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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (3 page)

BOOK: Los trapos sucios
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—No, cómetelo mejor.

Zeus se lo comió como la cosa más normal de mundo. La verdad, prefería que se lo comiera a encontrarme el moco todas las veces que subiera o bajara la escalera. Me conozco: me hubiera obsesionado con el moco de Zeus y tendría que pasar por ese tramo con los ojos cerrados. Estoy de psiquiatra.

Mi madre había tirado la casa por la ventana, estaba todo lleno de globos y el mueble-bar lleno de regalos. Mi padre había venido del trabajo, y eso que era martes y los martes no duerme en casa. La verdad, aunque me había propuesto no comerme el tarro con el cumpleaños, tantos detalles con el Imbécil me estaban atacando.

El Imbécil abrió los paquetes: la
Sky-dancer
, la pistola, la película, dos monstruos que le había traído mi padre, un disfraz del Zorro que le regaló la Luisa, un chándal de Piolín de parte de mi abuelo. ¡Parecían los Reyes! Menos mal que la cosa se estropeó un poco porque después de cantar el
Cumpleaños
el Imbécil dijo que no quería que la Melanie comiera tarta. La Melanie montó en cólera, le quitó al Imbécil el chupete de la boca, fue a la terraza y se lo tiró por la ventana. El Imbécil se puso a llorar como si le estuvieran torturando cruelmente y tiró la mochila de la Melanie por la misma ventana. Zeus, sin inmutarse, se sacó un moco gigantesco. Yo pensé para mis adentros: «Que se lo coma, por Dios, que se lo coma». Se lo comió. Bernabé bajó corriendo a la calle a recuperar el chupete del Imbécil (era su chupete preferido) y la mochila de la Melanie. Mi madre gritó: «¡Con estos niños no se puede!». Y yo pensé: «¿Por qué dice “con éstos” si el único que la ha montado ha sido el Imbécil?», porque sé muy bien cuándo hay collejas sobrevolando nuestras cabezas. Cuando la Melanie y el Imbécil tuvieron en su poder sus cosas arrojadas por la ventana, Bernabé consiguió que se dieran un beso. Se lo dieron al aire.

El Imbécil no quiso que los juguetes se sacaran de sus cajas. Sus amigos sólo los pudieron mirar.

—¡No se tocan! —gritaba el Imbécil cada vez que uno de los dos acercaba un dedo.

Así que los tres se sentaron en el sofá sin saber muy bien lo que hacer. Bernabé y mi padre les cantaban canciones, pero ellos no seguían ni una. Hasta que dijo mi padre:

—¡Pues que les zurzan!

Y se bajó con Bernabé al Tropezón.

Cuando por fin se llevaron a la Melanie y a Zeus, el Imbécil me llevó al mueble-bar y abrió las cajas de su
Sky-dancer
y de su pistola.

—Mira, por fin se ha decidido el niño a jugar con sus regalos —le dijo mi madre a la Luisa.

—El nene sólo quiere con Manolito —dijo el Imbécil.

—Qué raros que son, hija mía —dijo mi madre con mucha pena de ser nuestra madre—. Ni juntos, ni separados.

El Imbécil era un maestro disparando a la
Sky-dancer
. Yo se la hacía volar y él se escondía detrás de un sillón como se esconden los pistoleros de las películas. Asomaba la cabeza y disparaba. No fallaba ni una. En una de ésas, la
Sky-dancer
se fue contra un ojo de la Luisa y mi madre decidió que había llegado el momento de que nos fuéramos a la cama. Por la noche siempre es así, sabes que si tienes un pequeño fallo corres el peligro de que te quiten de en medio mandándote a dormir.

Cuando se acostó mi abuelo, yo le hice la pregunta que llevaba barruntando toda la tarde:

—¿Por qué le has regalado al Imbécil ese chándal si sabes que yo también lo quería?

—Tú ya eres muy grande para Piolín, yo te compraré otro para chico mayor cuando sea tu cumpleaños. De los dinosaurios, de Manostijeras…

Mi abuelo bostezó.

—Manolito, ven aquí con tu abuelo y deja de pensar, que piensas mucho. Todo el día nada más que pensando y pensando.

Él se durmió y yo me quedé nada más que pensando y pensando. Primero pensé en que me daba rabia que mi abuelo me dijera que el chándal de Piolín ya no era para mí, me daba una rabia rabiosa que me dijeran continuamente que yo ya era muy grande para eso. Pero a mí me gustaba mucho Piolín en su columpio, tan amarillo sobre el chándal verde. Y pensando y pensando le empecé a dar vueltas a lo de la suma: ¿cuánto se habrían gastado en el Imbécil? Me daba la impresión de que le habían hecho muchos más regalos que a mí. Intenté acordarme del precio de cada cosa y sumarlo al otro, pero se me caían los ojos y me bailaban las cifras en el cerebro. Bueno, ya lo dejaría para el día siguiente. Pero… ¿y si mi madre tiraba los paquetes antes de que yo me levantara?

