—Fue mi amiga Daisy —dijo Cully—. Ella me convirtió en ciudadano japonés.
Gronevelt frunció un poco el ceño.
—Las mujeres son peligrosas —dijo—. Los hombres como tú y como yo no podemos permitirnos dejarlas acercarse demasiado. Ésa es nuestra fuerza. Las mujeres pueden liquidarte por nada. Los hombres son más sensibles y más dignos de confianza —suspiró y luego continuó—: en fin, no tengo que preocuparme por ti en ese aspecto. Repartes muy bien tus billetes.
Volvió a suspirar, sacudió levemente la cabeza y retornó al asunto:
—El único problema en todo esto es que no hemos dado nunca con un medio seguro de sacar dinero de Japón. Tenemos deudas allí por valor de una fortuna, pero yo no daría un centavo por ellas. Los problemas son muchos. En primer lugar, si el gobierno japonés te descubre, te pasas dos años enjaulado. Por otra parte, en cuanto te hagas con el dinero, te convertirás en objetivo de todos los gánsters. Los delincuentes japoneses tienen un servicio de espionaje magnífico. Sabrán inmediatamente cuándo recoges el dinero. Dos o tres millones de dólares en yens ocuparán mucho espacio. Una gran maleta. En Japón pasan la maleta por rayos X. Y luego, ¿cómo convertir los yens en dólares norteamericanos? ¿Cómo entrar en Estados Unidos? Además, aunque creo que puedo garantizarte que no ocurrirá, ¿qué me dices de los gánsters de acá? La gente de este hotel sabrá que te enviamos allí a recoger el dinero. Tengo socios, pero no puedo garantizarte la discreción de todos ellos. Además, por puro accidente, puedes perder el dinero. Imagínate la situación en que te verías. Si perdieras el dinero, siempre sospecharíamos que eras culpable, a menos que te mataran.
—Ya he pensado todo eso —dijo Cully—. Comprobé en caja y tenemos por lo menos otro millón, o dos millones, en deudas de otros jugadores japoneses. Así que me traería cuatro millones.
Gronevelt se echó a reír.
—En un viaje eso sería un juego peligroso. Un mal porcentaje.
—Bueno —dijo Cully—. Puede hacerse en un viaje, en dos o en tres. Primero he de ver cómo se puede hacer.
—Estás corriendo riesgos en todos los sentidos —dijo Gronevelt—. Según mi criterio, no sacas nada de este asunto. Si ganas, no ganas nada. Si pierdes, lo pierdes todo. Si te prestas a algo así, los años que he pasado enseñándote, no han servido de nada. En fin, ¿por qué quieres hacer esto? No hay ningún porcentaje para ti.
—Mira, lo haré por mi cuenta y sin ayuda —dijo Cully—. Si la cosa va mal, la responsabilidad es toda mía. Pero si trajese los cuatro millones de dólares, me gustaría que me nombrasen encargado general del hotel. Yo sabes que soy de los tuyos. Nunca iría contra ti.
Gronevelt lanzó un suspiro.
—Es una jugada horrible la que haces. Me fastidia que lo hagas.
—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Cully. Procuró borrar el júbilo de su voz. No quería que Gronevelt supiese lo ansioso que estaba.
—Sí —dijo Gronevelt—. Pero coge sólo los dos millones de Fummiro, no te preocupes del dinero que nos deben los otros. Si algo fuese mal, perderíamos sólo esos dos millones.
Cully se echó a reír, jugando su juego.
—Sólo perdemos un millón, el otro es de Fummiro. ¿No te acuerdas?
Pero Gronevelt dijo, muy serio:
—Es todo nuestro. En cuanto ese dinero esté en nuestra caja, Fummiro lo jugará y acabará perdiéndolo. Eso es lo positivo del asunto.
