Los tontos mueren (57 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Mientras seguíamos caminando a lo largo del muro de basura gris verdosa, Cully me explicó que iba a sacar de contrabando dos millones de dólares en yens japoneses y que el gobierno tenía normas muy estrictas sobre la exportación de la moneda nacional.

—Si me cazan, voy a la cárcel —dijo Cully—. A menos que Fummiro pueda resolverlo. O a menos que Fummiro vaya a la cárcel conmigo.

—¿Y yo? —dije—. Si te cogen a ti, ¿no me cogerán a mí?

—Tú eres un escritor famoso —dijo Cully—. Los japoneses sienten un gran respeto por la cultura. Se limitarán a echarte del país. Tú mantén la boca cerrada.

—Así que estoy aquí sólo para divertirme —dije. Sabía que era mentira y quería que él se diera cuenta de que lo sabía.

Luego se me ocurrió otra cosa:

—¿Cómo demonios vamos a pasar la aduana norteamericana? —dije.

—No lo haremos —dijo Cully—. El dinero lo soltaremos en Hong Kong. Es puerto franco. Los únicos que tienen que pasar por aduana son los que viajan con pasaportes de Hong Kong.

—Demonios —dije—. Ahora me dices que vamos a Hong Kong. ¿Y adónde iremos después, al Tíbet?

—Vamos, seriedad —dijo Cully—. No te asustes. Hice esto hace un año con un poco de dinero, sólo para probar.

—Proporcióname un revólver —dije—. Tengo mujer y tres hijos, cabrón, dame una oportunidad para poder luchar.

Pero lo decía en broma. Cully me tenía bien cogido.

Sin embargo, Cully no comprendió que yo bromeaba.

—No puedes llevar un arma —dijo—. Todas las líneas aéreas japonesas tienen un sistema electrónico de seguridad para controlar a los pasajeros y al equipaje de mano. Y la mayoría hacen pasar el equipaje que les entregas por rayos X.

Hizo una pequeña pausa y luego añadió:

—La única empresa que no pasa el equipaje por rayos X es Zathay. Así que si me pasa algo, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Ya me imagino solo en Hong Kong con dos millones —dije—. Tendría a otros tantos hombres persiguiéndome.

—No te preocupes —dijo suavemente Cully—. Nada pasará. Será una fiesta.

Me eché a reír, pero también estaba preocupado.

—En caso de que pase algo —dije—, ¿qué tengo que hacer en Hong Kong?

—Ir al Banco Futaba —dijo Cully— y preguntar por el vicepresidente. Él cogerá el dinero y lo cambiará por dólares de Hong Kong. Te dará un recibo y quizás te cobre veinte grandes. Luego convertirá los dólares de Hong Kong en dólares norteamericanos y te cargará otros cincuenta mil. Los dólares norteamericanos se enviarán a Suiza y te darán otro recibo. Al cabo de una semana, el Hotel Xanadú recibirá un giro del banco suizo por dos millones, menos lo que cobre el banco de Hong Kong. ¿Te das cuenta de lo fácil que es?

Pensé en el asunto mientras regresábamos al hotel. Por último, volví a mi pregunta original.

—¿Y para qué demonios me necesitas a mí?

—No me hagas más preguntas, haz exactamente lo que te digo —dijo Cully—. Me debes un favor, ¿no?

—Sí —dije. Y no hice más preguntas.

Cuando volvimos al hotel, Cully hizo algunas llamadas telefónicas, hablando en japonés, y luego me dijo que se iba.

—Volveré sobre las cinco —dijo—. Pero puede que me retrase un poco. Espérame aquí en la habitación. Si no he vuelto por la noche, coge por la mañana el avión de vuelta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dije.

Intenté leer en el dormitorio de la suite y luego creí oír ruidos en el salón, así que fui a leer allí. Pedí que me subieran la comida y cuando acabé de comer llamé a los Estados Unidos. Sólo tardaron cinco minutos en ponerme, lo cual me sorprendió. Creí que llevaría lo menos una hora.

