Los tontos mueren (40 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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—Podría ser otra Wendy —dije.

Sabía que Wendy ejercía siempre una especie de fascinación sobre él, pese a llevar tantos años divorciado y pese a los disgustos que le daba.

—Dios mío —dijo Osano—. Eso es precisamente lo que necesito.

Pero sonrió. Sabía lo que quería decir. Que quizás el pegar a las mujeres no le desagradase tanto, aunque quería demostrarme que me equivocaba.

—Wendy fue la única mujer de todas las que tuve que me hizo pegarle —dijo—. Las demás jodían con mis mejores amigos, me robaban dinero, me exigieron pensión, contaron mentiras sobre mí, pero nunca les pegué. Ni siquiera las odié. Soy buen amigo de todas ellas. Pero esa jodida Wendy es un caso especial. No se parece a ninguna. Si hubiese seguido casado con ella, habría acabado matándola.

Pero el caso del estrangulamiento del perro de aguas había corrido por los círculos literarios de Nueva York. Osano temía que pudiese afectar a sus posibilidades de conseguir el Nobel.

—A esos jodidos escandinavos les encantan los perros —decía.

Aceleró su campaña activa por el Nobel mandando cartas a todos sus amigos y conocidos del gremio. Siguió escribiendo artículos y comentarios sobre las obras de crítica más importantes en nuestra publicación. Además de ensayos sobre literatura que a mí siempre me parecieron pura palabrería. Muchas veces, al entrar en su oficina, le veía trabajando en su novela, llenando hojas pautadas amarillas. Su gran novela, porque era lo único que escribía con calma. El resto se limitaba a teclearlo con dos dedos en la máquina, en aquella mesa suya de ejecutivo, atestada de libros. Nunca vi escribir a nadie tan deprisa a máquina pese a que escribía con sólo dos dedos. Era literalmente como una ametralladora. Y escribiendo así, como una ametralladora, redactó la definición de lo que debía ser la gran novela norteamericana, explicó por qué Inglaterra ya no producía grandes obras de ficción, salvo en el género de espionaje, desmenuzó las últimas obras y a veces la obra completa de tipos como Faulkner, Mailer, Styron, Jones, cualquiera que pudiese significar competencia para el Nobel. Era tan inteligente, manejaba un lenguaje tan intenso, que convencía. Publicando toda aquella basura, destrozaba a sus adversarios y dejaba el campo despejado para él. El único problema era que cuando se acudía a su propia obra, sólo sus dos primeras novelas, publicadas veinte años atrás, podían darle base seria para una reputación literaria. El resto de sus novelas y ensayos no era tan bueno.

La verdad era que en los últimos diez años había perdido bastante de su popularidad y de su reputación literaria. Había publicado demasiados libros hechos precipitadamente, se había hecho demasiados enemigos por aquel pretencioso modo suyo de dirigir la publicación. Incluso cuando adulaba, alabando a figuras literarias poderosas, lo hacía con tal arrogancia y menosprecio, mezclándose él mismo de algún modo (su artículo sobre Einstein, por ejemplo, había versado tanto sobre Einstein como sobre él mismo), que se ganaba la enemistad de la gente a la que estaba dando coba. Escribió una cosa que provocó un auténtico escándalo. Dijo que la inmensa diferencia entre la literatura francesa y la inglesa del siglo XIX era que los escritores franceses tenían abundantes relaciones sexuales y los ingleses no. Nuestros lectores se enfurecieron.

