Al sonar las diez, D’Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradeció sus informes, le recomendó tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvió al salón. Pero al pie de la escalera, D’Artagnan se acordó de que había olvidado su bastón; por lo tanto subió precipitadamente, volvió a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido movido, y seguro desde entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto se encontró en la calle.
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na vez hecha la visita al señor de Tréville, D’Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa.
¿En qué pensaba D’Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo?
Pensaba en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquetero, la joven era casi una idealidad amorosa. Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además, D’Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan un carácter más tierno.
D’Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante. Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco vergüenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.
Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla.
D’Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo. D’Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a París como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer aquí. Por todas partes había un enemigo que combatir contribuciones que alcanzar.
Pero, digámoslo, por ahora D’Artagnan estaba movido por un sentimiento más noble y más desinteresado. El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa. Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido la continuación. Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora.
Hay en la holgura una multitud de cuidados y de caprichos aristocráticos que le van bien a la belleza. Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las manos, sobre todo en las mujeres, necesitan permanecer ociosas para permanecer bellas.
Además D’Artagnan, como sabe muy bien el lector, a quien no hemos ocultado el estado de su fortuna, D’Artagnan no era millonario; esperaba serlo algún día, pero el tiempo que él mismo se fijaba para ese feliz cambio estaba bastante lejos. Mientras tanto, ¡qué desesperación ver a una mujer que se ama desear esas mil naderías con que las mujeres hacen su dicha, y no poder darle esas mil naderías! Al menos, cuando la mujer es rica y el amante no lo es, lo que no puede ofrecerle, ella misma se lo ofrece; y aunque por regla general ella se consiga tal disfrute con el dinero del marido, raro es que sea él a quien dé las gracias.
Además D’Artagnan, dispuesto a ser el amante más tierno, era mientras tanto un amigo abnegado. En medio de sus proyectos amorosos sobre la mujer del mercero, no olvidaba a los suyos. La bonita señora Bonacieux era mujer para pasear por el llano de Saint-Denis o entre el tumulto de Saint-Germain, en compañía de Athos, de Porthos y Aramis, a los cuales D’Artagnan estaría orgulloso de mostrar una conquista semejante. Luego, cuando se ha caminado mucho tiempo, llega el hambre: D’Artagnan tras algún tiempo había notado esto. Harían breves comidas encantadoras en las que se toca por un lado la mano de un amigo, y por el otro el pie de una amante. En fin, en los momentos de apuros, en las situaciones extremas, D’Artagnan sería el salvador de sus amigos.
¿Y el señor Bonacieux, a quien D’Artagnan había empujado a las manos de los esbirros renegándole en alta voz y a quien había prometido en voz baja salvarle? Debemos confesar a nuestros lectores que D’Artagnan no pensaba en él ni por un momento, o que, si pensaba, era para decirse que estaba bien donde estaba, fuera en la parte que fuera. El amor es la más egoísta de todas las pasiones.
Sin embargo, que nuestros lectores se tranquilicen: si D’Artagnan olvida a su hospedero o hace ademán de olvidarlo so pretexto de que no sabe adónde ha sido conducido, nosotros no lo olvidamos, y nosotros sabemos dónde está. Pero por ahora, hagamos como el gascón enamorado. En cuanto al digno mercero, volveremos a él más tarde.
D’Artagnan, mientras reflexionaba en sus futuros amores, mientras hablaba a la noche, mientras sonreía a las estrellas, remontaba la calle du Cherche-Midi o Chasse-Midi
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, como se llamaba entonces. Como se encontraba en el barrio de Aramis, le había venido la idea de ir a visitar a su amigo, para darle algunas explicaciones sobre los motivos que le habían hecho enviar a Planchet con la invitación de presentarse inmediatamente en la ratonera. Ahora bien, si Aramis se hubiera encontrado en su casa cuando Planchet había ido a ella, habría corrido indudablemente a la calle des Fossoyeurs, y al no encontrar quizá a nadie más que a sus dos compañeros, ni unos ni otros habían sabido lo que aquello quería decir. Esa molestia merecía, pues, una explicación; he ahí lo que se decía en voz alta D’Artagnan.
