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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (7 page)

BOOK: Los trapos sucios
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—Pero esto… esto no es un perro.

No era un perro. Aquel animalito blanco, suave, con cuatro patas, y dos grandes orejas, era un conejo.

—Tú me hablaste de un perro —le dije a mi padre.

—No, eso te lo imaginarías tú. Yo te dije que te traía una sorpresa.

—¿Y tú también sabías que no era un perro? —le dije a mi madre.

—¿Y qué más da un conejo que un perro? —dijo mi madre—. Me va a ensuciar la casa igual que si fuera un perro. Manolo, el lunes lo montas en el camión y lo sueltas por el campo.

—Mujer, por el campo, él solo, con lo chico que es… —dijo la Luisa, mirándolo con mucha compasión.

Es verdad que yo no quería un conejo, y que nada más verlo me llevé una gran decepción, pero de ahí a dejarlo abandonado en mitad de un campo… Sólo de pensar en aquel conejo tan blanco y tan pequeño en un bosque y en una noche de tormenta me entraban ganas de echarme a llorar.

Estaba acurrucado en un rincón de la caja. Mi padre le había puesto serrín y el conejo estaba muy quieto y con los ojos abiertos. Yo estoy seguro de que escuchaba muy atento lo que decíamos, al fin y al cabo hablábamos de su futuro. Le toqué con un dedo, sin atreverme mucho, entre los ojos. Parpadeó y movió un poco las orejas.

—Si queréis me lo vuelvo a llevar…

—¡Que no! —le dije yo.

—Ya no —dijo mi madre—. Una vez que ya lo han visto cómo te lo vas a llevar. Eso sí, cuando se haga grande te lo llevas a una granja.

El Imbécil se subió a una silla y metió dentro de la caja su Barbie
Sky-dancer
.

—Toma, cobejo, juega.

Pero el conejo no se movió del sitio.

Instalamos la caja-casita del conejo debajo de la calefacción, detrás del mueble-bar. Allí le pusimos leche y una zanahoria. Pasamos mucho rato mirándole antes de irnos a la cama, tocándole el lomo, pero sin cogerlo en brazos, porque mi abuelo nos dijo que era muy malo coger a los cachorros, que luego las patas no les crecían fuertes.

Me acosté pensando que era una cosa muy rara tener un conejo. La gente no sacaba a pasear a su conejo por la calle, ni le llamaba a gritos
¡Toby!
, ni el conejo se acercaba moviendo la cola. Además, cómo iba a volver a clase diciendo que en vez del famoso perro me habían traído un conejo. Pero sería mejor que no protestara porque si no, ya estaba advertido, mi padre lo dejaría en mitad del campo.

¿Que cómo reaccionaron mis amigos? ¿Es que no te lo imaginas? Tuve que aguantar que se rieran durante veinticinco minutos. Yihad se daba golpes en la tripa como si fuera un mono. Lo hubiera matado, pero odio la violencia. Sobre todo porque llevo las de perder. Decidí pasar de ellos, entre otras cosas porque, a pesar de que se burlaron lo que quisieron de mí, también quisieron venir a ver al conejo, y durante una semana, todas las tardes, me llevaba a uno de mi clase para que le tocara un rato las orejas.

—Con el rollo del conejo se me planta a mí un niño de propina todas las tardes a merendar.

Oyendo estas palabras de mi madre puedes pensar que le duele en el alma tener que darle un bocadillo a alguno de mis amigos. Pues lo alucinante es que luego disfruta sacándoles cosas de comer, y si hay alguno que no se come entero uno de sus espectaculares bocadillos (el Orejones, que es muy tiquismiquis), murmura por los rincones:

—Qué se habrá creído el niño ese. Habrá que ver lo que le dan en su casa.

Mi abuelo, en momentos como ése, nos mira y dice:

—Es el espíritu de la contradicción.

Pero volvamos al conejo. No le pusimos nombre porque a nadie se le ocurrió que un conejo tuviera que tenerlo. Bueno, le llamábamos
Cobejo
, porque así es como le decía el Imbécil, que, como siempre está acatarrado, los mocos no le dejan decir bien las palabras.

El
Cobejo
no salió de su caja en una semana. Cada vez que ibas a verlo estaba en un rincón diferente. Delante de nosotros no se atrevía a moverse, parecía que aprovechaba nuestra ausencia para darse la vuelta. Los primeros días no salió de la caja, delante de nosotros se estaba tan quieto que yo empecé a preguntarme cuál era la diferencia entre tener un conejo y no tenerlo.