Cogí mi linterna, salí al salón de puntillas y llegué hasta los paquetes. Me apunté en un papelillo:

Sky-dancer
: 3.500

Pistola: 2.000

Familia Addams: 2.500

Y así fui juntando los precios de todos los regalos, que habían sido en total ¡siete! Me guardé las pruebas del delito dentro del calzoncillo y me fui como un ladrón con su botín hasta la cama. Por el camino, el dedo meñique del pie se me quedó enganchado en el sillón. ¡Ayyyyy! Casi me muero. Pero en esas circunstancias no podía gritar ni quejarme, así que cojeando me metí en la cama. Sonriendo por mi hazaña, pensé por último: «Mañana hago mi suma». Y digo que lo pensé por último porque ya no me acuerdo de más.

Al día siguiente, me levanté y se me había olvidado la famosa cuenta. Así soy yo: un obseso al que se le olvidan sus obsesiones. Fui al váter a hacer pis (para mí ése es uno de los mejores momentos de la vida), y al ir a bajarme el calzoncillo, el papel se cayó dentro de la taza.

—¿Qué es eso? —me pregunté a mí mismo.

Y al acordarme, me di una torta en la cabeza que casi me salto las gafas. ¡La cuenta! ¿Merecía la pena meter la mano en el váter? Pienso tan lentamente cuando me despierto por las mañanas que no me había decidido todavía cuando me di cuenta de que los números se estaban borrando. Bueno, pues nada. Meé encima de las pruebas del delito y pensé: «Esa suma era un mal rollo, que se vaya al vertedero». Salí del váter dispuesto a ser un nuevo Manolito: generoso, hermano de sus hermanos, amigo de sus amigos, hijo de su madre…

El Imbécil estaba ya sentado en la mesa, lleno de servilletas por todas partes menos por la cabeza, y eso que en muchas ocasiones se ha manchado el pelo con Cola Cao, porque se suele rascar la cabeza con la cuchara. Teníamos todavía un trozo de tarta del cumpleaños. Mi madre fue a meter la cuchara, pero el Imbécil la paró con la suya:

—La tarta para el nene y Manolito.

Qué puntazos tiene. Intenté que la risa sólo me diera por dentro, pero me acabó saliendo fuera de la boca. Es que a veces tengo que reconocer que el Imbécil tiene golpes buenísimos.

—¿Has visto, Manolito, lo que te quiere tu hermano? Para que luego siempre te estés quejando de él. Con lo infeliz que es el pobrecillo, que siempre te lo está dando todo.

Esta charla mañanera me hizo olvidar a ese nuevo Manolito lleno de buenos sentimientos que me había propuesto ser. De repente vi que en el mueble-bar seguían los paquetes de los regalos. Me tomé rápido el desayuno y disimuladamente me acerqué con un lápiz a tomar los datos de la suma asesina.

Nos fuimos para la escuela mi abuelo, yo y el Imbécil. Llevábamos, como siempre, al Imbécil en medio, cada uno cogiéndole de una mano. Y, como siempre, iba saltando y colgándose de nosotros, llenándonos del barrazo que se monta en el parque del Ahorcado en invierno. Además, se había puesto la pistola de ventosas en la goma del pantalón y se le iba cayendo a cada momento. Fue un camino interminable. Cuando lo dejé en la puerta de su clase, las piernas de su chándal de Piolín estaban negras.

—Acuérdate que el bollo no se come hasta el recreo. No te pegues con la Melanie. No les tires las ventosas a los niños y si te piden alguna vez la pistola, déjala, no seas egoísta.

Al decirle yo esto, el Imbécil me dio la pistola:

—Toma.

—¡Que no, para mí no, para los niños!

—Los niños rompen la pistola del nene.

—Que no la rompen, no seas así.

La señorita del Imbécil salió a la puerta:

—Y esta mañana, ¿qué os pasa?

Me lo dijo con una de sus sonrisas superespeciales. En ese momento pensé que algún día lejano me casaría con ella. Pero pensé un instante después que, a lo mejor, dentro de quince años se habría transformado y se volvería como mi
sita
Asunción, con su verruga correspondiente.

—Le digo que… tiene que dejar su pistola nueva a sus amigos —dije yo saliendo de mis horribles pensamientos.

—No te preocupes —dijo la supersita—, ya aprenderá. Tiene de quien aprender a ser generoso.

¡Uf! Me hice todo el recorrido de la clase del Imbécil a la mía sin rozar el suelo, levitando por el pasillo, y con la cara completamente roja. Te lo juro. Me suele ocurrir cada vez que ella me habla. El tiempo que duró ese recorrido fui una gran persona gracias a la influencia de supersita, pero, claro, en cuanto entré a la clase y vi a mi
sita
volví a tocar el suelo y volvieron a inundarme los malos sentimientos.

