Los tontos mueren (60 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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—Sabes —dijo un día Alice—, podríamos tener a Richard siempre con nosotras.

—Ay, Dios mío, ojalá pudiéramos —dijo Janelle—. Pero no tenemos tiempo para ocuparnos de él.

—Claro que lo tenemos —dijo Alice—. Mira, pocas veces trabajamos al mismo tiempo. Además, él tiene que ir a clase. En vacaciones, puede ir a un campamento. Si hay algún problema, podemos contratar a alguien. Creo que serías mucho más feliz si Richard viviese contigo.

Para Janelle era una tentación. Se daba cuenta de que la relación entre ambas se haría mucho más sólida y permanente si Richard viviese con ellas. Pero no le parecía mala idea. Estaba consiguiendo trabajo suficiente en el cine para vivir con holgura. Podían buscar incluso un apartamento mayor y decorarlo bien.

—De acuerdo —dijo—. Le escribiré a Richard, a ver qué le parece todo esto.

Nunca lo hizo. Sabía que su ex marido no iba a aceptarlo. Y además no quería que Alice pasase a ser demasiado importante para ella.

38

Cuando estuve seguro de que Janelle era bisexual, de que Alice era también su amante, sentí un gran alivio. Qué demonios. Dos mujeres haciendo el amor juntas era como dos mujeres cosiendo juntas. Se lo dije a Janelle para fastidiarla. Además, su relación era para mí una suerte. Mi posición era la de un individuo con una amante casada, cuyo marido era comprensivo y mujer, una gran combinación.

Pero nada es simple. Poco a poco, fui comprendiendo que Janelle amaba a Alice por lo menos tanto como a mí. Aún peor, llegué a darme cuenta de que Alice amaba a Janelle mejor que yo. En cierto modo, esto era menos egoísta y mucho menos perjudicial para Janelle. Porque yo sabía, por entonces, que no estaba haciéndole mucho bien a Janelle emocionalmente. Daba igual que fuese una tramposa sin esperanzas. Que ningún tipo fuese a resolverle nunca sus problemas. Yo estaba utilizándola como un instrumento para mi placer. También era válido. Pero yo esperaba que ella aceptase un puesto estrictamente subordinado en mi vida. Después de todo, yo tenía mi mujer, mis hijos y mi obra literaria. Sin embargo, esperaba que ella me pusiese a mí por encima de todo.

Hasta cierto punto, todo en esta vida es un negocio. Y yo estaba sacando más rendimiento del negocio que ella. Era así de simple.

Pero aquí es donde entra lo peliagudo del asunto, cuando se tiene una amante bisexual. Janelle se puso enferma estando yo en Los Angeles. Tuvo que ir al hospital a operarse de un quiste en un ovario. Con esto y con algunas complicaciones se pasó diez días en el hospital. Le mandé flores, claro, toneladas y toneladas de flores. La farsa habitual que tanto agrada a las mujeres y que tan libres deja a los hombres para hacer lo que quieran. Desde luego, fui a verla todas las noches, y pasaba más o menos una hora con ella. Pero Alice estaba allí todo el día. A veces, estaba cuando llegaba yo y salía siempre de la habitación un ratito para que Janelle y yo pudiésemos estar solos. Quizás supiese que a Janelle le gustaba que le cogiese los pechos desnudos mientras hablaba con ella. No era una cosa sexual, sino que la confortaba. Dios mío, cuántas cosas sexuales son sólo eso, como un baño caliente, una gran cena, un buen vino, algo confortante. Ay, si uno pudiese llegar al sexo sólo de ese modo, sin amor y sin otras complicaciones.

