esta oportunidad de adoctrinarme:
—Has de tener en cuenta —dijo Cully— que el jefe de policía de Las Vegas es lo que eran los antiguos reyes. Es un tipo grande y gordo de sombrero Stetson y uno cuarenta y cinco a la cadera. Su familia lleva en Nevada desde el principio. La gente le elige todos los años. Su palabra es ley. Le pagan todos los hoteles de esta ciudad. Todos los casinos suplican el honor de que su sobrino trabaje para ellos y le pagan el máximo que se paga a un croupier de bacarrá. Gana tanto como un supervisor. Por otra parte, debes tener en cuenta que el jefe de policía considera la Constitución de los Estados Unidos y los derechos civiles una aberración de los maricas del este. Por ejemplo, todo visitante que tenga antecedentes tiene que pasar por la policía tan pronto como llega a la ciudad. Y es mejor que lo haga, puedes creerme. A nuestro amigo tampoco le gustan los hippies. ¿Te has fijado que no hay chicos de pelo largo en esta ciudad? Tampoco le vuelven loco los negros, ni los vagabundos ni los mendigos. Las Vegas quizá sea la única ciudad de los Estados Unidos donde no hay mendigos. Le gustan las chicas, son buenas para el negocio de los casinos, pero no le gustan los chulos. No le importa que un tallador viva de las ganancias de su amiga y cosas así. Pero si hay un tipo listo que se monta un equipo de chicas, cuidado. Las prostitutas no hacen más que ahorcarse en sus celdas, abrirse las venas. Los jugadores que se quedan sin blanca se suicidan en la cárcel. Los asesinos convictos, los que hacen un desfalco en un banco. Hay mucha gente que se suicida en la cárcel. Pero, ¿has oído alguna vez que un macarra se haya suicidado? Bueno, pues Las Vegas tiene el récord en esto. Se han suicidado tres chulos en la cárcel de nuestro amigo. ¿Te haces idea del cuadro?
—¿Qué le pasó entonces a Cheech? —dije—. ¿Está en la cárcel?
Cully sonrió.
—No llegó allí. Intentó conseguir ayuda de Gronevelt.
—¿Xanadú Número Uno? —murmuró Jordan.
Cully le miró, un tanto sorprendido.
—Escucho —dijo Jordan con una sonrisa— las llamadas al teléfono cuando no estoy jugando.
Por unos instantes, Cully pareció un poco incómodo. Luego, se tranquilizó y siguió.
—Cheech pidió a Gronevelt que le protegiera y le sacara de la ciudad.
—¿Quién es Gronevelt? —pregunté.
—El hotel es suyo —dijo Cully—. Y permíteme que te diga que estaba obligado. Cheech no está solo, sabes.
Le miré. No sabía qué quería decir.
—Bueno, Cheech está conectado —dijo Cully significativamente—. Pero, de todos modos, Gronevelt tuvo que entregárselo al jefe. Así que Cheech está ahora en el hospital. Tiene fractura de cráneo, lesiones internas y necesitará cirugía plástica.
—Dios mío —dije.
—Opuso resistencia a la autoridad —dijo Cully—. Así es el jefe. Y cuando Cheech se recobre, se le prohibirá la entrada en Las Vegas para siempre. Y no sólo eso, han echado al jefe de sector de bacarrá. Él era responsable de vigilar por la seguridad del sobrino. El jefe le echa toda la culpa a él. Y ahora no podrá trabajar en Las Vegas. Tendrá que buscar trabajo en el Caribe.
—¿No querrá contratarle nadie aquí? —pregunté.
—No es eso —dijo Cully—. El jefe le dijo que no le quería en la ciudad.
—¿Y eso basta? —pregunté.
—Basta —dijo Cully—. Hubo un jefe de sector que volvió a la ciudad y consiguió otro trabajo. El jefe entró allí casualmente, le vio y le sacó a rastras del casino. Le pegó una paliza terrible. Todo el mundo captó el mensaje.
—¿Y cómo demonios puede hacer esas cosas? —dije yo.
—Porque es un representante del pueblo elegido legalmente —dijo Cully, y por primera vez Jordan se echó a reír. Una risa magnífica. Barría el distanciamiento y la frialdad que se sentía emanar siempre de él.
Aquella misma tarde, Cully trajo a Diane al vestíbulo donde Jordan y yo descansábamos del juego. Se había recuperado de lo que le hubiese hecho Cheech la noche anterior. Se veía que conocía muy bien a Cully. Y se veía también que Cully estaba ofreciéndonosla como señuelo a mí y a Jordan. Podíamos llevárnosla a la cama siempre que quisiéramos.
Cully hizo algunas bromitas sobre Diane, sobre sus pechos, sus piernas y su boca, lo lindos que eran, cómo utilizaba su pelo negro azabache como un látigo. Pero entremezclaba con los rudos cumplidos solemnes comentarios sobre su buen carácter, cosas como: «Ésta es una de las pocas chicas de la ciudad que no te robará». Y «Nunca te robará. Es tan buena chica; no pertenece a esta ciudad». Y luego, para mostrar su aprecio, extendió la palma de la mano para que Diane echase en ella la ceniza del cigarrillo y no tuviese que estirarse hasta el cenicero. Era galantería primitiva, el equivalente Las Vegas de besar la mano a una duquesa.