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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (2 page)

BOOK: Los trapos sucios
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Y es que, sin que ella se diera cuenta, se fueron apuntando a la invitación mi padre, Bernabé, el abuelo de Yihad, Yihad, el Orejones, Melody Martínez, la Susana, el novio de la madre del Orejones, la madre del Ore, la Porfiria, la
sita
, Mostaza, la Melanie, Jessica la
ex gorda
, Paquito Medina y la
Boni
(que se comió unas gambas). La mujer se quedó sin respiración y, sin decir casi ni adiós, salió del Tropezón.

—¿Se habrá enfadado? —le pregunté yo a mi madre.

—Si se enfada que se enfade, de alguna forma nos tenía que agradecer que se gana la vida gracias a nosotros.

Y los protagonistas de este terrible libro brindamos sin acordarnos ni un minuto más de ella.

Los piolines

Si tienes la idea de que soy un ser maravilloso, no leas este capítulo. En serio, si no lo lees tienes la oportunidad de seguir teniéndome por un niño excepcional; si lo lees… sabrás quién se esconde detrás de este Manolito pluscuamperfecto. Como aquellas tías buenísimas que salían en la serie
V
, que ocultaban tras sus caretas de mujeres perfectas sus verdaderos rostros: los de unas lagartas.

¿Por qué cuento entonces un capítulo que puede destrozar mi imagen pública? Para que veas que tengo mis defectos, que soy un ser humano, y casi todos los seres humanos que conozco tienen unos defectos mucho más grandes que sus virtudes. Menos Paquito Medina que, como siempre, es un caso aparte en la historia de nuestra especie.

Empezaré por el principio de los tiempos: el principio de los tiempos de esta terrible historia es el 23 de enero, que es el día en que, completamente engañado, me llevaron a un hospital (sólo les faltó ponerme una venda, como a los secuestrados) y me colocaron delante de una cuna para que conociera a ese extraño ser con el que comparto mi vida: el Imbécil. Lo malo es que esa fecha se repite todos los años. Todos los años, el Imbécil cumple años, y cada año que pasa, te soy sincero, yo lo llevo peor. Al principio, cuando el Imbécil tenía un año o dos, sólo le regalaban trajecitos o ratoncitos de goma de esos que pitan. Yo me reía para mis adentros: «Ja, ja, ja, cómo le engañan con cualquier cosa».

Pero desde que el Imbécil cumplió los cuatro años quiere apagar las velas, como yo, que le canten el cumpleaños feliz, como a mí, e invitar a gente, y no se corta ni un pelo a la hora de pedir por esa boquita los regalos que quiere. Todo esto ha supuesto un duro golpe para mí, porque dime una cosa: ¿Qué cara se supone que debo poner yo viendo cómo mi hermano es el centro de la fiesta? Encima tengo que disimular, porque mi madre se pone atacada cuando yo me mosqueo por estas cosas y me llama celoso-asqueroso, y cosas peores que no puedo poner en este libro tan fino.

Una semana antes de que llegara el cumpleaños del Imbécil, mi madre y yo fuimos al
híper
a comprarle los regalos. Mi madre estaba empeñada en que yo le comprara un regalo a mi hermano con mi propio dinero para demostrarle todo el cariño que le tengo. Abrí las tripas de mi cerdo-hucha y conté mis ahorros: tenía tres mil doscientas pesetas. Estuve mucho rato delante del dinero. Al final decidí que cogería doscientas pesetas para el regalo, porque lo importante, me dije a mí mismo, es el detalle, no el dinero que nos haya costado el regalo. Era un buen razonamiento, no me digas.

Como siempre, el Imbécil se había pedido un muñeco de Fétido, su personaje favorito de la familia Addams. Ni lo buscamos, ya hemos hecho bastante el ridículo en otras ocasiones. Mi madre decidió que yo le regalara la película y que ella le compraría la Barbie Voladora
Sky-dancer
y una pistola de ventosas. Con la
Sky-dancer
el Imbécil ha llegado a tener una colección de cinco Barbies. Las cuatro anteriores las quería para jugar a los bolos y la Barbie Voladora la quiere para lanzarla por los aires, y cuando está sobrevolando el mueble-bar con sus alitas de hélice, la derriba con la pistola de ventosas. En algunos casos, el Imbécil utiliza las Barbies para darnos en la cabeza cuando le llevamos la contraria. A mí una vez casi me saca un ojo con la Barbie Corazón porque no le dejaba el mando a distancia. Como verás, les saca mucho más partido a las Barbies que el que te venden en los anuncios de la tele.

Le compramos la Barbie y la pistola de ventosas y fuimos a comprarle el vídeo de la familia Addams. Nosotros no tenemos vídeo, pero la Luisa nos deja utilizar el suyo siempre que sea en presencia de su abogado, porque ya se lo hemos estropeado varias veces. Cuando íbamos a pagar saqué las doscientas pesetas del bolsillo.