En fin, esta vez Alice se quedó en la habitación con nosotros. A mí, siempre me había sorprendido la dulzura de la cara de Alice. De hecho, las dos parecían hermanas, eran dos mujeres de un aspecto muy dulce, suaves y femeninas. Alice tenía la boca pequeña y casi fina, y este tipo de bocas suelen dar una impresión de mezquindad, pero la suya no. Me gustaba muchísimo. ¿Por qué demonios no había de gustarme? Ella estaba haciendo todo el trabajo sucio que debería hacer yo. Pero yo era un tipo ocupado. Además estaba casado. Tenía que salir para Nueva York al día siguiente. Quizás si Alice no hubiese estado allí, yo habría hecho todo lo que hizo ella. Pero no lo creo.

Había conseguido colarme con una botella de champán para celebrar nuestra última noche juntos. Pero no me importaba compartirla con Alice. Janelle tenía tres vasos escondidos. Alice abrió la botella. Era muy habilidosa.

Janelle llevaba un camisón de encaje muy bonito. Como siempre, tenía un aire muy dramático, allí echada en la cama. Me di cuenta de que, deliberadamente, no se había puesto maquillaje para mi visita con el fin de representar su papel. Demacrada, pálida, otra Camille. Salvo que ella, en realidad, estaba estupendamente y desbordaba vitalidad. Sus ojos brillaban alegres mientras sorbía el champán. Tenía atrapadas en aquella habitación a las dos personas que más quería. Dos personas a las que no les estaba permitido ser malas con ella en ningún sentido, ni herir de ningún modo sus sentimientos. Ni siquiera impedirle ser mala con ellas. Y quizás fue esto lo que la hizo estirarse y coger mi mano entre las suyas mientras Alice nos contemplaba.

Desde que conocía sus relaciones, había procurado cuidadosamente no actuar como un amante delante de Alice. Y Alice jamás hacía patente su relación sexual con Janelle. Observándolas, podías jurar que se trataba de dos hermanas o dos buenas amigas. Tenían una relación absolutamente normal. Sólo Janelle traicionaba a veces su intimidad obligando a Alice a hacer cosas lo mismo que un marido dominante.

Alice echó su silla hacia atrás apoyándola en la pared, alejándose de la cama, alejándose de nosotros, como si nos otorgase la condición oficial de amantes. Por alguna razón, este gesto tan generoso me afectó dolorosamente.

Supongo que las envidiaba. Estaban tan cómodas una con otra que podían permitirse concederme aquello, podían admitir mi posición privilegiada como amante oficial. Janelle jugueteó con los dedos en mi mano. Y entonces me di cuenta de que no hacía aquello por perversidad, sino con un verdadero deseo de hacerme feliz, así que le sonreí. En la hora siguiente, terminaríamos el champán y yo me iría, tomaría el avión para Nueva York, y ellas se quedarían solas y Janelle amaría a Alice. Y Alice lo sabía. Igual que sabía que Janelle debía disponer de aquel momento conmigo. Resistí el impulso de apartar la mano. Habría sido una falta de generosidad por mi parte, y la mística masculina obliga a los hombres a ser básicamente más generosos que las mujeres. Pero yo sabía que mi generosidad era forzada. Estaba deseando marcharme.

Por fin pude darle a Janelle el beso de despedida. Prometí llamarla al día siguiente. Nos abrazamos cuando Alice salió discretamente de la habitación. Pero estaba esperándome afuera y me acompañó hasta el coche. Me dio otro de sus suaves besos en la boca.

—No te preocupes —dijo—. Pasaré la noche con ella.

Janelle me había dicho que, después de la operación, Alice se había pasado toda la noche acurrucada en el sillón, así que no me sorprendió.

—Cuídate tú, y gracias —me limité a decir, y entré en el coche y salí hacia el aeropuerto.

Antes de que el avión iniciase su viaje hacia el este ya había oscurecido. Nunca podía dormir en vuelo.

Y así pude pensar en Alice y en Janelle, allí en el dormitorio del hospital, tan a gusto juntas, y me alegré de que Janelle no estuviese sola. Y me alegró también pensar que por la mañana temprano podría estar desayunando con mi familia.