La
sita
había decidido empezar el día con unas cuentas de esas que te dejan el cerebro estropeado para todo el día. Así que me saqué el papelillo de la información secreta, al que a partir de ahora llamaremos «información S. S.» (por suma y por secreta), y escribí las cantidades de los regalos del Imbécil. La
sita
no podía notar que yo estaba haciendo una S. S. entre las doce cuentas que ella nos había puesto. El resultado de la S. S. fue éste: 12 586 pesetas.

Entonces, me puse a hacer memoria y a acordarme de lo que me habían regalado a mí para mi cumpleaños. Como mucho, como mucho, se habían gastado 10 000 pesetas, porque hay que tener en cuenta que, además, no recibo regalos de amigos, ya que, como sabes, la primera mala suerte de mi vida fue la de nacer el 10 de agosto.

Seguí haciendo las otras cuentas sin ganas. Estaba bastante triste por mi descubrimiento. ¿Y ahora qué? Seguro que si iba a mi madre con el rollo de las cuentas encima se pondría como una loca a insultarme sin piedad (ya sabes, celoso-asqueroso).

Por el camino fui casi todo el rato callado. Mi abuelo dijo:

—Manolito, Manolito, no quiero ni pensar en lo que estarás pensando.

No sé si te he dicho alguna vez que mi abuelo tiene la habilidad de leerme el pensamiento cerebral. Como verás, somos una familia con bastantes habilidades paranormales: mi abuelo lee el pensamiento, yo levito…

El silencio me duró toda la comida. Mi madre me miró, miró a mi abuelo y le preguntó:

—Tú sabrás lo que está pensando este niño.

—Yo no sé nada —dijo mi abuelo, que aunque te lea el pensamiento nunca se chiva.

Seguí a mi madre hasta la cocina y me quedé mirándola sin decir nada mientras ella fregaba los platos. Bueno, a lo mejor no se enfadaba por la pregunta. Era una pregunta como otra cualquiera, era decirle: «¿Por qué os gastasteis más en el Imbécil que en mí?».

Me lancé y la hice:

—¿Por qué… por qué os habéis gastado más dinero en los regalos del Imbécil que en los míos?

Mi madre volvió lentamente la cabeza hacia mí como sólo ella sabe hacerlo. La saliva me pasó por la garganta y sonó muy fuerte, como suena cuando tragan los pavos del Zoo.

—¿Y quién te ha dicho a ti que nos hemos gastado más en él? —dijo ella muy bajito y muy lentamente.

En el aire se podía tocar la terrible tensión ambiental. Podía haberme dado media vuelta, haberme ido de la cocina y haber cerrado este capítulo de mi vida que se estaba poniendo peligroso, pero como soy un poco kamikaze seguí con el tema:

—Yo, que he hecho la cuenta.

No me preguntes por qué fui a la cartera, saqué la hoja del archivador y se la enseñé a mi madre.

—Y en mí sólo os gastasteis 10 900.

—¡Manolito, Manolito! ¡Me vas a volver loca! —dijo mi madre gritando.

Un día te voy a grabar a mi madre para que la oigas gritar, ya verás como inmediatamente se te ponen los pelos de punta.

Mi abuelo entró a la cocina:

—Pero ¿qué pasa, Catalina, a qué vienen esas voces?

Mi madre tartamudeaba como si no le salieran las palabras al explicarse:

—Que ha hecho… que ha hecho una suma para ver en cuál de los dos nos hemos gastado… el niño este… que quiere que pierda la cabeza… ha contado lo que nos hemos gastado… y dice que si a su hermano… porque él se acuerda de lo que nos gastamos en él… y me lo pregunta…

—No entiendo nada —dijo mi abuelo mirándome.

La verdad es que mi madre no estaba para explicarse, había perdido los nervios completamente.

—Pues que te enseñe la suma que ha hecho —dijo mi madre.

Le di la suma a mi abuelo y mi madre le explicó por fin el resto. Mi abuelo se empezó a rascar la oreja derecha como hace cuando no sabe muy bien qué decir.

—Ríñele tú, porque yo ya no sé cómo hacerlo para que me entienda —le dijo mi madre al abuelo.

—Yo… yo no sé reñirle…

—¡Pues ahí os quedáis!

Y dicho esto, mi madre se quitó el delantal y salió por la puerta pegando un portazo que casi tira la torre de platos que había fregado.

Esta vez sí que se había enfadado. El Imbécil se puso a llorar y el abuelo lo cogió en brazos.

—Manolito… —se veía que mi abuelo no sabía por dónde empezar— los regalos no se comparan por el dinero que han costado. En realidad, los regalos no se comparan.

—Pues mamá sí que comparó lo que se había gastado ella en papá para el cumpleaños y lo que se había gastado papá en ella…

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