Vallie cogió inmediatamente el teléfono, y noté por su tono que estaba encantada de que la hubiese llamado.

—¿Cómo es el misterioso oriente? —preguntó—. ¿Estás pasándolo bien? ¿Has ido ya a una casa de geishas?

—Aún no —dije—. Hasta ahora no hemos visto más que la basura de Tokio por la mañana. Y llevo desde entonces esperando a Cully. Está fuera por cuestión de negocios. Al menos, he conseguido ganarle seis grandes jugando al gin.

—Estupendo —dijo Valerie—. Puedes comprarnos a mí y a los niños algunos de esos fabulosos kimonos. Ah, por cierto, ayer te llamó un hombre que dijo que era amigo tuyo de Las Vegas. Dijo que esperaba verte allí. Le dije que estabas en Tokio.

Se me encogió el corazón. Luego dije, con tono indiferente:

—¿Dio su nombre?

—No —dijo Valerie—. No te olvides de nuestros regalos.

—No me olvidaré —dije yo.

Pasé el resto de la tarde preocupado. Llamé a las líneas aéreas pidiendo reserva de billete para volver a Estados Unidos a la mañana siguiente. De pronto, no estaba seguro de que Cully volviese. Comprobé en su dormitorio. La gran maleta había desaparecido.

Empezaba a oscurecer cuando entró Cully en la suite. Se frotó las manos, contento y feliz.

—Todo listo —dijo—. No hay que preocuparse. Esta noche nos divertiremos y mañana levantaremos el vuelo. Pasado mañana en Hong Kong.

—Llamé a mi mujer —dije—. Tuvimos una breve charla. Me dijo que había llamado un tipo de Las Vegas y había preguntado por mí. Ella le dijo que yo estaba en Tokio.

Esto le enfrió. Se quedó pensativo. Luego se encogió de hombros.

—¡Debió ser Gronevelt! —dijo Cully—. Es muy propio de él. Quería comprobar si su suposición era correcta. Es el único que tiene tu número de teléfono.

—¿Confías en Gronevelt en un asunto como éste? —le pregunté, e inmediatamente me di cuenta de que me había sobrepasado.

—¿Qué demonios quieres decir? —dijo Cully—. Ese hombre ha sido como un padre para mí durante todos estos años. Él fue quien me hizo. Demonios, confiaría en él más que en nadie. Más que en ti, incluso.

—Bien, bien —dije—. Entonces, ¿por qué no le dijiste cuándo venías? ¿Por qué le contaste ese cuento de que íbamos a Los Angeles a comprar antigüedades?

—Fue él quien me enseñó a operar así —dijo Cully—. Jamás le digas a nadie algo que no tenga que saber. Se sentirá orgulloso de mí por eso, aunque lo descubra. Hice las cosas como es debido.

Luego pareció tranquilizarse.

—Vamos —dijo—. Vístete. Esta noche vas a pasarlo como nunca en tu vida.

Por alguna razón, eso me recordó a Eli Hemsi.

Como todo el que ha visto películas sobre el oriente, yo había fantaseado con una noche en una casa de geishas. Mujeres hermosas e inteligentes consagradas a procurarme placer. Cuando Cully me dijo que iríamos con unas geishas, yo esperaba que me llevase a una de esas casas de alegre decorado y extrañas esquinas que había visto en las películas. Me quedé muy sorprendido, por tanto, cuando el chófer paró frente a un pequeño restaurante con fachada sobre una de las calles principales de Tokio. Parecía un restaurante chino de la parte baja de Manhattan. Pero un empleado nos guió a través del atestado local hasta una puerta que llevaba a un comedor privado. La estancia estaba lujosamente amueblada, a estilo japonés. Había farolillos de colores colgando del techo; una larga mesa que se elevaba sólo unos tres centímetros del suelo, decorada con platos exquisitamente coloreados, pequeñas copas, palillos de marfil. Había cuatro japoneses, los cuatro varones, que vestían kimonos. Uno de ellos era el señor Fummiro. Él y Cully se dieron la mano. Los otros se inclinaron. Cully me los presentó a todos. Yo había visto a Fummiro jugando en Las Vegas, pero nunca nos habían presentado. Luego entraron seis geishas, corriendo, con pasitos cortos. Estaban maravillosamente vestidas, con gruesos kimonos de brocado que llevaban bordadas flores de vivísimos colores. Tenían la cara maquillada con un polvo blanco. Se sentaron en cojines alrededor de la mesa, uno para cada una.

