Los tontos mueren (5 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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—Tiene usted un cheque de doscientos noventa de los grandes que acaban de traerle de caja, ¿no? —dijo suavemente Gronevelt.

Jordan asintió.

—Los pondremos a un «zapato» —dijo Gronevelt—. Jugaremos una mano. Doble o nada. Tiene usted que apostar a jugador, no a la banca.

Todos los presentes en el sector de bacarrá se quedaron atónitos. Los croupiers miraron asombrados a Gronevelt. No sólo estaba arriesgando una inmensa suma de dinero, en contra de todas las leyes de los casinos, sino que además estaba arriesgando su licencia si la comisión de juego del estado se enteraba de aquella apuesta. Gronevelt les sonrió.

—Barajen esas cartas —dijo—, preparen el «zapato».

En aquel momento, entraba en el recinto del bacarrá el jefe de sector y le entregaba a Jordan el oblongo trozo de papel amarillo de bordes en sierra que era el cheque. Jordan lo miró sólo un momento y luego lo colocó en la ranura del jugador y dijo sonriendo a Gronevelt:

—Lista la apuesta.

Jordan vio que Merlyn retrocedía y se apoyaba en la baranda gris regio. Merlyn le estudiaba de nuevo atentamente. Diane dio unos cuantos pasos a un lado, desconcertada. Jordan se sintió complacido de su asombro. Lo único que no le gustaba era apostar contra su propia suerte. Le resultaba odiosa la idea de sacar las cartas del zapato y apostar contra su propia mano.

Se volvió a Cully:

—Cully, da las cartas por mí —dijo.

Pero Cully se escurrió, horrorizado. Luego miró al croupier, que había sacado las cartas de la caja que había debajo de la mesa y estaba preparándolas para barajar. Cully pareció estremecerse antes de volverse para mirar a Jordan.

—Jordy, es una tontería —dijo Cully suavemente como si no quisiera que le oyera nadie.

Lanzó una rápida mirada a Gronevelt, que estaba mirándole a su vez.

—Oye —continuó—, Jordy, la banca tiene un margen de un dos y medio por ciento siempre sobre el jugador. En todas las manos. Por eso el que apuesta banca ha de pagar la comisión del cinco por ciento. Pero ahora tiene la casa la banca. En una apuesta como ésta la comisión no significa nada. Es mejor tener el margen del dos y medio, según como resulte la mano. ¿Lo entiendes, Jordy?

Cully mantenía la voz en un tono liso. Como si estuviese razonando con un niño.

Pero Jordan se echó a reír.

—Lo sé perfectamente —dijo.

Estuvo a punto de decir que contaba con ello, pero en realidad no era cierto.

—Bueno, Cully, por qué no das por mí. No quiero ir contra mi suerte —añadió.

El croupier barajó la inmensa baraja por partes, y luego las juntó todas. Pasó el mazo blanco y amarillo de plástico a Jordan para que cortara. Jordan miró a Cully. Cully retrocedió sin decir más. Jordan cortó. Todos avanzaron entonces hacia el borde de la mesa. Jugadores que estaban fuera del recinto de bacarrá, al ver que estaba jugándose un nuevo «zapato», intentaron entrar, pero el guardia de seguridad lo impidió.

Y de pronto se hizo un silencio completo. Se amontonaron allí alrededor al otro lado de la baranda. El croupier alzó la primera carta que sacó del zapato. Era un siete. Sacó siete cartas del «zapato», enterrándolas en la ranura. Luego empujó el zapato hacia Jordan. Jordan se acomodó en su silla. De pronto habló Gronevelt:

—Sólo una mano —dijo.

El croupier alzó el brazo y dijo cuidadosamente:

—Está usted apostando a jugador, señor Jordan, ¿comprende? La mano que yo levante será la suya. La que levante usted como banquero será la mano contra la que usted apuesta.

Jordan sonrió.

—Comprendo —dijo.

El croupier vaciló, pero luego dijo:

—Si usted prefiere, puedo darle el zapato.

—No —dijo Jordan—. Está bien.