Una semana después de que el
Cobejo
llegara a Carabanchel (Alto), nos levantamos y fuimos a decirle, como todas las mañanas: «Buenos días,
Cobejo
». Pero
Cobejo
no estaba. Lo estuvimos buscando durante media hora. Mi madre pasó el cepillo de barrer por debajo de todos los muebles, hasta que dimos con él: se había escondido en el hueco que queda detrás del bidé, y como el suelo del baño y la pared son blancos, su cuerpo quedaba como camuflado. Parecía que los ojos, muy negros, estaban flotando a un palmo del suelo. Nos miró sin parpadear, como diciendo: «¿A que os ha costado encontrarme?».

A partir de ese día, nuestro
Cobejo
jugó al escondite todas las mañanas y cada vez lo encontrábamos en un lugar distinto: debajo de una cama, en el recogedor de barrer, escondido detrás de una cortina. Eso sí, por las noches, el
Cobejo
volvía a su caja debajo de la calefacción. Ya no era aquel
Cobejo
tímido y pequeño que conocimos la noche en que lo trajo mi padre. Ahora, se movía por toda la casa como Pedro se mueve por la suya y comía mucho, y de vez en cuando dejaba que lo cogiéramos en brazos. No siempre.

La Luisa nos regaló un collar viejo de la
Boni
con un cascabel y nuestro conejo estaba superguapo con el collar rojo sobre la piel tan blanca. Le atamos una cuerda al collar y lo bajamos a pasear al parque del Ahorcado. La
Boni
y el
Puskas
se ponían como locos con él y había que atarlos porque yo tenía miedo de que intentaran comérselo. Aunque hubiera sido imposible, porque el
Cobejo
se estaba poniendo tan gordo que a su lado la
Boni
parecía una rata. También tenía miedo de soltarle la cuerda por si se me escapaba, así que, cuando lo bajábamos al parque, el
Cobejo
no llegaba a pisar el suelo. Nos sentábamos en el banco el Imbécil y yo, y nos turnábamos para tenerlo en brazos. Bueno, no es que fuera superdivertido, pero peor hubiera sido tener, como tienen algunos niños de mi clase, un hámster, que ni tan siquiera les puedes poner un collar de lo pequeños que son. Cuando volvíamos de camino a casa sí que lo dejábamos andar por la acera con nosotros y todo el mundo se nos quedaba mirando como si no hubieran visto un conejo en su vida. Molaba.

Cuando volvíamos del colegio, el conejo no salía nunca a recibirnos, andaba perdido por alguno de sus rincones favoritos. Nos hicimos a la idea de que nuestro conejo nunca nos dedicaría ni bienvenidas ni despedidas cariñosas. No era como la
Boni
, que la oyes cómo huele el filillo de la puerta cuando te acercas a la casa de la Luisa, y luego te lame de arriba abajo de lo contenta que se pone de verte. A nuestro conejo le daba igual quién entrara o quién saliera. No era tampoco un conejo de defensa. Podrían haber entrado cinco ladrones, desvalijado la casa y habernos amenazado con sus pistolas mortíferas, y el conejo hubiera seguido a su bola, comiéndose cualquier pata de cualquier mueble que hubiera elegido en ese momento. Era un conejo indiferente. A lo mejor nos quería, pero nunca llegamos a saberlo.

He dicho lo de comerse una pata de un mueble, bueno, es que el
Cobejo
pasó de no hacer nada a portarse bastante regular. No era sólo que jugara al escondite por las mañanas, porque eso tenía su gracia, es que el
Cobejo
la había tomado con las patas de la sillas. Una vez que se quedaba solo después de que nos fuéramos al colegio, el
Cobejo
empezaba a trabajar. Al principio, sólo les daba unos mordisquillos, pero luego se aficionó y había noches que yo entre sueños oía: «ras, ras, ras…». Se ve que para el
Cobejo
era como un trabajo cualquiera. El caso es que un día nos sentamos a comer y yo le digo a mi abuelo:

—Abu, estás torcido.

—Es verdad, papá, estás inclinado. Ponte bien, que luego te dolerá la espalda.

Mi abuelo intentó ponerse recto pero le resultaba imposible.

—Dios mío —dijo mi abuelo muy triste—. ¡Con lo que yo era, que era el tío más derecho de Mota del Cuervo! Esto es el principio del fin…

Pero mi madre pasó de escucharle, se levantó muy despacio y luego se puso a cuatro patas al lado de la silla de mi abuelo. Yo pensé: un abuelo inclinado, una madre a cuatro patas… En qué ambiente me estoy criando.

—¿Dónde está ese conejo, que lo mato? —dijo mi madre, y sonó tan en serio que todos nos levantamos y miramos la prueba del delito.