Además, por lo bajo, pensaba que aquella era para él una ocasión de hablar de la bonita señora Bonacieux, de la que su espíritu, si no su corazón, estaba ya totalmente lleno. A propósito de un primer amor no es necesario pedir discreción. Este primer amor va acompañado de una alegría tan grande que es preciso que esa alegría desborde; sin eso, os ahogaría.
Desde hacía dos horas París estaba sombrío y comenzaba a quedarse desierto. Las once sonaban en todos los relojes del barrio de Saint-Germain, hacía una temperatura suave. D’Artagnan seguía una calleja situada sobre el emplazamiento por el que hoy pasa la calle d’Assas
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, respirando las emanaciones embalsamadas que venían con el viento de la calle de Vaugirard y que enviaban los jardines refrescados por el rocío del atardecer y por la brisa de la noche. A lo lejos resonaban, amortiguados no obstante por buenos postigos, los cantos de los bebedores en algunas tabernas perdidas en el llano. Llegado al cabo de la callejuela, D’Artagnan torció a la izquierda. La casa que habitaba Aramis se hallaba situada entre la calle Cassete y la calle Servandoni
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D’Artagnan acababa de dejar atrás la calle Cassete y reconocía ya la puerta de la casa de su amigo, enterrada bajo un macizo de sicomoros y de clemátides que formaban un vasto anillo por encima de ella, cuando percibió algo como una sombra que salía de la calle Servandoni. Ese algo estaba envuelto en una capa, y D’Artagnan creyó al principio que era un hombre; pero por la pequeñez de la talla, por la incertidumbre de los andares, por el embarazo del paso, pronto reconoció a una mujer. Es más, aquella mujer, como si no hubiera estado bien segura de la casa que buscaba, alzaba los ojos para orientarse, se detenía, volvía atrás, luego volvía de nuevo. D’Artagnan quedó intrigado.
«¡Y si fuera a ofrecerle mis servicios! —pensó—. Por su aspecto se ve que es joven; quizá sea hermosa. ¡Oh! Sí. Pero una mujer que corre las calles a esta hora no sale más que para reunirse con su amante. ¡Maldita sea! Si fuera a perturbar la cita, sería un mal comienzo para entrar en relaciones».
Sin embargo, la joven seguía avanzando, contando las casas y las ventanas. No era, por lo demás, cosa larga ni difícil. No había más que tres palacetes en aquella parte de la calle, y dos ventanas con vistas sobre aquella calle: la una era de un pabellón paralelo al que ocupaba Aramis, la otra era la del propio Aramis.
—¡Pardiez! —se dijo D’Artagnan, a quien la nieta del teólogo venía a las mientes—. ¡Pardiez! Estaría bueno que esa paloma rezagada buscase la casa de nuestro amigo. Pero, por vida mía, eso sería demasiado. ¡Ah, mi querido Aramis, por esta vez, quiero tener el corazón limpio!
Y D’Artagnan, haciéndose lo más delgado que pudo, se puso a cubierto en el lado más oscuro de la calle, junto a un banco de piedra situado en el fondo de un nicho.
La joven continuó avanzando, porque además de la ligereza de su paso, que le había traicionado, acababa de hacer oír una breve tos que denunciaba una voz de las más frescas. D’Artagnan pensó que aquella tos era una señal.
Sin embargo, bien porque se hubiera respondido a aquella tos mediante un signo equivalente que había fijado las irresoluciones de la nocturna buscadora, bien porque sin ayuda extraña hubiera reconocido que había llegado al fin de su camino, se acercó resueltamente al postigo de Aramis y llamó con tres intervalos iguales con su dedo encorvado.