Estaba realmente emocionado. No sólo por el dinero sino por la energía que fluía de él hasta cubrir a la gente y al casino.

El croupier dijo, alzando la palma:

—Una carta para mí, una carta para usted. Luego una carta para mí y una carta para usted, por favor.

Hizo una dramática pausa, alzó su mano más próxima a Jordan y dijo:

—Una carta para el jugador.

Jordan fue dando rápidamente y sin esfuerzo las cartas de dorso azulado del ranurado zapato. Sus manos, de nuevo extraordinariamente ágiles, no titubeaban. Recorrían la distancia exacta cruzando el verde fieltro hasta las manos del croupier que aguardaban, y éste las volvió boca arriba rápidamente y se quedó asombrado ante el invencible nueve. Jordan no podía perder. Cully, que estaba detrás de él, exclamó:

—Nueve natural.

Por primera vez Jordan miró sus dos cartas antes de mostrarlas. Estaba en realidad jugando la mano de Gronevelt, y, en consecuencia, esperaba cartas malas. Sonrió, era su vez, y volvió sus cartas de la banca.

—Nueve natural —dijo.

Y así era. Un empate. Jordan se echó a reír.

—Tengo demasiada suerte —dijo.

Alzó los ojos luego y miró a Gronevelt.

—¿Repetimos? —preguntó.

Gronevelt movió la cabeza:

—No —dijo.

Luego, se dirigió al croupier y al jefe de sector y a los supervisores:

—Cierren la mesa.

Gronevelt salió del recinto. Había disfrutado de la apuesta, pero sabía lo suficiente para no llevar las cosas a límites peligrosos. Una emoción por vez. Al día siguiente tendría que arreglar el asunto de aquella apuesta heterodoxa con la comisión de juego del estado. Y tendría que hablar largo y tendido con Cully. Quizás estuviese equivocado respecto a él.

Cully, Merlyn y Diane rodearon a Jordan como guardaespaldas, sacándole del sector del bacarrá. Cully recogió el cheque amarillo de la mesa de fieltro verde y lo metió en el bolsillo izquierdo del pecho de Jordan y luego cerró la cremallera para que estuviese seguro. Jordan reía a carcajadas, contentísimo. Miró su reloj. Eran las cuatro. La noche casi había terminado.

—Tomemos café y desayunemos —dijo. Les condujo a todos hasta la cafetería y se sentaron en uno de los reservados de tapizado amarillo.

—Bueno —dijo Cully cuando se sentaron—, ha conseguido cerca de cuatrocientos de los grandes. Hay que sacarle de aquí.

—Jordy, tienes que irte de Las Vegas. Eres rico. Puedes hacer lo que quieras.

Jordan se dio cuenta de que Merlyn le observaba atentamente. Maldita sea, aquello ya estaba resultando irritante.

Diane tocó a Jordan en el brazo y le dijo:

—No juegues más. Por favor.

Había un brillo especial en los ojos de Diane. Y de pronto Jordan comprendió que todos actuaban como si él hubiese escapado de una especie de exilio o le hubiesen amnistiado. Se dio cuenta de que se sentían felices por él, y para compensarlo dijo:

—Ahora permitidme que haga una cosa, amigos, y va también por ti, Diane. Os daré veinte de los grandes a cada uno.

Se quedaron un tanto asombrados. Luego Merlyn dijo:

—Aceptaré el dinero cuando cojas ese avión para irte de Las Vegas.

—Ése es el trato —dijo Diane—, tienes que coger el avión, tienes que salir de aquí. ¿Verdad Cully?

Cully no se sentía tan entusiasmado. ¿Qué tenía de malo coger los veinte grandes ya, y luego meterle en el avión? El juego había terminado. Ya no podían darle mala suerte. Pero Cully se sentía culpable y no podía hablar con sinceridad. Y sabía que aquél probablemente fuera el último gesto romántico de su vida. Mostrar verdadera amistad, como aquellos dos tontos del culo, Merlyn y Diane. ¿Es que no se daban cuenta de que Jordan estaba loco? ¿No veían que podía escapárseles de las manos y perder toda aquella fortuna?