39

Una de las cosas que nunca le confesé a Janelle fue que mis celos no eran meramente románticos, sino pragmáticos. Investigué la literatura de las novelas románticas, pero en ninguna novela pude ver que se admitiera que una de las razones de que un hombre casado desee que su amante le sea fiel es que teme atrapar una blenorragia, o algo peor, y transmitírselo a su esposa. Supongo que una de las razones de que no pudiera confesarse tal cosa a la amante es que el hombre casado miente normalmente y dice que ya no duerme con su mujer. Y como aún se acuesta con su mujer, si la contagiase, si es un ser humano, tendría que decírselo a las dos. Está clavado en el cuerno doble de la culpa.

Así pues, una noche le hablé a Janelle de esto. Ella me miró ceñuda y dijo:

—¿Y si te contagia tu mujer y tú me contagias a mí? ¿O no crees posible tal cosa?

Jugábamos nuestro juego habitual de pelearnos, sin pelear en realidad. Era en el fondo un duelo de ingenio en el que estaban permitidos el humor y la verdad, e incluso cierta crueldad, aunque no la brutalidad.

—Por supuesto —dije—. Pero hay menos posibilidades. Mi mujer es una católica bastante estricta. Es virtuosa.

Alcé la mano para silenciar la protesta de Janelle y seguí:

—Y es más vieja que tú, y no tan guapa, y tiene menos oportunidades.

Janelle se suavizó un poco. Cualquier halago a su belleza podía suavizarla.

Luego dije, con una sonrisilla:

—Pero tienes razón. Si mi mujer me contagiase y yo te contagiase a ti, no me sentiría culpable. Eso estaría muy bien. Sería una especie de justicia, puesto que tú y yo delinquimos juntos.

Janelle no pudo aguantar más. Casi dio un salto.

—No puedo creer que hayas dicho una cosa así. Me parece increíble. Quizás yo esté cometiendo un delito —dijo—, pero tú eres sencillamente un cobarde.

Otra noche, a primeras horas de la madrugada, cuando como siempre no podíamos dormir por lo excitados que estábamos después de haber hecho el amor un par de veces y haber bebido una botella de vino, se puso tan pesada e insistió tanto que le hablé de cuando era niño en el hospicio.

De niño yo utilizaba los libros como magia. En el dormitorio, en plena noche, separado y solo, una soledad como no he vuelto a sentir desde entonces, podía huir y escapar leyendo y tejía luego fantasías propias. Los libros que más me gustaban a aquella primera edad de los diez, once y doce años, eran las leyendas románticas de Roldan, Carlomagno, el Oeste norteamericano, y sobre todo el rey Arturo y su Tabla Redonda, y sus bravos caballeros Lancelote y Galahad. Pero sobre todos prefería a Merlin porque me identificaba con él. Y luego tejía mis fantasías, mi hermano Artie era el rey Arturo y eso estaba bien, porque Artie tenía toda la nobleza y la honradez del rey Arturo, la honestidad y la fidelidad de propósito, el amor capaz de perdonar que no poseía yo. De niño, en mis fantasías, me imaginaba astuto y previsor y estaba absolutamente convencido de que regiría mi propia vida por una especie de magia. Y por eso me gustaba el mago del rey Arturo, Merlin, que había vivido el pasado, podía prever el futuro y era inmortal y lo sabía todo.

Por entonces ideé el truco de trasladarme concretamente yo mismo del presente al futuro. Lo usé toda mi vida. De niño, en el hospicio, me convertía en un joven con amistades cultas e inteligentes. Podía ponerme a vivir en un lujoso apartamento y en el sofá de aquel apartamento hacer el amor con una mujer hermosa y apasionada.

Durante la guerra, en guardias tediosas o patrullando, me proyectaba en el futuro, a cuando fuese de permiso a París y comiese bien y me acostase con exuberantes putas. Bajo el fuego artillero podía desaparecer mágicamente y verme descansando en los bosques junto a un arroyo rumoroso, leyendo un libro querido.