—¿No pensarás que con esto se paga el vídeo? —me dijo mi madre con esa cara que pone cuando estamos a punto de tenerla.

—¡Qué inocentes son los niños! —dijo el dependiente.

—¡Inocente éste, un roñoso, eso es lo que es!

Mi madre no se corta a la hora de ponerme verde delante de extraños, incluso creo que disfruta.

—Es que… no he podido sacarle más al cerdo…

Mi madre no sabe que mi cerdo tiene una tapadera secreta debajo de la tripa que yo abro y cierro cada cinco minutos.

—Dame las doscientas pesetas —dijo mi madre extendiendo la mano—, yo te pongo el resto, pero en cuanto lleguemos a casa ya puedes ingeniártelas para sacarle al cerdo el resto.

—Y todo porque es el cumpleaños del Imbécil, si llega a ser el mío no te preocuparías tanto… —le dije yo sabiendo que con esa frase me la estaba jugando.

—Voy a hacer como que no te he oído para no cruzarte la cara delante de este señor.

El dependiente nos cobró y se quedó mirándonos con una sonrisa extraña. Mi madre echó a andar y el dependiente me preguntó en voz baja:

—¿Quién es el Imbécil?

—Mi hermano.

—Ah… —el dependiente se quedó como pensando—. Entonces será mejor que no pregunte quién es el cerdo.

Yo tampoco se lo aclaré porque me fui corriendo detrás de mi madre, que ya se había perdido entre las estanterías del
híper
. Estaba en la carnicería. No parecía que le preocupara mucho perderme porque ya estaba con los dientes largos mirando todas aquellas carnes crudas. La verdad, no sé cómo alguien puede mirar un trozo de carne sangrienta y decir:

—Qué buena pinta tiene ese añojo de primera…

Yo creo que mi madre ve una vaca por el campo y piensa: «Qué buena menestra» o «Con la parte del contramuslo les haría a los niños esta noche unas hamburguesas». A veces he pensado que si metieran a mi madre en una máquina del tiempo y la trasladaran a la época de las cavernas, antes de la invención del fuego, no tendría ningún problema en adaptarse, se le haría la boca agua viendo a cualquier animal prehistórico que pasara de casualidad por delante de su cueva. Y esto no lo digo por criticar, es una información completamente objetiva.

La tarde de compras fue muy dura en todos los sentidos. Mi madre no me quiso comprar a mí ni una pequeña tontería para compensar el enorme trauma que siento siempre que los regalos son para los demás.

—Pareces un niño chico —me dijo.

Lo malo de tener un hermano pequeño es que tus padres te tratan como si tuvieras ochenta años.

Encima, luego quiso que nos pusiéramos a la cola en que envuelven los paquetes para regalo.

—¿Para qué, si a él le da… igual?

El final de la frase lo dije muy bajito porque mi madre me dirigió una mirada de esas que te dejan completamente fosilizado. Como para que te estudien paleontólogos de todo el mundo.

Cuando íbamos a salir, me miró un momento y se ve que le entró un ramalazo de compasión hacia su pobre hijo de ochenta años y dijo:

—Anda, que te compro una hamburguesa.

A mí me entró un ramalazo de cariño. Ya ves, en el fondo estamos llenos de buenos sentimientos.

Mi madre dijo que no quería nada. Es lo que dice siempre desde que mi padre le regaló para su cumpleaños una báscula parlante que cada mañana le dice: «Pesa usted sesenta y dos kilos con cuatrocientos gramos». Y ella insulta a la báscula parlante con unas palabras que no puedo repetir porque hay niños delante. Entonces, casi nunca pide nada en las cafeterías, lo que hace es mirarte con cara de sufrimiento y empezar a picotear de lo tuyo. Poco a poco me fue robando todas las patatas fritas.

—Jo, mamá…

—Si sólo te cojo tres o cuatro…

No me digas que no tengo paciencia con ella.

Intenté entablar una conversación para que pareciéramos una madre y un hijo que había visto hacía poco en una película que echaron en la tele. Una madre y un hijo que comían las patatas con la boca abierta y no hacían más que reírse. Quise ser así de feliz. Hundí una patata en todo el tomatazo y dije:

—Lo bueno de no traer a la hamburguesería al Imbécil es que no lo pone todo perdido.

Dicho esto, le ofrecí la patata, que era, por cierto, la mejor patata, la más gorda de la bolsa. Se la ofrecí como quien ofrece una flor. El detalle se me estropeó porque ella fue a cogerla con una sonrisa enternecida, nos hicimos un lío entre yo, que daba, y ella, que cogía; total, que la patata voló a su blusa dejándole en el corazón una mancha terrible de tomatazo.

