—Cabezota gascón ¿terminaréis? —dijo el rey.
—Sire —respondió Tréville sin bajar ni por asomo la voz—, ordenad que se me devuelva mi mosquetero o que sea juzgado.
—Se le juzgará —dijo el cardenal.
—¡Pues bien tanto mejor! Porque en tal caso pediré a Su Majestad permiso para abogar por él.
El rey temió un estallido.
—Si Su Eminencia —dijo— no tiene personalmente motivos…
El cardenal vio venir al rey y se le adelantó.
—Perdón —dijo—, pero desde el momento en que Vuestra Majestad ve en mí un juez predispuesto, me retiro.
—Veamos —dijo el rey—. ¿Me juráis vos, por mi padre, que el señor Athos estaba con vos durante el suceso y que no ha tomado parte en él?
—Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el mundo, ¡lo juro!
—¿Queréis reflexionar, sire? —dijo el cardenal—. Si soltamos de este modo al prisionero, no podremos conocer nunca la verdad.
—El señor Athos seguirá estando ahí —prosiguió el señor de Tréville—, dispuesto a responder cuando plazca a las gentes de toga interrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad tranquilo, yo mismo respondo de él.
—Claro que no desertará —dijo el rey—. Se le encontrará siempre, como dice el señor de Tréville. Además —añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia—, démosle seguridad: eso es política.
Esta política de Luis XIII hizo sonreír a Richelieu.
—Ordenad, sire —dijo—. Tenéis el derecho de gracia.
—El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables —dijo Tréville, que quería tener la última palabra— y mi mosquetero es inocente. No es, pues, gracia lo que vais a conceder, sire, es justicia.
—¿Y está en Fort-l’Evêque? —dijo el rey.
—Sí, sire, y en secreto, en un calabozo, como el último de los criminales.
—¡Diablos! ¡Diablos! —murmuró el rey—. ¿Qué hay que hacer?
—Firmar la orden de puesta en libertad y todo estará dicho —añadió el cardenal—. Yo creo, como Vuestra Majestad, que la garantía del señor de Tréville es más que suficiente.
Tréville se inclinó respetuosamente con una alegría que no estaba exenta de temor; hubiera preferido una resistencia porfiada del cardenal a aquella repentina facilidad.
El rey firmó la orden de excarcelación y Tréville se la llevó sin demora.
En el momento en que iba a salir, el cardenal le dirigió una sonrisa amistosa y dijo al rey:
—Una buena armonía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros, sire; eso es muy beneficioso para el servicio y muy honorable para todos.
—Me jugará alguna mala pasada de un momento a otro —decía Tréville—. Nunca se tiene la última palabra con un hombre semejante. Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión en seguridad, y a fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort-l’Evêque a un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.
El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort-l’Évêque, donde liberó al mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.
Luego, la primera vez que volvió a ver a D’Artagnan, le dijo:
—Escapáis de una buena, vuestra estocada a Jussac está pagada. Queda todavía la de Bernajoux, y no debéis fiaros demasiado.
Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras él cuando Su Eminencia dijo al rey:
—Ahora que no estamos más que nosotros dos, vamos a hablar seriamente, si place a Vuestra Majestad. Sire, el señor de Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta mañana no ha partido.
E
s imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
—¡El señor de Buckingham en París! —exclamó—. ¿Y qué viene a hacer?
—Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.
—¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville
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y los Condé
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!
—¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra Majestad.
—La mujer es débil, señor cardenal —dijo el rey—; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor.
—No por ello dejo de mantener —dijo el cardenal— que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político.
—Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble!
—Por cierto —dijo el cardenal—, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.
—A él indudablemente —dijo el rey—. Cardenal, necesito los papeles de la reina.
—Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante.
—¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D’Ancre
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? —exclamó el rey en el más alto grado de cólera—. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.
—La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.
—Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte…
—A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso —dijo el cardenal.
—Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? —dijo el rey.
—Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor.
—Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?
—¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué escándalo! Y si las sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran alguna consistencia, ¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo desesperante!
—Pero puesto que se exponía como un vagabundo y un ladronzuelo, había…
Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.
—¿Había?
—Nada —dijo el rey—, nada. Pero en todo el tiempo que ha estado en París, ¿le habéis perdido de vista?
—No, sire.
—¿Dónde se alojaba?
—In la calle de La Harpe, número 75.
—¿Dónde está eso?
—Junto al Luxemburgo.