A la mañana siguiente, Cully llevó a Fummiro al aeropuerto en el Rolls Royce de Gronevelt. Le hizo un obsequio caro: un estuche antiguo, del renacimiento italiano, lleno de monedas de oro. Fummiro se entusiasmó, pero Cully percibió cierta curiosidad maliciosa tras sus efusiones de alegría. Por fin Fummiro dijo:
—¿Cuándo viene usted al Japón?
—Tardaré de dos semanas a un mes —dijo Cully—. Ni siquiera el señor Gronevelt sabrá el día exacto. Usted ya comprende por qué.
Fummiro asintió.
—Sí, ha de tener mucho cuidado. El dinero le estará esperando.
Cuando regresó al hotel, Cully se puso en contacto con Nueva York, con Merlyn.
—Merlyn, viejo amigo, ¿qué te parece si me acompañas en un viaje al Japón, con todos los gastos pagados, geishas incluidas?
Hubo una larga pausa al otro lado del hilo, y luego Cully oyó que Merlyn decía:
De acuerdo.
Lo de ir a Japón me pareció una idea estupenda. De todos modos, tenía que estar en Los Angeles a la semana siguiente para trabajar en la película, así que allí estaría a medio camino. Y estaba peleándome tanto con Janelle que quería descansar un poco de ella. Sabía que se tomaría mi marcha a Japón como un insulto personal, y eso me complacía.
Vallie me preguntó cuánto tiempo estaría en Japón, y le dije que más o menos una semana. A ella no le importaba que fuese; nunca le importaba nada. De hecho, siempre se sentía feliz al verme marchar, y yo estaba demasiado inquieto en casa, le destrozaba los nervios. Ella pasaba mucho tiempo visitando a sus padres y a otros miembros de su familia, y se llevaba a los niños con ella.
Cuando llegué a Las Vegas, Cully estaba esperándome con el Rolls Royce en la pista misma, así que ni siquiera tuve que ir andando hasta los edificios del aeropuerto. Esto disparó algún timbre de alarma en mi cabeza.
Mucho tiempo atrás, Cully me había explicado por qué esperaba a veces a algunas personas dentro mismo del campo de aterrizaje. Lo hacía para eludir las cámaras ocultas con las que el FBI controlaba a los pasajeros.
Donde convergían todos los pasillos, en la sala de espera central del aeropuerto, había un inmenso reloj. Detrás del reloj, en cabinas especiales construidas para este fin, había cámaras cinematográficas que registraban los grupos de ansiosos jugadores que llegaban de todo el mundo a Las Vegas. De noche, el equipo de servicio del FBI repasaba la cinta y la cotejaba con su lista de personas buscadas. Ladrones de banco, estafadores, falsificadores de moneda, raptores y extorsionistas se quedaban asombrados al verse atrapados antes de tener posibilidad de jugarse sus ganancias mal habidas.
Cuando le pregunté a Cully cómo sabía esto, me dijo que tenía a un antiguo agente de alto nivel del FBI trabajando como jefe de seguridad en el hotel. Así de simple.
También me di cuenta de que Cully había conducido él mismo el Rolls. No traía chófer. Condujo el coche hasta la zona de equipajes y allí nos quedamos sentados mientras esperábamos a que sacasen mis cosas. Entonces, Cully me informó.
Primero me advirtió que no dijese a Gronevelt que íbamos a ir a Japón a la mañana siguiente. Luego me habló de nuestra misión, los dos millones de dólares en yens que tendríamos que sacar ilegalmente del Japón, y de los peligros que corríamos.
—Mira —dijo con toda sinceridad—, no creo que haya ningún peligro, pero quizás tú no pienses lo mismo. Si no quisieras ir, lo entendería.
Pero él sabía que yo no tenía ninguna posibilidad de rechazarle. Le debía el favor. En realidad, le debía dos favores. Le debía el no estar en la cárcel, y le debía el haberme entregado de nuevo mis treinta mil dólares cuando terminaron los problemas. Me los había dado en metálico, en billetes de veinte dólares, y yo había metido el dinero en cuentas de ahorro de Las Vegas. La coartada sería que lo había ganado jugando, y Cully y su gente estaban dispuestos a cubrirme. Pero nunca llegó a darse el caso. Todo el escándalo del ejército de la reserva murió.
