—Y vos, querido compañero —le dijo—, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las condesas y de las princesas de los demás?
—Perdón —interrumpió Aramis—, he hablado porque el propio Porthos habla de ellas, porque ha gritado todas esas hermosas cosas delante de mí. Pero, mi querido señor D’Artagnan, creed que, si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no habría habido confesor más discreto que yo.
—No lo dudo —prosiguió D’Artagnan—; pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis bastante familiaridad con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de vuestro conocimiento.
Aramis aquella vez no se enfadó, sino que adoptó su aire más modesto y respondió afectuosamente:
—Querido, no olvidéis que quiero ser de iglesia
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y que huyo de todas las ocasiones mundanas. Aquel pañuelo que visteis en modo alguno me había sido confiado; había sido olvidado en mi casa por uno de mis amigos. Tuve que recogerlo para no comprometerlos, a él y a la dama a la que ama. En cuanto a mí, no tengo ni quiero tener amantes, siguiendo en esto el ejemplo muy juicioso de Athos, que no las tiene más que yo.
—Pero ¡qué diablos!, no sois abad, dado que sois mosquetero.
—Mosquetero por ínterin, querido, como dice el cardenal, mosquetero contra mi gusto, pero hombre de iglesia en el corazón, creedme. Athos y Porthos me metieron ahí para entretenerme: tuve, en el momento de ser ordenado, una pequeña dificultad con… Pero esto apenas os interesa, y os robo un tiempo precioso.
—Nada de eso, me interesa mucho —exclamó D’Artagnan—, y por ahora no tengo absolutamente nada que hacer.
—Sí, pero yo tengo que rezar mi breviario —respondió Aramis—, después de componer algunos versos que me ha pedido la señora D’Aiguillon; luego debo pasar por la calle Saint-Honoré, para comprar carmín para la señora de Chevreuse
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. Como veis, querido amigo, si nada os apremia, yo estoy muy apremiado.
Y Aramis tendió afectuosamente la mano a su joven compañero, y se despidió de él.
Por más esfuerzos que hizo, D’Artagnan no pudo saber más sobre sus tres nuevos amigos. Tomó, pues, la decisión de creer para el presente todo cuanto se decía de su pasado, esperando revelaciones más serias y más amplias del porvenir. Mientras tanto, consideró a Athos como a un Aquiles, a Porthos como a un Áyax, y a Aramis como a un José.
Por lo demás, la vida de los cuatro jóvenes era alegre. Athos jugaba, y siempre con mala fortuna. Sin embargo, jamás pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa estuviera sin cesar a su servicio; y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía despertar a su acreedor a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la víspera.
Porthos tenía rachas: esos días, si ganaba, se le veía insolente y espléndido; si perdía, desaparecía por completo durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el rostro descolorido y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.
En cuanto a Aramis, no jugaba jamás. Pero era el peor mosquetero y el invitado más desagradable que se pudiese ver. Tenía siempre que trabajar. A veces, en medio de una comida, cuando todos con la incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había aún para dos o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba con una graciosa sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a consultar a un casuista con el que tenía cita. Otras veces regresaba a su alojamiento para escribir una tesis y rogaba a sus amigos no distraerle.
Entonces Athos sonreía con aquella encantadora sonrisa melancólica que tan bien sentaba a su noble figura, y Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de aldea.
Planchet, el criado de D’Artagnan, soportó noblemente la buena fortuna; recibía treinta sous
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diarios, y durante un mes venía al alojamiento alegre como un pinzón y afable con su amo. Cuando el viento de la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des Fossayeurs, es decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi, comenzó con quejas que Athos encontró nauseabundas Porthos indecentes y Aramis ridículas. Athos aconsejó, pues, a D’Artagnan despedir al bribón; Porthos quería que antes lo apaleara, y Aramis pretendió que un amo no debía oír más que los cumplidos que se hacen de él.
—Es muy fácil para vos decir eso —dijo D’Artagnan—; a vos, Athos, que vivís mudo con Grimaud, que le prohibís hablar y que, por tanto, no tenéis nunca malas palabras con él; a vos, Porthos, que lleváis un tren magnífico y que sois un dios para vuestro criado Mosquetón, y a vos finalmente, Aramis, que siempre distraído por vuestros estudios teológicos, inspiráis un profundo respeto a vuestro servidor Bazin, hombre dulce y religioso; pero yo, que no tengo ni consistencia ni recursos, yo, que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para inspirar cariño, temor o respeto a Planchet?
—La cosa es grave —respondieron los tres amigos—; es un asunto interno; con los criados ocurre como con las mujeres, hay que ponerlos en seguida en el sitio que uno desea que permanezcan. Reflexionad, pues.
D’Artagnan reflexionó y se decidió por vapulear a Planchet provisionalmente, cosa que fue ejecutada con la conciencia que D’Artagnan ponía en todo; luego, después de haberlo vapuleado bien, le prohibió abandonar su servicio sin su permiso. Porque, añadió, el porvenir no me puede fallar; espero inevitablemente tiempos mejores. Tu fortuna está, pues, hecha si te quedas a mi lado, y yo soy demasiado buen amo para privarte de tu fortuna concediéndote el despido que me pides.
Esta manera de actuar infundió en los mosqueteros mucho respeto hacia la política de D’Artagnan, Planchet quedó igualmente admirado y no habló más de irse.