Y para colmo de males, su conducta personal era escandalosa. Los editores de la publicación se habían enterado del incidente del avión, que se había filtrado en las columnas de chismorreo social. En una de sus conferencias en una universidad de California, conoció a una estudiante de literatura de diecinueve años que más parecía una aspirante a artista que una amante de los libros, aunque lo fuese realmente. Se la llevó a Nueva York a vivir con él. Ella aguantó unos seis meses; durante ese tiempo, la llevó a todas las fiestas literarias. Osano andaba por los cincuenta y tantos, y aunque aún no tenía el pelo canoso sí tenía una barriga respetable. Al verles juntos, uno se sentía incómodo. Sobre todo cuando Osano se emborrachaba y ella tenía que llevarle a casa. Además, Osano bebía en la oficina, durante el trabajo. Y estaba engañando a esa novia de diecinueve años con una novelista de cuarenta que acababa de publicar un libro que había sido un éxito de ventas. En realidad, el libro no era gran cosa, pero Osano escribió un ensayo de una página en nuestra publicación proclamándola futura gloria de la literatura norteamericana.

Y además, hacía algo que a mí me repugnaba profundamente. Escribía un comentario sobre cada amigo que se lo pedía. Así que aparecían pésimas novelas con un comentario de Osano que decía, por ejemplo: «ésta es la primera novela sureña desde
Yace en la oscuridad
de Styron». O «un libro estremecedor que le impresionará», lo cual era pura astucia porque intentaba cubrir las dos posibilidades, hacer un favor al amigo e intentar al mismo tiempo advertir al lector con un comentario ambiguo.

Yo veía claramente que, en cierto modo, estaba desmoronándose. Pensaba que quizás se estuviese volviendo loco. Pero no sabía por qué. Tenía un aire enfermizo, abotargado; sus ojos verdes tenían un brillo que no era realmente normal. Y había algo raro en su forma de andar, un fallo en el ritmo o un ligero balanceo hacia la izquierda, a veces. Me preocupaba. Porque, pese a desaprobar sus obras, a su lucha por el Nobel con todas las maniobras sucias, a su pretensión de joderse a todas las señoras con quienes entraba en contacto, le tenía afecto. Solía hablarme de la novela que yo estaba escribiendo, alentarme, aconsejarme; intentó prestarme dinero, aunque yo sabía que él estaba empeñado hasta las orejas y gastaba una suma enorme en mantener a sus cinco ex esposas y a sus ocho o nueve hijos.

Me sobrecogía la cantidad de lo que publicaba, aunque no fuesen nada del otro mundo. Aparecía siempre en una de las revistas mensuales, y a veces en dos o tres; publicaba todos los años un libro de ensayos sobre algún tema que los editores considerasen «en el candelero». Dirigía nuestra publicación y todas las semanas hacía un largo artículo de crítica. Trabajaba también algo para el cine; ganaba enormes sumas, pero estaba siempre sin un céntimo. Y yo sabía que debía una fortuna. No sólo en dinero que le habían prestado, sino en adelantos sobre futuros libros. Una vez se lo mencioné, le dije que estaba cavándose una fosa de la cual no podría salir, pero él se limitó a rechazar la idea con impaciencia.

—Tengo mi as en la manga —dijo— Tengo la gran novela casi terminada. La acabaré en un año, quizás. Y entonces volveré a ser rico. Y me iré a Escandinavia a por el Nobel. Piensa en todas las rubias grandotas que nos joderemos.

Siempre me incluía en el viaje a recoger el Nobel.

Nuestras mayores discusiones surgían cuando me preguntaba mi opinión sobre alguno de sus ensayos generales sobre literatura. Y yo le enfurecía con mi declaración ya proverbial de que era sólo un narrador.

—Eres un artista con inspiración divina —le decía—. Eres un intelectual, tienes un jodido cerebro que podría soltar palabrería suficiente para dar cien cursos sobre literatura moderna. Yo soy sólo un ladrón de cajas de caudales. Aplico el oído y esperó a oír el clic.

—Tú y tus cuentos —decía Osano—. No es más que una reacción contra mí. Tienes ideas. Eres un verdadero artista. Pero te gusta eso de ser un mago, un ilusionista, lo de que puedes controlarlo todo, lo que escribes, tu vida en general, que puedes eludir todas las trampas. Así es como operas tú.