—Siempre quise ir a Japón —dije—. No me importa ser tu guardaespaldas, ¿tengo que llevar revólver?
—¿Quieres que nos maten? —dijo Cully horrorizado—. Si quisieran quitarnos el dinero, tendríamos que dejarles. Nuestra protección es el secreto y la rapidez de movimientos. Lo tengo todo pensado.
—¿Entonces para qué me necesitas? —le pregunté. Sentía curiosidad y cierta inquietud. No tenía sentido.
Cully suspiró.
—El viaje a Japón es muy largo —dijo Cully—. Necesito compañía. Podemos jugar en el avión, y andar por Tokio y divertirnos un poco. Además, tú eres un gran tipo, y si se nos acerca algún raterillo aficionado puedes asustarle.
—De acuerdo —dije. Pero no me convencía del todo el asunto.
Aquella noche cenamos con Gronevelt. No tenía buen aspecto. Pero estuvo muy simpático, contando historias de sus primeros tiempos en Las Vegas. Cómo había hecho su fortuna en dólares libres de impuestos antes de que el gobierno federal enviase un ejército de espías y contables a Nevada.
—Hay que hacerse rico en la oscuridad —dijo Gronevelt. Era su constante obsesión, algo parecido al premio Nobel de Osano.
—En este país todo el mundo tiene que hacerse rico en la oscuridad —insistió—. Hay miles de pequeños negocios y tiendas que se dedican a evadir dinero, y luego las grandes empresas que crean una llanura legal de oscuridad.
Pero en ningún sitio había tantas oportunidades como en Las Vegas. Gronevelt sacudió el habano y dijo con satisfacción:
—Ésa es la fuerza de Las Vegas. Aquí puedes hacerte rico en la oscuridad mejor que en ningún sitio. Ahí está su fuerza.
—Merlyn se queda sólo por esta noche —dijo Cully—. Creo que iré a Los Angeles mañana con él a comprar antigüedades. Y de paso puedo ver a esa gente de Hollywood que nos debe dinero.
Gronevelt dio una larga chupada al habano.
—Buena idea —dijo—. Estoy quedándome sin regalos. ¿Sabes cómo se me ocurrió esa idea de hacer regalos? Pues lo leí en un libro sobre juego que se publicó en 1870. La cultura es una gran cosa.
Se levantó con un suspiro; la señal para que nos fuéramos. Veíamos el Strip desde allí, con sus millones de luces rojas y verdes, y a lo lejos las oscuras montañas del desierto.
—Él sabe que vamos —dije a Cully.
—Si lo sabe, que lo sepa —dijo Cully—. Nos veremos para desayunar a las ocho. Hay que salir temprano.
A la mañana siguiente volamos de Las Vegas a San Francisco. Cully llevaba una cartera de magnífico cuero marrón, con los cantos de metal mate. Tenía también tiras metálicas. El cierre era sólido y pesado. Tenía un aspecto formidable.
—No se abrirá —dijo Cully—. Y nos será siempre fácil localizarla entre las otras maletas.
Yo jamás había visto una maleta como aquélla, y se lo dije:
—Es antigua; la encontré en Los Angeles —me dijo Cully muy satisfecho.
Subimos en el avión de las líneas aéreas japonesas, con sólo quince minutos de tiempo. Cully lo había programado todo muy justo deliberadamente. En el largo viaje jugamos al gin; cuando aterrizamos en Tokio le había ganado seis mil dólares. Pero parecía no importarle. Se limitó a darme una palmada en la espalda y a decirme:
—Ya ganaré yo en el viaje de vuelta.