La vida de los cuatro jóvenes se había hecho común; D’Artagnan, que no tenía ningún hábito, puesto que llegaba de su provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para él, tomó por eso los hábitos de sus amigos.
Se levantaban hacia las ocho en invierno, hacia las seis en verano, y se iban a recibir órdenes y a ver cómo iban los asuntos del señor de Tréville. D’Artagnan, aunque no fuese mosquetero, hacía el servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, porque siempre hacía compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya. Se le conocía en el palacio
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de los mosqueteros y todos le tenían por un buen camarada; el señor de Tréville, que le había apreciado a la primera ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de recomendarlo al rey.
Por su parte, los tres mosqueteros querían mucho a su joven camarada. La amistad que unía a aquellos cuatro hombres, y la necesidad de verse tres o cuatro veces por día, bien para un duelo, bien para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros como sombras; y se encontraba siempre a los inseparables buscándose del Luxemburgo a la plaza Saint-Sulpice, o de la calle del Vieux-Colombier al Luxemburgo.
Mientras tanto, las promesas del señor de Tréville seguían su curso. Un buen día, el rey ordenó al señor caballero Des Essarts tomar a D’Artagnan como cadete en su compañía de guardias. D’Artagnan endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al precio de diez años de su existencia, por la casaca de mosquetero. Pero el señor de Tréville prometió aquel favor tras un noviciado de dos años, noviciado que podía ser abreviado por otra parte si se le presentaba a D’Artagnan ocasión de hacer algún servicio al rey o de acometer alguna acción brillante. D’Artagnan se retiró con esta promesa y desde el día siguiente comenzó su servicio.
Entonces fue cuando les llegó a Athos, Porthos y Aramis el turno de montar guardia con D’Artagnan cuando estaba de guardia. La compañía del señor caballero Des Essarts tomó así cuatro hombres en lugar de uno el día en que tomó a D’Artagnan.
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in embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la asociación con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos, y gracias a una de esas desapariciones a las que estaban habituados durante casi quince días había subvenido aún a las necesidades de todos; por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse algunas pistolas.
Entonces, como de costumbre, recurrieron al señor de Tréville, que dio algunos adelantos sobre el sueldo; pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera.
Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó. Desgraciadamente, estaba en mala vena: perdió todo, además de veinticinco pistolas sobre palabra.
Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus lacayos correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.
Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo seis ocasiones e hizo lo propio con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.
En cuanto a D’Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los guardias. Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se come una vez, aunque se coma mucho.
D’Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener más que una comida y media —porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida— que ofrecer a sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis. Se creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente. Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas.
En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D’Artagnan es que sus compañeros no hubieran pensado esto.
El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Arquímedes
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, se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta. D’Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.
Que de la frase, «D’Artagnan despertó a Planchet», el lector no vaya a suponer que era de noche o que aún no había llegado el día. ¡No! Acababan de sonar las cuatro. Planchet, dos horas antes, había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondió con el refrán: «Quien duerme come». Y Planchet comía durmiendo.
Fue introducido un hombre de cara bastante simple y que tenía aspecto de burgués.
De buena gana hubiera querido Planchet, para postre, oír la conversación; pero el burgués declaró a D’Artagnan que por ser importante y confidencial lo que tenía que decirle deseaba permanecer a solas con él.
D’Artagnan despidió a Planchet e hizo sentarse a su visitante.
Hubo un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para establecer un conocimiento previo, tras lo cual D’Artagnan se inclinó en señal de que escuchaba.
—He oído hablar del señor D’Artagnan como de un joven muy valiente —dijo el burgués—, y esa reputación de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un secreto.
—Hablad, señor, hablad —dijo D’Artagnan, que por instinto olfateó algo ventajoso.
El burgués hizo una nueva pausa y continuó:
—Mi mujer es costurera de la reina, señor, y no carece ni de prudencia ni de belleza. Hace casi tres años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el señor de La Porte
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el portamantas de la reina, es su padrino y la protege…
—¿Y bien, señor? —preguntó D’Artagnan.
—¡Pues bien! —prosiguió el burgués—. Pues bien señor, mi mujer ha sido raptada ayer por la mañana cuando salía de su cuarto de trabajo.
—¿Y quién ha raptado a vuestra mujer?
—Con seguridad no sé nada, señor, pero sospecho de alguien.
—¿Y quién es esa persona de la que sospecháis?
—Un hombre que la perseguía desde hace tiempo.
—¡Diablos!
—Pero permitid que os diga, señor —prosiguió el burgués—, que estoy convencido de que en todo esto hay menos amor que política.
—Menos amor que política —dijo D’Artagnan con un gesto pensativo—. ¿Y qué sospecháis?
—No sé si debería deciros lo que sospecho…
—Señor, os haré observar que yo no os pido absolutamente nada. Sois vos quien habéis venido. Sois vos quien me habéis dicho que tenéis un secreto que confiarme. Obrad, pues, a vuestro gusto, aún estáis a tiempo de retiraros.
—No, señor, no; me parecéis un joven honesto, y tendré confianza en vos. Creo, pues, que mi mujer no ha sido detenida por sus amores, sino por los de una dama más importante que ella.
—¡Ah ah! ¿No será por los amores de la señora de Bois-Tracy? —dijo D’Artagnan, que quiso aparentar ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la corte.