Siguiendo el ejemplo de Cully, me senté en uno de los cojines que había alrededor de la mesa. Las mujeres que servían trajeron unas bandejas inmensas de pescado y verdura. Cada geisha alimentaba al varón que tenía asignado. Usaban los palillos de marfil, cogiendo trozos de pescado y pequeños fragmentos de verdura. Nos limpiaban la boca y la cara con incontables servilletitas que eran como paños de cocina. Estaban húmedas y perfumadas.

Mi geisha se había colocado muy cerca de mí; apoyaba su cuerpo en el mío y, con una sonrisa encantadora y simpáticos gestos, me dio de comer y beber. Seguía llenando mi copa con una especie de vino, el famoso sake, supuse. El vino tenía muy buen gusto, pero la comida sabía demasiado a pescado, hasta que nos trajeron platos de carne de buey, cortada en cuadraditos y empapada en una salsa deliciosa.

Al verla de cerca, me di cuenta de que mi encantadora geisha debía tener por lo menos cuarenta años. Aunque apretaba su cuerpo contra el mío, sólo podía sentir el grueso brocado de su kimono; estaba amortajada como una momia egipcia.

Después de cenar, las chicas fueron haciendo turnos para entretenernos. Una tocó un instrumento musical parecido a una flauta. Yo había bebido ya tanto vino que aquella extraña música me sonaba como una gaita. Otra chica recitó lo que debía de ser un poema. Todos los hombres aplaudieron. Luego se levantó mi geisha. La animé. Se puso a dar unas sorprendentes volteretas.

De hecho, me asustó muchísimo saltando por encima de mi cabeza. Luego hizo igual con Fummiro, pero él la cogió en pleno vuelo e intentó darle un beso o algo parecido a un beso. Yo estaba demasiado borracho para ver claramente las cosas. Ella le eludió y le dio una leve palmada en la mejilla como reproche y ambos rieron alegremente.

Luego las geishas organizaron a los hombres en equipos. Comprendí con asombro que era un juego que se hacía con una naranja sobre un palo; tenías que morder la naranja con las manos a la espalda. Cuando lo hacías, una geisha intentaba hacer lo mismo por el otro lado. Como la naranja se movía entre los dos, las dos caras se rozaban en una caricia que hacía reír a las geishas.

Cully, que estaba detrás de mí, dijo en voz baja:

—Vaya, pues, la próxima vez jugaremos a hacer rodar la botella.

Pero sonreía efusivamente a Fummiro, que parecía estar pasándolo muy bien, gritándoles a las chicas en japonés e intentando agarrarlas. Había otro juego con palos y bolas, y yo estaba tan borracho que me divertía tanto como Fummiro. En determinado momento, caí en un montón de cojines y mi geisha me cogió la cara en el regazo y me la enjugó con una servilletita muy perfumada.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el coche con Cully y el chófer. Recorríamos calles oscuras, y luego el coche se detuvo frente a una gran mansión de la zona residencial. Cully indicó la verja y la puerta se abrió mágicamente. Vi entonces que estábamos en una verdadera casa oriental. La habitación no tenía más muebles que colchonetas de dormir. Las paredes eran realmente puertas correderas de madera fina. Caí en una de las colchonetas. Sólo quería dormir. Cully se arrodilló a mi lado.

—Pasaremos la noche aquí —murmuró—. Ya te despertaré por la mañana. Quédate aquí y duerme. Yo me ocuparé de todo.