El conejo se había comido un buen trozo de una de las patas, así que, claro, era imposible sentarse recto. Ésta fue una de las primeras fechorías de nuestro tierno conejito. Por supuesto que ya no cabía en la caja de zapatos, se le había quedado pequeña. Lo malo es que daba la impresión de que la casa también se le estaba quedando pequeña porque se pasaba el día yendo de un lado a otro, como si estuviera muy ocupado y como si tuviera mucha prisa. Para que se quedara quieto, una noche lo até al radiador y, yo creo que sin mala intención, para entretenerse, empezó a comerse el mueble-bar. Ya te he dicho muchas veces que el mueble-bar es el mueble más importante de mi casa, así que cuando mi madre vio a qué se estaba dedicando el
Cobejo
, se puso a gritar como poseída que eligiéramos entre el conejo o ella. Se enfadó todavía más porque no dijimos nada, entre otras cosas porque nunca se ha visto en la historia de la humanidad que unos hijos se vean en la obligación de elegir entre una madre y un conejo, y porque… la verdad, sólo por no ver a mi madre en ciertos momentos muy desagradables, yo me quedaría con el conejo.

El viernes, después de que ocurriera lo del mueble-bar, mi madre esperó a mi padre en la escalera y, sin darle ni un beso y sin decirle ni hola, ¿cómo estás?, empezó:

—Quiere acabar con la casa, ha cogido la costumbre de hacer sus cosas al lado de mi mesita de noche, se está comiendo las sillas, ahora ha empezado con el mueble-bar, por las noches no deja de pasearse por la casa, parece un fantasma, y si lo atas, peor…

—La semana que viene le busco una granja. Se acabó el tema, Cata.

Así es mi padre. No le gusta tirarse mucho discutiendo de una sola cosa.

A mí me daba mucha pena que el
Cobejo
desapareciera de nuestras vidas, pero mi abuelo me convenció de que un conejo sólo se hace amigo de otros conejos, y que nunca llegaría a ser el mejor amigo del hombre, y que lo que le pasaba a nuestro conejo es que no tenía nadie con quien hablar y que por eso estaba atacado de los nervios.

Me estaba haciendo a la idea, pero el lunes ocurrió algo que cambió el final de esta historia. Cuando mi madre nos abrió la puerta a la vuelta del colegio, nos dijo:

—Salid a la calle y buscad al conejo, que hace un rato estaba limpiando la alfombrilla de la puerta y se ha escapado.

El Imbécil y yo bajamos corriendo. Dimos la vuelta a mi finca, fuimos a preguntar a la tienda de la Porfiria, que siempre se entera de todo, y luego fuimos al Tropezón, y luego fuimos al parque del Ahorcado, y al final fuimos al descampado que hay al lado de la cárcel y le gritábamos con todas nuestras fuerzas:

—¡Cobejo, Cobejito!

De vuelta al parque del Ahorcado nos encontramos a Mostaza, al Orejones y a Paquito Medina jugando al balón prisionero, y ellos dejaron el juego y también empezaron a gritar al aire para encontrar a nuestra mascota desaparecida.

Se hizo de noche y tuvimos que volver a casa. Yo quería haber ido a la policía o llamar al programa
¿Quién sabe dónde?
, pero mi madre dijo que ni la policía ni la tele se hacían responsables de un conejo perdido. De todas formas, yo escribí al programa y metí en el sobre una foto que me había hecho mi padre con el conejo en el portal. Les puse:

Éste es mi conejo. Mi hermano le llama el Cobejo. Es blanco y tiene un collar rojo con un cascabel. Le gusta comerse las patas de los muebles. No sabe ser cariñoso con nadie. Ofrezco una recompensa a quien lo encuentre: las 3.500 pesetas que tengo en mi hucha.

Firmado:

Manolito García Moreno,

el dueño del conejo.

Mi abuelo dijo que no me hiciera ilusiones porque es muy difícil distinguir a un conejo de los otros millones de conejos que hay en el mundo mundial. Y mi madre dijo:

—No os preocupéis, es un animal salvaje y seguro que se busca la vida estupendamente. No nos echará de menos.

Yo no estaba tan seguro. Cómo no iba a echar de menos el
Cobejo
los paseos en brazos por el parque y los juegos al escondite por las mañanas.

Pasaron seis días y ni me contestaron de la televisión (tendrían otras cosas más importantes que hacer), ni nadie nos dio noticias de nuestro conejo. Yo no quise tirar el trozo de manta en el que dormía. A lo mejor volvía, quién sabe. Algunas noches, antes de acostarme, miraba por el cristal de la terraza al parque con la esperanza de verlo como una bola blanca andando por ahí. Pero nada.

El sábado celebrábamos uno de los aniversarios más importantes que se celebran en mi casa. Mucho más que el día de los enamorados para mis padres, mucho más que el aniversario de boda, que nuestros cumpleaños o que la Nochevieja: celebrábamos el día en que mis padres compraron el camión
Manolito
. Es el 11 de diciembre. Te lo digo para que todos los 11 de diciembre te acuerdes de nosotros, para que sepas que en una casa de Carabanchel (Alto), unos que se llaman los García Moreno estarán brindando por un camión y haciendo cuentas para ver cuánto les queda de deuda.

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