—Tienes una idea errónea de lo que es un mago. Un mago hace magia —le dije—. Nada más.

—¿Y tú crees que eso basta? —preguntó Osano. Sonreía con cierta tristeza.

—Para mí basta —dije.

Osano denegó con la cabeza.

—Sabes, yo fui en tiempos un gran mago, lee mi primer libro. Todo magia, ¿no?

Me alegraba poder estar de acuerdo. Me gustaba aquel libro.

—Magia pura —dije.

—Pero no fue bastante —dijo Osano—. A mí no me bastó.

Entonces allá tú, pensé. Y pareció leer mi pensamiento.

—No, no es como tú crees —dijo—. Sencillamente no podría hacerlo otra vez porque no quiero hacerlo, o no puedo quizás. Después de ese libro, ya no fui un mago. Me convertí en escritor.

Me encogí de hombros con cierta displicencia, supongo. Osano se dio cuenta y dijo:

—Y mi vida se convirtió en una mierda, pero eso ya lo ves tú. Envidio tu vida. Lo tienes todo controlado. No bebes, no fumas, no andas detrás de las tías. Sólo escribes y juegas, y haces el papel de buen padre y buen marido. Eres un mago muy poco lucido, Merlyn. Un mago muy normal. Una vida normal, libros normales; has hecho desaparecer la desesperación.

Desde luego, yo le irritaba un poco. Pensaba que él iba hasta el tuétano. No sabía que la mitad de aquello era simple palabrería. Y a mí no me importaba, eso quería decir que mi magia estaba funcionando. Eso era todo lo que él podía ver, y eso estaba bien para mí. Él creía que yo tenía mi vida controlada, que no sufría o no me lo permitía, que no sentía los ramalazos de soledad que le empujaban a él a distintas mujeres, al trago, a aspirar cocaína. Había dos cosas que él no podía entender: que sufría porque realmente estaba volviéndose loco, no por sufrimiento. La otra, que todos los demás habitantes del mundo sufrían, estaban solos y hacían cuanto podían con su situación. Que no era nada admirable. De hecho, podías decir que la vida misma no era nada admirable, pese a su jodida literatura.

Y luego, de pronto, los problemas me llegaron de un sector inesperado. Un día que estaba en la oficina recibí una llamada de la mujer de Artie, Pam. Dijo que quería verme para algo importante. Y que quería verme sin Artie. ¿Podía ir inmediatamente? Sentí verdadero pánico. En el fondo del pensamiento, siempre estaba preocupado por Artie. Era realmente un ser frágil y siempre parecía cansado. Por su delicada belleza, traslucía la tensión más claramente que la mayoría. Tanto miedo me dio, que le supliqué a Pam que me dijese por teléfono lo que pasaba, pero no quiso. Me dijo que no había ningún problema físico, ningún diagnóstico médico amenazador, que era un asunto personal entre Artie y ella, y necesitaba que la ayudara.

Sentí de inmediato un alivio egoísta. Sin duda ella tenía un problema, pero Artie no. De todos modos, salí temprano del trabajo y fui en coche a Long Island a verla. Artie vivía en la orilla norte de Long Island y yo en la orilla sur. Así que, en realidad, no había mucha distancia. Pensé que podría escuchar lo que me contase y estar en casa para cenar, aunque llegara un poco tarde. No me molesté en llamar a Valerie.

Siempre me gustaba ir a casa de Artie. Sus cinco hijos eran buenos chicos y tenían muchos amigos que siempre andaban por allí, y a Pam no parecía importarle. Tenía grandes cantidades de bollos para darles y muchas botellas de leche. Había niños mirando la televisión y otros jugando en el césped. Les dije hola y me contestaron. Pam me llevó a la cocina, que tenía un gran ventanal. Había preparado café y me sirvió un poco. Estaba cabizbaja, pero de pronto alzó la mirada hacia mí y me dijo:

—Artie tiene una amante.

