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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (10 page)

BOOK: Los trapos sucios
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Y yo pensé: «morcillas», porque siempre me angustian las frases sin acabar.

Salimos de la ferretería hacia la siguiente tienda. A mí se me estaba viniendo el mundo encima: me imaginaba al Imbécil con su capa de Supermán encima del abrigo, con su verdugo y su chupete, solo por un descampado y llamándome a voz en grito:

—¡Manolitoooooooooo! ¡El nene quiere con Manolitooooooooo!

Me imaginaba unas navidades sin el Imbécil, sin esos números que nos monta de atragantamiento mortal con un polvorón, sin ver cómo se mete debajo del mueble-bar cuando mi padrino Bernabé descorcha la sidra El Gaitero, sin el sonido de su pandereta, esa pandereta que se pasa tocando desde que se levanta hasta que se acuesta (en navidades duerme con la pandereta), sin esos villancicos babeantes que nadie ha logrado comprender jamás porque no está dispuesto a quitarse el chupete para cantarlos, sin ver cómo se coloca con mi abuelo delante de la tele y se traga toda la retransmisión de la Lotería del Niño. Está convencido de que la Lotería del Niño la hacen en honor suyo, no entiende que en este mundo hay otros niños aparte de él.

Unas navidades sin el Imbécil… ¿Puedo imaginármelas después de que lleva dando la barrila cuatro años, desde que era diminuto y sólo servía para llorar hasta destrozarte los tímpanos, hasta el momento histórico en que aprendió esa frase que conoce media Humanidad: «El nene quiere con Manolito»? ¿Tienen sentido unas navidades así? Todas estas preguntas iba yo haciéndomelas siguiendo a la procesión que le buscaba por un lado y por otro y que cada vez era más grande: los cinco idiotas, mi madre, la Porfiria, el señor Mariano, el chino del Ching-Chong… No, si no estaba el Imbécil ya nunca más habría navidades, desaparecería del planeta Tierra. Me saqué un
clinex
del zurrón porque tenía las gafas empañadas de lágrimas.

Toda la búsqueda fue inútil: ni en la mercería, ni en la tienda de pollos fritos, ni en la de electricidad… Nadie había visto a Superchupete por allí.

Subimos las escaleras de casa sin ilusión. Mi madre iba a llamar a la policía, a
¿Quién sabe dónde?
y a los avisos urgentes de Radio Nacional.

De repente, cuando llegamos al segundo, al rellano de la Luisa, oímos una voz conocida que en un extraño idioma cantaba: «Pero mira cómo beben los peces en el río…». Mi madre llamó a casa de la Luisa sin separar el dedo del timbre hasta que ella abrió. La Luisa le abrió la puerta, no nos hizo mucho caso porque tenía un ataque de risa y se limpiaba las lágrimas con una mano. Nunca en mi vida olvidaré lo que vieron mis gafas: el Imbécil estaba subido encima de la mesa del salón, se había puesto la capa de Supermán en la cabeza, como si fuera un árabe, y aporreaba la pandereta y cantaba con el chupete en la boca mientras todas las señoras le hacían palmas, embobadas con el gran artista de la canción.

Ni al cantante ni a las espectadoras parecía importarles mucho nuestra presencia. Mi madre abrió los ojos, abrió la boca, abrió los agujeros de la nariz. Resumiendo: todos los orificios de la cara se le abrieron, quedándose así durante bastantes segundos. Por fin, tragó saliva y logró decir algo con una voz extraña y muy suave:

—¿Desde cuándo está aquí?

—Pues desde que vinieron los niños a pedir el aguinaldo. Mi chiquitín —al decir «mi chiquitín» la Luisa cogió al Imbécil en brazos—, se apoltronó en el sofá y se quedó con nosotras. Se ha comido toda una bandeja de polvorones y se ha visto entera la entrevista con
lady
Di. Nos ha dicho que entiende el inglés.

Todas las señoras pusieron una sonrisa bastante ridícula para decir a coro:

—¡Qué riiiiiiico!

El señor Mariano, la Porfiria y el señor chino se despidieron alegrándose de que el final de la historia hubiera sido feliz. Pero los cinco pastorcillos y mi madre no acabábamos de reaccionar, nos habíamos quedado paralizados.

—Pero, venga, pasad —dijo la Luisa—, que se me va el calor.

Entramos todos lentamente. Mi madre se sentó y dijo con la misma voz de antes, extraña y suave:

—Luisa, yo me tomaría algo para entrar en calor…

—¿Un café con leche?

—Mejor una copa de coñá, si no te importa.