Pude ver tras él el rostro sonriente de Fummiro. Me di cuenta de que Fummiro ya no estaba borracho y eso hizo sonar un timbre de alarma en mi mente. Intenté incorporarme en la colchoneta, pero Cully me obligó a echarme de nuevo. Y luego oí decir a Fummiro:

—Su amigo necesita compañía.

Me hundí en la colchoneta. Estaba demasiado cansado. Todo me daba igual. Me quedé dormido.

No sé cuánto tiempo dormí. Me despertó el ligero silbido de unas puertas correderas. A la luz difusa de los farolillos, vi a dos jóvenes japonesas con kimonos en tonos azul claro y amarillo que cruzaban la puerta. Llevaban una bañerita de madera llena de agua humeante. Me desvistieron y me lavaron de pies a cabeza, frotando mi cuerpo con sus dedos, masajeando todos los músculos. Mientras lo hacían tuve una erección; ellas se rieron y una me dio una palmadita. Luego, recogieron la bañera y desaparecieron.

Estaba lo bastante despierto para preguntarme dónde demonios estaría Cully, pero no lo bastante sobrio como para levantarme y buscarle. Daba igual. La pared se abrió de nuevo al correrse las puertas. Esta vez era una sola chica, nueva, y con sólo mirarla comprendí cuál sería su función.

Vestía un kimono verde, largo y flotante, que ocultaba su cuerpo. Pero era muy guapa de cara y además el exótico maquillaje realzaba aún más sus encantos. Su lindo pelo negro azabache se amontonaba en un moño en la parte superior de la cabeza, coronado con una brillante peineta que parecía hecha con piedras preciosas. Se acercó a mí y, antes de arrodillarse, pude ver que estaba descalza y que sus pies eran pequeños y muy bien formados. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo oscuro.

Las luces parecieron hacerse más difusas, y de pronto vi que estaba desnuda. Su cuerpo era de un blanco puro y lechoso, los pechos pequeños y plenos y los pezones de un rosa asombrosamente claro, como si estuviesen pintados. Se inclinó, se sacó la peineta del pelo y sacudió la cabeza. Cayeron largas guedejas negras que cubrieron su cuerpo; entonces empezó a besarme y a lamerme la piel, meneando la cabeza con pequeñas sacudidas, haciendo que el espeso y sedoso pelo negro me azotase los muslos. Me eché de espaldas. Tenía cálida la boca, áspera la lengua. Cuando intenté moverme, me empujó para que me estuviese quieto. Cuando terminó, se tendió a mi lado y apoyó mi cabeza en su pecho. Luego, durante la noche, desperté e hice el amor con ella. Cruzó las piernas detrás de mí y empujó con ferocidad, como si fuese una batalla entre nuestros dos órganos sexuales. Fue un polvo feroz y cuando alcanzamos el orgasmo ella lanzó un gritito y caímos fuera de la colchoneta. Luego, nos quedamos dormidos abrazados.

Me despertó otra vez la puerta al deslizarse. La habitación se llenó con la primera luz del día. La chica no estaba. Pero a través de la puerta abierta, en la habitación contigua, vi a Cully sentado sobre su inmensa maleta. Aunque estaba bastante lejos, pude ver que sonreía.

—Bueno, Merlyn, arriba que ya es hora —dijo—. Salimos para Hong Kong esta mañana.

La maleta era tan pesada que tuve que subirla yo al coche, Cully no podía con ella. No había chófer. Conducía Cully. Cuando llegamos al aeropuerto, dejó el coche aparcado a la entrada. Yo llevé la maleta, Cully iba delante para abrirme paso y guiarme hasta donde recogían los equipajes. Yo aún estaba groggy, y la inmensa maleta no hacía más que golpearme en las espinillas. En consignación, adjudicaron la maleta a mi billete. Pensé que daría igual, así que no dije nada al ver que Cully no se daba cuenta.

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