—Bueno —dijo Cully—, tenemos que apartarle de las mesas. Tenemos que vigilarle y controlarle hasta que salga ese avión mañana para Los Angeles.

Jordan negó con un gesto.

—No iré a Los Angeles. Tiene que ser más lejos. Cualquier lugar del mundo —les sonrió—. Nunca he salido de Estados Unidos.

—Necesitamos un mapa —dijo Diane—. Llamaré al jefe de botones. Él puede conseguirnos un mapa del mundo. Los jefes de botones son capaces de conseguir cualquier cosa.

Descolgó el teléfono que había en la repisa del reservado e hizo la llamada. En una ocasión, el jefe de botones le había conseguido un aborto en diez minutos.

La mesa se llenó de bandejas de comida: huevos, tocino, pastelillos y filetitos de desayuno. Cully había pedido un desayuno principesco.

Mientras comían, Merlyn dijo:

—¿Vas a mandar los cheques a los chicos?

Lo dijo sin mirar a Jordan, que le estudió atentamente y luego se encogió de hombros. Ni siquiera había pensado en ello. Sin saber muy bien el motivo, le irritó el que Merlyn le hiciese aquella pregunta, pero la irritación sólo le duró un momento.

—¿Por qué había de dar ese dinero a sus hijos? —dijo Cully—. Ya los ha cuidado perfectamente. Eres capaz de decirle ahora que debe mandarle los cheques a su mujer.

Y se echó a reír, como si esto quedase fuera del reino de lo posible, con lo que Jordan se irritó de nuevo un poco. Les había dado una imagen errónea de su mujer. Era mejor de lo que ellos creían.

Diane encendió un cigarrillo. No tomaba más que café, y sonreía con una sonrisa muy leve y reflexiva. Durante sólo un instante, su mano rozó la manga de Jordan en una especie de acto de complicidad o de entendimiento, como si él también fuese una mujer y ella estuviera aliándose con él. En ese momento, llegó el jefe de botones con un atlas. Jordan hurgó en un bolsillo y le dio un billete de cien dólares. El jefe de botones se fue casi corriendo antes de que Cully, irritado, pudiese decir nada. Diane empezó a desplegar el mapa.

Merlyn el Niño aún seguía pendiente de Jordan:

—¿Qué sensación produce esto? —preguntó.

—Una sensación magnífica —dijo Jordan. Sonrió, divertido por el entusiasmo de sus amigos.

—Como te acerques a una mesa de dados, nos arrojaremos sobre ti. En serio —dio una palmada en la mesa—. Se acabó.

Diane había desplegado el mapa sobre la mesa, cubriendo los revueltos platos de alimentos a medio comer. Se inclinaron sobre él, todos salvo Jordan. Merlyn encontró una ciudad en África. Jordan dijo tranquilamente que no quería ir a África.

Merlyn se retrepó en la silla, dejando de mirar el mapa. Miraba a Jordan. Cully les sorprendió a todos diciendo:

—Conozco una ciudad aquí en Portugal, Mercedas.

Se sorprendieron porque, por alguna razón, nunca habían imaginado que hubiese podido vivir en un sitio que no fuese Las Vegas. Y de pronto resultaba que conocía una ciudad de Portugal.

—Sí, Mercedas —dijo Cully—. Una ciudad muy bonita, y un clima excelente. La playa es magnífica. Y hay un pequeño casino con un límite máximo de cincuenta dólares. Sólo lo abren seis horas por noche. Puedes jugar a lo grande sin el menor peligro. ¿Qué te parece esto, Jordan? ¿Te sirve Mercedas?

—Vale —dijo Jordan.

Diane empezó a planear el itinerario.

—De Los Angeles por el Polo Norte a Londres. Luego un vuelo a Lisboa. Luego supongo que puedes ir en coche a Mercedas.

—No —dijo Cully—. Hay aviones hasta otra ciudad grande que queda cerca. No recuerdo cómo se llama.