Por primera vez en mi vida vi cómo mi madre, que jamás había probado el coñá, se tomaba la copa de un solo trago mientras todos los presentes la mirábamos en silencio. Puso los ojos en blanco, se llevó la mano al pecho y luego se dio aire en la boca con la mano, como si fuera un abanico. Miró a su alrededor y rompió aquel silencio sepulcral con esta frase:

—Bueno, qué tal, chicas, después de ver la entrevista, ¿con quién estáis, con
lady
Di o con el príncipe Carlos?

Las amigas de la Luisa se pusieron al momento a discutir de
lady
Di y del príncipe como si los conocieran de toda la vida, de si
lady
Di iba a vivir ahora la mar de a gusto sin aguantar a esa suegra, que según la Luisa, era clavadita a la suya y debía tener la misma mala leche. También hablaron de las orejas del príncipe que, según la Luisa, se debía de haber hecho una operación de empequeñecimiento, porque le había notado que tenía la oreja izquierda más pequeña que la derecha. El Orejones se interesó mucho por este tema (por razones que puedes imaginar) y preguntó si es que primero te operaban de una oreja y a la semana de la otra, pero no pudieron darle una respuesta satisfactoria y se quedó muy pensativo toda la tarde.

Mientras las señoras se zampaban una bandeja entera de turrón de Alicante y ponían verde a toda la familia real inglesa, mi madre hizo algo completamente inesperado: en vez de coger en brazos al niñito de sus ojos, al Imbécil, como hace siempre que está hablando con sus amigas, me subió a mí, y dándome unos besos que apestaban a turrón y a coñá, me dijo al oído:

—Algún día, Manolito, ese renacuajo que ves ahí acabará con nosotros.

Sí, lo estaba viendo ahí, se había sentado en el sofá, al lado de Yihad, que se estaba comiendo uno de los bollicaos. El Imbécil le pasaba la mano por el hombro, y de vez en cuando le daba un bocado inesperado al bollicao de mi enemigo. Yihad le reía la gracia. Hay momentos en la vida que las cosas funcionan al revés: yo estaba en brazos como un niño pequeño y el Imbécil le tomaba el pelo al tío más peligroso de mi colegio.

Y por una vez pensé que mi madre tenía razón, el Imbécil acabaría con nosotros… Tenía toda la razón del mundo mundial.

No quiero ni acordarme

En esta historia sale mi padre y, la verdad, no sale muy favorecido. ¿Por qué la cuento entonces? Porque yo sé que tú también habrás vivido en alguna ocasión la terrible experiencia de ver cómo tu padre, ese gran hombre, tu héroe, hace el payaso públicamente. Empezaré, una vez más, por el principio de los tiempos.

El día antes de la Cabalgata de Carabanchel (Alto), yo y el Imbécil nos pusimos a saltar sobre mi padre para convencerle de que nos llevara él a la Cabalgata. No es que no queramos que nos lleve mi abuelo, pero es que a mi abuelo Nicolás lo único que le interesa de la Cabalgata son las
majorettes
, o como las llama él, las chicas del bastoncillo. Se pone a su lado y nos hace seguirlas durante todo el recorrido. Y nosotros le preguntamos angustiados:

—Abuelo, ¿por qué no nos quedamos quietos hasta que pasen los Reyes?

Pero mi abu, que siempre es tan bueno con nosotros, cuando ve a las chicas con su minifalda dar vueltas por los aires al bastoncillo, nos dice:

—No seáis caprichosos, qué más os da, el resto no tiene ningún interés, ¿es que nunca podéis dar gusto al abuelo…?

Así que desde que tengo uso de razón lo único que he visto de la Cabalgata son piernas y piernas de las
majorettes
, y mi abuelo andando hipnotizado detrás de ellas y nosotros detrás de mi abuelo porque, para colmo, si nos perdemos del abuelo, luego mi madre nos echa una bronca mortal, y qué quieres que te diga, las chicas molan, pero como niño que soy también me gusta todo ese rollo de los Reyes con sus barbas postizas tirando caramelos contra los cráneos de los niños y los niños tirándose de los pelos unos a otros por esos caramelos que son auténticos de Oriente, de una fábrica que se llama Caramelos Paco.

Comprenderás entonces que si saltábamos encima de mi padre para que nos llevara él no era por capricho, era por tener la oportunidad de ser como esos otros niños que admiran emocionados todas las carrozas de la Cabalgata. Pero mi padre dijo con una sonrisa misteriosa:

—No podré llevaros porque tengo cosas que hacer.

—¡Si mañana no vas a trabajar! —le dije yo mientras el Imbécil le tiraba con rabia de los pelos del ombligo (es que mi padre tiene la barriga llena de pelos, no sé si te lo he dicho).

—¡Ay, qué daño me ha hecho el niño este! —y nos echó a los dos al suelo—. Lo único que me faltaba, tener una tarde libre y dedicarla a la Cabalgata. Que os lleve tu madre.