Pese a haber tenido cinco hijos, Pam tenía aún un aspecto muy juvenil y muy buen tipo. Alta, esbelta, y con una de esas caras sensuales con cierto aire de virgen. Procedía de una ciudad del Medio Oeste, Artie la había conocido en la universidad y su padre era presidente de un pequeño banco.

En las tres últimas generaciones de su familia, nadie había tenido más de tres hijos y ella, con sus cinco hijos, era para sus padres una heroína mártir. Los padres no podían entenderlo, pero yo sí. Una vez le había preguntado a Artie y él me había dicho:

—Detrás de esa cara de
madonna
hay una de las mujeres más calientes de Long Island. Y a mí me pasa igual.

Si cualquier otro marido hubiese dicho eso de su mujer, me hubiese parecido ofensivo.

—Suerte que tienes —le dije yo.

—Sí —dijo Artie—. Pero creo que ella lo lamenta por mí, sabes, la cosa del orfanato. Y quiere que no vuelva a sentirme solo nunca. Es más o menos eso.

—Suerte, tienes mucha suerte —había dicho yo.

Y así pues, cuando Pam hizo su acusación, me enfadé un poco. Conocía a Artie. Sabía que no era posible que engañara a su mujer, que él jamás pondría en peligro aquella familia que había creado, ni la felicidad que le proporcionaba.

Pam estaba avergonzada, con los ojos llenos de lágrimas. Pero me miraba a la cara. Si Artie tenía un ligue, yo era el único a quien se lo contaría. Y ella esperaba que yo traicionase el secreto con algún gesto.

—Eso no es verdad —dije—. Artie siempre tuvo a las mujeres detrás de él y siempre le molestó. Es el tipo más honrado del mundo. Sabes que yo no intentaría encubrirle. No le delataría, pero tampoco le encubriría.

—Ya lo sé —dijo Pam—. Pero viene a casa tarde tres veces por semana como mínimo. Anoche tenía carmín en la camisa. Y hace llamadas telefónicas después de que yo me voy a la cama, a las tantas de la noche. ¿Te llama a ti?

—No —dije. Y entonces me sentí mal. Podía ser cierto. Aún no lo creía, pero tenía que aclararlo.

—Y está gastando dinero extra que nunca gastaba —dijo Pam—. Ay, Dios mío.

Y se puso a llorar abiertamente.

—¿Vendrá hoy a cenar a casa? —pregunté.

Pam asintió. Cogí el teléfono de la cocina, llamé a Valerie y le dije que me quedaba a cenar en casa de Artie. Lo hacía de vez en cuando, tomando la decisión sobre la marcha, cuando tenía urgencia de verle, así que Valerie no hizo ninguna pregunta. Cuando colgué el teléfono, le dije a Pam:

—¿Tienes cena para mí?

Ella sonrió y asintió con un gesto.

—Por supuesto —dijo.

—Bajaré y le esperaré en la estación —dije—. Y aclararemos todo esto antes de cenar.

Intentando darle un aire cómico al asunto, añadí:

—Mi hermano es inocente.

—Sí, claro —dijo Pam. Pero sonrió.

Abajo, en la estación, mientras esperaba que llegara el tren, sentí lástima de Pam y Artie. Había cierta complacencia en mi piedad. Artie siempre tenía que ayudarme y, por fin, ahora tenía yo que ayudarle a él. Pese a todas las pruebas (el carmín en la camisa, el llegar tarde y las llamadas telefónicas, los gastos extra), yo sabía que Artie era básicamente inocente. Lo más que podía haber era alguna jovencita que hubiese insistido tanto que él al final hubiera cedido un poco. Pero de todos modos, aún no podía creerlo. Y, con la piedad, se mezclaba la envidia que siempre me había producido el hecho de que Artie resultase tan atractivo para las mujeres de una forma que yo no lo sería nunca. Con cierta satisfacción, pensé que no estaba mal del todo ser un poco feo.

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