Y debes salir de Londres rápidamente. Los clubs de juego de allí son criminales.

—Tengo que dormir algo —dijo Jordan.

Cully le miró.

—Dios mío, sí, estás hecho una mierda. Sube a tu habitación y duerme. Nosotros nos encargaremos de todo. Ya te despertaremos antes de que salga el avión. Y no se te ocurra volver a bajar al casino. El Niño y yo estaremos vigilando.

—Jordan —dijo Diane—, tendrás que darme algo de dinero para los billetes.

Jordan sacó del bolsillo un inmenso fajo de billetes de cien y los echó sobre la mesa. Diane contó cuidadosamente treinta.

—No puede costar más de tres mil dólares en primera clase, ¿verdad? —preguntó.

Cully movió la cabeza.

—Dos mil como máximo —dijo—. Resérvale plazas de hotel también.

Luego cogió el resto de los billetes de la mesa y volvió a meterlos en el bolsillo de Jordan.

Jordan se levantó y dijo, en un último intento:

—¿Queréis que os dé eso ahora?

—No —dijo rápidamente Merlyn—. Traería mala suerte, no lo aceptaremos hasta que cojas el avión.

Jordan vio la expresión de lástima y afecto en la cara de Merlyn. Luego Merlyn dijo:

—Duerme algo. Cuando te llamemos ya te ayudaremos a hacer el equipaje.

—Vale —dijo Jordan. Dejó la cafetería y bajó el pasillo que llevaba a su habitación. Se dio cuenta de que Cully y Merlyn le habían seguido hasta donde empezaba el pasillo para asegurarse de que no se paraba a jugar. Recordaba vagamente que Diane le había besado para despedirse y que incluso Cully le había apretado el hombro con afecto. Quién iba a pensar que un tipo como Cully había estado en Portugal.

Cuando entró en su habitación, cerró con llave la puerta y echó la cadena por dentro. Ahora estaba absolutamente seguro. Se sentó en el borde de la cama. Y de pronto sintió una tremenda cólera. Le dolía la cabeza y el cuerpo le temblaba de modo incontrolable.

¿Cómo se atrevían a sentir afecto por él? ¿Cómo se atrevían a mostrar compasión? No tenían ninguna razón... ninguna. Él jamás se había quejado. Jamás había buscado su afecto. Nunca había alentado en ellos ningún amor hacia él. No lo deseaba. Le repugnaba.

Se dejó caer sobre la almohada, tan cansado que no se sentía capaz de desvestirse. La chaqueta, repleta de fichas y dinero, resultaba demasiado incómoda y se libró de ella dejándola caer en el suelo alfombrado. Cerró los ojos y pensó que se quedaría dormido instantáneamente. Pero, por el contrario, aquel terror misterioso electrizó su cuerpo, forzándole a incorporarse. No podía controlar los violentos temblores de sus piernas y brazos.

La oscuridad de la habitación empezó a poblarse de los pequeños espectros de la aurora. Jordan pensó que podría llamar a su mujer y explicarle la fortuna que había ganado. Pero sabía que no podía. Tampoco podía contárselo a sus hijos. Ni a ninguno de sus viejos amigos. En los últimos fragmentos grises de aquella noche no había una persona en el mundo a quien quisiese deslumbrar con su buena suerte. No había una persona en el mundo con quien pudiese compartir su alegría por haber ganado aquella gran fortuna.

Se levantó de la cama para hacer el equipaje. Era rico y debía ir a Mercedas. Empezó a llorar; una tristeza y una cólera abrumadoras lo ahogaban todo. Vio el revólver allí en la maleta y luego su mente quedó envuelta en una confusa nebulosa. Escenas de las últimas dieciséis horas de juego se revolvían en su cerebro, los dados relampagueaban números ganadores, las mesas de veintiuno con sus manos ganadoras, la mesa de bacarrá sembrada de los blancos y pálidos rostros de las muertas cartas boca arriba. Ensombreciendo aquellas cartas, un croupier, de corbata negra y deslumbrante camisa blanca, alzaba una mano, diciendo:

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