—¿Y estáis seguro de que la reina y él no se han visto?
—Creo que la reina está demasiado vinculada a sus deberes, sire.
—Pero se han escrito; es a él a quien la reina ha escrito durante todo el día; señor duque, ¡necesito esas cartas!
—Pero, sire…
—Señor duque, al precio que sea las quiero.
—Haré observar, sin embargo, a Vuestra Majestad…
—¿Me traicionáis vos también, señor cardenal, para oponeros siempre así a mis deseos? ¿Estáis de acuerdo con los españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con la reina?
—Sire —respondió suspirando el cardenal—, creía estar al abrigo de semejante sospecha.
—Señor cardenal, ya me habéis oído: quiero esas cartas.
—No habría más que un medio.
—¿Cuál?
—Sería encargar de esta misión al señor guardasellos Séguier. La cosa entra por entero en los deberes de su cargo.
—¡Que envíen a buscarlo ahora mismo!
—Debe estar en mi casa, sire; hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.
—¡Que vayan a buscarlo ahora mismo!
—Las órdenes de Vuestra Majestad serán cumplidas, pero…
—¿Pero qué?
—La reina se negará quizá a obedecer.
—¿Mis órdenes?
—Sí, si ignora que esas órdenes vienen del rey.
—Pues bien para que no lo dude, voy a prevenirla yo mismo.
—Vuestra Majestad no debe olvidar que he hecho todo cuanto he podido para prevenir una ruptura.
—Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá, y os prevengo que luego tendremos que hablar de esto.
—Cuando le plazca a Vuestra Majestad; pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de sacrificarme a la buena armonía que deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.
—Bien, cardenal, bien; pero mientras tanto enviad en busca del señor guardasellos; yo entro en los aposentos de la reina.
Y abriendo la puerta de comunicación, Luis XIII se adentró por el corredor que conducía de sus habitaciones a las de Ana de Austria.
La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora de Montbazon y la señora de Guéménée
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. En un rincón estaba aquella camarista española, doña Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía escuchar.
Estos pensamientos, pese a lo dorados que estaban por un último reflejo de amor, no eran menos tristes. Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida —aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por conceder al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle—. Ana de Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más íntimos, sus favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto, llevaba la desgracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que apelaba a la persecución. La señora Chevreuse y la señora de Vernet estaban exiliadas; finalmente, La Porte no ocultaba a su ama que esperaba ser arrestado de un momento a otro.
Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones cuando la puerta de la habitación se abrió y entró el rey.
La lectora se calló al momento, todas las damas se levantaron y se hizo un profundo silencio.
En cuanto al rey, no hizo ninguna demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante la reina, dijo con voz alterada:
—Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he encargado.
La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el juicio, palideció bajo el
rouge
y no pudo impedirse decir:
—Pero ¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a decirme el señor canciller que Vuestra Majestad no pueda decirme por sí misma?
El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán de los guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.
Cuando el canciller apareció, el rey había salido ya por otra puerta.
El canciller entró medio sonriendo, medio ruborizándose. Como probablemente volveremos a encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora conocimiento con él.
El tal canciller era un hombre agradable. Fue Des Roches de Masle
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, canónigo de Notre-Dame y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia como un hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue bien.
Contaban de él algunas historias, entre otras ésta:
Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos durante algún tiempo las locuras de la adolescencia.
Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin tregua, y el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla al vuelo. Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la comunidad se pondría a rezar.
El consejo pareció bueno al futuro canciller. Conjuró al espíritu maligno con gran acompañamiento de plegarias hechas por los monjes; pero el diablo no se deja desposeer fácilmente de una plaza en la que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los exorcismos, redoblaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana repicaba anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.
Los monjes no tenían ni un instante de reposo. Por el día no hacían más que subir y bajar las escaleras que conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines, estaban obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus celdas.
Se ignora si fue el diablo quien soltó la presa o fueron los monjes quienes se cansaron; pero al cabo de tres meses, el diablo reapareció en el mundo con la reputación del más terrible poseso que jamás haya existido.
Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad; se hizo canciller, sirvió a su eminencia con celo en su odio contra la reina madre y en su venganza contra Ana de Austria; estimuló a los jueces en el asunto de Chalais, alentó los ensayos del señor de Laffemas
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, gran ahorcador de Francia; finalmente, investido de toda la confianza del cardenal, confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya ejecución se presentaba en el aposento de la reina.