Resultaba, resultaba de veras. Yo desaparecía mágicamente. Y me acordaba más tarde, cuando estaba haciendo de verdad aquellas cosas magníficas, recordaba los tiempos terribles y era como si hubiese escapado de ellos por completo, como si nunca hubiese sufrido, como si fuesen sólo sueños.

Recuerdo mi conmoción y mi asombro cuando Merlin le dice al rey Arturo que ha de gobernar sin su ayuda porque él, Merlin, estará preso en una cueva por obra de una joven hechicera a la que ha enseñado todos sus secretos. Como el rey Arturo, yo preguntaba por qué. ¿Por qué Merlin enseñaría a una joven toda su magia, así sencillamente, para que pudiese convertirle en prisionero suyo, y por qué decía tan contento que iba a dormir mil años en una cueva, sabiendo cuál había de ser el trágico final de su rey? Yo no podía entenderlo. Sin embargo, al hacerme mayor, tenía la sensación de que también yo podría hacer lo mismo. Todo gran héroe, había aprendido, debe tener una debilidad, y ésa sería la mía.

Había leído muchas versiones diferentes de la leyenda del rey Arturo, y en una había visto un dibujo de Merlin en que aparecía como un hombre de larga barba gris con un sombrero cónico tachonado de estrellas y signos del Zodíaco. En el taller del hospicio me hice un sombrero así y me lo ponía y lo llevaba. Me gustaba mucho aquel sombrero. Hasta que un día, uno de los chicos me lo robó, y no volví a verlo, y nunca me hice otro. Había utilizado aquel sombrero para sembrar conjuros mágicos a mi alrededor, para llegar a ser el héroe que había de ser; por las aventuras que correría, las grandes hazañas que ejecutaría y la felicidad que hallaría. Pero, en realidad, el sombrero no era necesario. De cualquier modo, las fantasías se tejían solas. Mi vida en aquel hospicio parece un sueño. Yo nunca estuve allí. Yo era realmente Merlin a los diez años. Era un mago, y nada podría herirme nunca.

Janelle me miraba con una sonrisilla.

—Te crees que eres Merlin, ¿verdad? —dijo.

—Un poquito —dije.

Volvió a sonreír, sin decir nada. Bebimos un poco de vino, y luego dijo de pronto:

—Sabes, a veces soy un poco retorcida, y me da miedo, de veras, serlo contigo. Dime, ¿qué te parece si hacemos una cosa? Verás, uno de nosotros inmoviliza al otro y luego hace el amor con el que está inmovilizado. ¿Qué te parece? Déjame que te inmovilice y entonces haré el amor contigo y tú estarás en mis manos. Es muy divertido, verás.

Me sorprendió porque habíamos probado a hacer cosas raras antes y habíamos fracasado. Una cosa sabía yo: nadie me ataría nunca. Así que se lo dije:

—De acuerdo, yo te ataré a ti, pero tú no me atarás a mí.

—Eso no es justo —dijo Janelle—. Eso no es jugar limpio.

—Me importa un carajo —dije—. A mí nadie me ata. ¿Cómo sé que cuando me hayas atado no te vas a dedicar a ponerme cerillas encendidas en los pies o a clavarme un alfiler en un ojo? Quizás después lo lamentes, pero de nada servirá.

—Vamos, no seas tonto. Sería una atadura simbólica. Te ataría con un pañuelo. Podrías desatarte en cuanto quisieras. Sería como un hilo. Tú eres escritor, sabes lo que significa «simbólico».

—No —dije.

Se echó en la cama, sonriéndome, con mucha frialdad.

—Y tú te crees Merlin —dijo—. ¿Pensaste que me ibas a dar lástima tú, pobrecito, en el orfanato imaginándote Merlin? Eres el mayor hijoputa que he conocido y acabo de demostrártelo. Nunca dejarás que una mujer te hechice ni te meta en una cueva o te ate los brazos con un pañuelo. No eres ningún Merlin, Merlyn.

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