Fuimos en un taxi a nuestro hotel de Tokio. Yo estaba deseando ver la fabulosa ciudad del lejano oriente. Pero aquello era un Nueva York más mísero y más contaminado. Parecía también un Nueva York a escala más pequeña, con gente más pequeña, edificios más bajos, el oscuro horizonte era como una versión en miniatura del familiar y sobrecogedor horizonte neoyorkino. Cuando llegamos al centro de la ciudad, vi que algunos hombres llevaban máscaras blancas de gasa quirúrgica. Tenían un aire extraño. Cully me dijo que los japoneses de los centros urbanos llevaban esas máscaras para protegerse de las infecciones pulmonares provocadas por la atmósfera muy contaminada.
Pasamos ante edificios y tiendas que parecían de madera, como decorados de película, y mezclados con ellos había modernos rascacielos y edificios de oficinas. Las calles estaban llenas de gente, la mayoría con ropa occidental; algunos, principalmente mujeres, con diversos tipos de kimonos. Era una mezcla desconcertante de estilos.
El hotel fue decepcionante. Era moderno y norteamericano. El inmenso vestíbulo tenía una alfombra color chocolate y grandes sillones de cuero negro. En la mayoría de estos sillones había pequeños japoneses que vestían trajes negros como los de los hombres de negocios norteamericanos y que llevaban carteras. Podría haber sido el Hilton de Nueva York.
—¿Esto es oriente? —dije a Cully.
Cully movió la cabeza impaciente.
—Esta noche tenemos que dormir bien. Mañana haré mi negocio y por la noche te enseñaré cómo es de verdad Tokio. Lo pasarás muy bien, no te preocupes.
Tomamos una suite de dos dormitorios. Deshicimos las maletas y me di cuenta de que Cully llevaba muy poca cosa en su monstruo de cuero y metal. Los dos estábamos cansados del viaje y, aunque sólo eran las seis, hora de Tokio, nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente, sentí llamar a la puerta de mi dormitorio.
—Vamos —dijo Cully—. Es hora de levantarse.
Amanecía en aquel momento.
Pidió desde la habitación el desayuno, que me decepcionó. Empecé a hacerme a la idea de que no iba a ver gran cosa del Japón. Nos dieron huevos con tocino, café y zumo de naranja e incluso unos bollos ingleses. Lo único oriental eran unos pasteles. Los pasteles eran inmensos y el doble de gruesos de lo que debían ser. Parecían más bien inmensas planchas de pan, y tenían un color amarillo rancio muy raro. Probé uno y juro que sabía como a pescado.
—¿Qué demonios es esto? —le dije a Cully.
—Son pasteles, pero hechos con aceite de pescado —dijo.
—Paso —dije yo, y empujé el plato hacia él.
Cully los terminó con verdadero gusto.
—Lo único que hay que hacer es acostumbrarse a ellos —dijo.
Mientras tomábamos café, le pregunté:
—¿Cuál es el programa?
—Hace un día maravilloso —dijo Cully—. Daremos un paseo y te lo explicaré.
Me di cuenta de que no quería hablar en la habitación. Temía que pudiese estar controlada.
Salimos del hotel. Aún era muy temprano. Acababa de salir el sol. Doblamos una esquina, entramos por una calle lateral, y, de pronto, me vi en oriente. Por todas partes había casas pequeñas, y a lo largo de la acera se extendían enormes montones de basura de color verde que formaban una pared.
En las calles había poca gente. Pasó a nuestro lado un hombre en bicicleta, con su kimono negro flotando detrás. Aparecieron de pronto ante nosotros dos tipos musculosos con pantalones y camisas caqui y máscaras de gasa. Tuve un pequeño sobresalto y Cully se echó a reír mientras los dos hombres doblaban por otra calle lateral.
—Demonios —dije—, esas máscaras son tan raras.
—Ya te acostumbrarás a ellas —dijo Cully—. Ahora escucha atentamente. Quiero que sepas todo lo que va a pasar, para que no cometas ningún error.