—Qué fácil es decir que os lleve tu madre, como si no tuviera yo otra cosa que hacer. Que os lleve tu abuelo —dijo mi madre.

—No os preocupéis, bonicos, que aquí está vuestro abuelo que hará un sacrificio y allí estaremos: en primera fila —dijo mi abuelo con una sonrisa soñadora (te puedes imaginar con quién estaba soñando).

Otro año más con el abuelo. Es como una maldición.

Pero este año no fuimos solos. Nos juntamos con el abuelo de Yihad, con el propio Yihad y con el Orejones. Los abuelos se tomaron un coñá antes porque mi abuelo dijo que las personas mayores no deben exponerse a las Cabalgatas sin haberse metido previamente calor en el cuerpo. Dijo que se lo había recetado el médico a espaldas de mi madre, y nos advirtió que no se lo dijéramos a ella, porque a mi madre no le gusta que ni mi abuelo ni nadie vaya al médico a espaldas suyas. Es horriblemente controladora.

La Cabalgata pasaba por el parque del Ahorcado, así que hacia allí nos fuimos. Yo iba de mal humor. Me imaginaba que en cuanto mi abuelo viera a las chicas del bastoncillo emprendería su tradicional carrera navideña y yo me quedaría a dos velas.

Para empeorar las cosas, el Imbécil se quedaba atrás continuamente porque cada dos por tres cogía algo del suelo y se lo metía en el bolsillo, y como te despistaras, peor, se lo metía en la boca. Es un niño sin escrúpulos. El Orejones se despistaba y se quedaba embobado mirando farolas; él es un gran observador de cosas que no tienen ningún interés. Los abuelos se paraban a saludar a cualquiera cada cinco minutos, a personas que tampoco tenían ningún interés. Y Yihad se iba corriendo y sólo volvía para ponerme una zancadilla.

Qué grupo. Era lo menos parecido a las personas normales. El más normal era yo, eso te da una idea del resto.

Llegó el momento: las
majorettes
abrieron la Cabalgata. Mi abuelo se sacó el peine del bolsillo, se hizo ras y ras, para atrás y para atrás, y después de peinarse se ajustó la dentadura para la ocasión y empezó a seguir la música con la cabeza y con las manos, como si dirigiera una orquesta. Se le iban los pies detrás de ellas, pero el abuelo de Yihad le agarró por detrás tirando de la bufanda y le dijo:

—Nicolás, este año no puede ser.

Mi abuelo se quedó parado, viendo con inmensa nostalgia cómo se alejaban sus chicas queridas. Ya sólo podíamos ver los bastoncillos, que de vez en cuando aparecían muy alto, por encima de todas las cabezas.

Pero yo no estaba para compadecer a mi abuelo porque detrás de las
majorettes
, montados en sus gigantescos caballos, llegaban los Reyes Magos, los genuinos, los que habían recorrido medio mundo hasta llegar a Carabanchel. Nos tiraron caramelos Paco de Oriente. Uno de ellos me dio directamente en las gafas. Casi me las rompe, pero qué más daba. Eso molaba. Eso era una señal, seguro. La señal de que habían recibido mi carta y estaban dispuestos a traerme las veinticinco cosas que había pedido y no como todos los años, que pido veinticinco y se les olvidan veinte. El golpe del caramelo venía a decir: «Tendrás todo lo que has pedido, Manolito, porque nos caes bien, eres un tío simpático».

El Imbécil me empezó a tirar de la chupa para que me agachara y luego me dijo, señalando con el chupete:

—Se cagan.

Se refería a los caballos. Él es así, capaz de estropearte el momento más emocionante de tu vida con ese tipo de observaciones.

Pero qué me importaban las cacas y el mundo si había conocido en persona a Baltasar, mi rey negro. De repente, la gente se empezó a reír. No se reían de los Reyes, es que detrás de sus majestades venía una banda de romanos con sus lanzas. Yo me eché a reír también: nunca había visto unos romanos como éstos. Eran romanos medio calvos, romanos con riñonera, romanos con gafas, romanos con barriga… De vez en cuando se sacaban una petaca de la riñonera y se echaban un trago, al público le ofrecían una bota y la gente bebía y les aplaudía. Había un montón, pero lo más gracioso era que, según se iban acercando, los ibas reconociendo a todos: el señor Ezequiel (el dueño del Tropezón), el señor Mariano (el de las chucherías)… había hasta un romano chino, el dueño del Ching-Chong. Yihad, el Orejones y yo nos teníamos que sujetar la tripa de la risa que nos daba. Desde luego, habían conseguido que los Reyes Magos pasaran a un segundo plano. Entre ellos me pareció distinguir de pronto a mi padrino Bernabé. Era difícil por el casco que llevaban y porque iban muy apelotonados, pasándose todos el brazo por encima de los hombros del romano de al lado. Alguien le gritó:

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