—¡Vaya con Aramis! —murmuró D’Artagnan—. ¡Ah, señor hipócrita, os he cogido haciendo teología!
Apenas fueron dados los tres golpes cuando la ventana interior se abrió y una luz apareció a través de los vidrios del postigo.
—¡Ah, ah! —hizo el indiscreto no de las puertas, sino de las ventanas—. ¡Vaya!, esperaban la visita. Veamos, el postigo va a abrirse y la dama entrará escalando. ¡Muy bien!
Pero, para gran asombro de D’Artagnan, el postigo permaneció cerrado. Además, la luz que había resplandecido un instante desapareció y todo volvió a la oscuridad.
D’Artagnan pensó que aquello no podía durar así, y continuó mirando con todos sus ojos y escuchando con todas sus orejas.
Tenía razón: al cabo de unos segundos, dos golpes secos resonaron en el interior.
La joven de la calle respondió con un solo golpe seco, y el postigo se entreabrió.
Júzguese si D’Artagnan miraba y escuchaba con avidez.
Desgraciadamente, la luz había sido llevada a otra habitación. Pero los ojos del joven se habían habituado a la noche. Por otra parte, los ojos de los gascones tienen, como los de los gatos, según se asegura, la propiedad de ver durante la noche.
D’Artagnan vio, pues, que la joven sacaba de su bolso un objeto blanco que desplegó con viveza y que tomó la forma de un pañuelo. Desplegado aquel objeto, hizo notar una esquina a su interlocutor.
Esto recordó a D’Artagnan aquel pañuelo que había encontrado a los pies de la señora Bonacieux, que le había recordado el que había encontrado a los pies de Aramis.
¿Qué diablos podía, pues, significar aquel pañuelo?
Situado donde estaba, D’Artagnan no podía ver el rostro de Aramis, y decimos de Aramis porque el joven no tenía ninguna duda de que era su amigo quien dialogaba desde el interior con la dama del exterior; la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando la preocupación en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que hemos puesto en escena, salió de su escondite, y raudo como una centella, pero ahogando el ruido de sus pasos, fue a pegarse a una esquina del muro, desde el que su mirada podía hundirse perfectamente en el interior de la habitación de Aramis.
Llegado allí, D’Artagnan pensó lanzar un grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba con la visitante nocturna, era una mujer. Sólo que D’Artagnan veía bastante para reconocer la forma de sus vestidos, pero no para distinguir sus rasgos.
En el mismo instante, la mujer de la habitación sacó un segundo pañuelo de su bolsillo y lo cambió por aquel que acababan de mostrarle. Luego entre las dos mujeres fueron pronunciadas algunas palabras. Por fin el postigo se cerró. La mujer que se hallaba en el exterior de la ventana se volvió y vino a pasar a cuatro pasos de D’Artagnan bajando la toca de su manto; pero la precaución había sido tomada demasiado tarde y D’Artagnan había reconocido a la señora Bonacieux.
¡La señora Bonacieux! La sospecha de que era ella le había cruzado por el espíritu cuando había sacado el pañuelo de su bolso; pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que había enviado a buscar al señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las calles de París sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por segunda vez?
Era preciso, por tanto, que fuera por un asunto muy importante. ¿Y qué asunto hay importante para una mujer de veinticinco años? El amor.
Pero ¿era por su cuenta o por cuenta de otra persona por lo que se exponía a semejantes azares? Esto era lo que se preguntaba a sí mismo el joven, a quien el demonio de los celos mordía en el corazón ni más ni menos que a un amante titulado.
Había por otra parte un medio muy simple de asegurarse adónde iba la señora Bonacieux: era seguirla. Este medio era tan simple que D’Artagnan lo empleó naturalmente y por instinto.
Pero a la vista del joven que se separaba del muro como una estatua de su nicho, y al ruido de los pasos que oyó resonar tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y huyó.