—Ahí va, parece que te han dado un tiro.

A ella no le habían dado un tiro pero a mí sí que me dieron una colleja que me estampó la patata que tenía en la otra mano contra mi chándal.

—Vaya tarde que me estás dando, hijo mío.

Que conste que si hubiera justicia en este mundo, yo hubiera tenido derecho a devolverle la colleja, ya que ahora era ella la que me había tirado la patata en mi chándal y así podríamos haber estado dándonos collejas y tirándonos las patatas encima. El gordo y el flaco le hubieran sacado mucho partido a esta simpática situación, pero a mi madre sólo le gusta el cine de amor.

Llegamos a casa con cara de grandes enemigos y tuve que soportar oír cómo mi madre contaba su versión sobre la tarde que habíamos pasado. Hasta a mí llegó a convencerme de que había un Manolito completamente insufrible escondido debajo de mi piel. Menos mal que mi abuelo dijo, como siempre:

—No será para tanto, Cata.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, noté cómo un cuerpo frío y babeante me tocaba un ojo. Lo abrí: era el Imbécil que me estaba dando con su chupete en la cara para despertarme. No te creas que tiene la delicadeza de secar un poquillo el chupete que se saca de la boca.

—El nene cumple cuatro, ¿y Manolito?

El Imbécil se piensa que todo lo que le pasa a él tiene que pasarme a mí, y no hay quien le saque de eso.

—Manolito ninguno.

Puso el chupete en el ojo de mi abuelo:

—El nene cumple cuatro y Manolito cumple ninguno.

Mi abuelo levantó al bebé gigantesco y lo metió con nosotros en la cama. Yo no tenía ganas de nada, pero tuve que acabar riéndome porque los pedos mañaneros del Imbécil tienen música, te lo juro, y hay veces que se puede distinguir el estribillo de alguna canción, como
Macarena
o
Campana sobre campana
. No me digas cómo lo consigue. Mi madre ha estado muchas veces a punto de llamar a científicos de todo el mundo para que estudien este extraño fenómeno, pero los García Moreno tampoco queremos pasar a la Historia como el eslabón perdido entre el cerdo y el hombre.

Así que ya te digo: me reí. Intenté que se me pasara la rabia podrida que me daba esa fiesta de cumpleaños que se celebraría por la tarde. Pensé en que lo bueno que tenía el cumpleaños es que no volvería a producirse hasta dentro de un año.

A la salida del colegio mi abuelo y yo tuvimos que traernos a los dos invitados del Imbécil: la Melanie (que es hermana de Mostaza) y Zeus, su compañero de preescolar, tristemente conocido porque se come los mocos. Éste es el tipo de informaciones que nos da el Imbécil sobre su clase a la hora de la comida:

—Zeus se come los mocos… La Melanie ha hecho pis en mi banqueta… Aarón Martínez vomitó a la seño… El nene hizo caca suelta.

Cuando lleva cuatro frases como éstas se te hace un nudo en el estómago y se te quitan las ganas de comer, te lo juro. Sin embargo, mi madre hurga más en la herida y a menudo pregunta:

—Pero ¿cómo de suelta era la caca, cielo mío, como el puré o como el gazpacho?

—La caca del nene como el puré.

Ésas son nuestras conversaciones a la hora de comer desde que el Imbécil empezó en la escuela. La cosa puede hacerse más dramática si encima está la Luisa:

—Pero… ¿como un puré de lentejas o un puré de patatas?

—La caca del nene como…

Hay una expectación que se masca en el ambiente. El Imbécil se lo piensa tranquilamente y suelta:

—Puré de lentejas.

Esto venía porque yo estoy al corriente de todos los trapos sucios de los compañeros del Imbécil. Así que debo confesar que cuando fuimos a cruzar la calle intenté por todos los medios que Zeus no me cogiera de la mano, pero Zeus me adora y se vino corriendo a mi lado, qué le vamos a hacer.

Al subir para mi casa, el Imbécil y la Melanie se empujaron varias veces peleándose por ir los primeros en la escalera. Más de una vez tuvimos que frenarlos para que no se dieran con la cabeza contra los escalones. Me estaban poniendo cardíaco. Entre ellos y Zeus, que en cuanto me descuidaba se sacaba un moco y abría la boca, no daba abasto. Me puse tan nervioso que le di un cachete en la mano donde iba el moco y le dije:

—Que no se comen,
joé
.

Entonces Zeus se quedó mirando el moco y luego me miró a mí como preguntándome: «¿Entonces qué hago con él?». La pregunta estaba en el aire: ¿qué hace uno con un moco una vez que el moco ya ha sido extraído de la nariz? Zeus lo fue a pegar en la pared, pero yo le sujeté la mano antes de que lo hiciera:

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