La reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvió a sentar en su sillón e hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus cojines y taburetes, y con un tono de suprema altivez preguntó:
—¿Qué deseáis, señor y con qué fin os presentáis aquí?
—Para hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber a Vuestra Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.
—¡Cómo, señor! Una indagación en mis papeles… ¡A mí! ¡Qué cosa más indigna!
—Os ruego que me perdonéis, señora, pero en esta circunstancia no soy sino el instrumento de que el rey se sirve. ¿No acaba de salir de aquí Su Majestad y no os ha invitado ella misma a prepararos para esta visita?
—Registrad, pues, señor; soy una criminal según parece: Estefanía, dadle las llaves de mis mesas y de mis secreteres.
El canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era en un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante el día.
Cuando el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a los titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a registrar a la propia reina. El canciller avanzó, pues, hacia Ana de Austria, y con un tono muy perplejo y aire muy embarazado, dijo:
—Y ahora sólo me queda por hacer la indagación principal.
—¿Cuál? —preguntó la reina, que no comprendía o que, mejor dicho, no quería comprender.
—Su Majestad está segura de que ha sido escrita por vos una carta durante el día; sabe que aún no ha sido enviada a su destinatario. Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
—¿Os atreveríais a poner la mano sobre vuestra reina? —dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda su altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi amenazadora.
—Yo soy un súbdito fiel del rey, señora; y todo cuanto Su Majestad ordene lo haré.
—Pues bien es cierto —dijo Ana de Austria—, y los espías del señor cardenal le han servido bien. Hoy he escrito una carta, esa carta no está en ninguna parte. La carta está aquí.
Y la reina llevó su bella mano a su blusa.
—Entonces, dadme esa carta, señora —dijo el canciller.
—No se la daré más que al rey, señor —dijo Ana.
—Si el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entregada, señora, os la hubiera pedido él mismo. Pero, os lo repito, es a mí a quien ha encargado reclamárosla, y si no la entregáis…
—¿Y bien?
—También me ha encargado cogérosla.
—Cómo, ¿qué queréis decir?
—Que mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a buscar el papel sospechoso en la persona misma de Vuestra Majestad
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—¡Qué horror! —exclamó la reina.
—¿Queréis pues, hacer las cosas fáciles?
—Esa conducta es de una violencia infame, ¿lo sabíais, señor?
—El rey manda, señora, perdonadme.
—No lo soportaré; no, no, ¡antes morir! —exclamó la reina, en la que se revolvía la sangre imperiosa de la española y de la austríaca.
El canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de no retroceder un ápice en el cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera podido hacerlo un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Austria, de cuyos ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.
Como hemos dicho, la reina era de una gran belleza.
El cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llegado, a fuerza de celos contra Buckingham, a no estar celoso de nadie.
Sin duda el canciller Séguier buscó en ese momento con los ojos el cordón de la famosa campana; pero al no encontrarlo, tomó su decisión y tendió la mano hacia el lugar en que la reina había confesado que se encontraba el papel.
Ana de Austria dio un paso hacia atrás, tan pálida que se hubiera dicho que iba a morir; y apoyándose con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó con la derecha un papel de su pecho y lo tendió al guardasellos.
—Tomad, señor, ahí está la carta —exclamó la reina, con voz entrecortada y temblorosa—. Cogedla y libradme de vuestra odiosa presencia.
El canciller, que por su parte temblaba por una emoción fácil de concebir, cogió la carta, saludó hasta el suelo y se retiró.
Apenas se hubo cerrado la puerta tras él, cuando la reina cayó semidesvanecida en brazos de sus mujeres.
El canciller fue a llevar la carta al rey sin haber leído una sola palabra. El rey la cogió con la mano temblorosa, buscó el destinatario, que faltaba; se puso muy pálido, la abrió lentamente; luego, al ver por las primeras letras que estaba dirigida al rey de España, leyó con rapidez.
Era todo un plan de ataque contra el cardenal. La reina invitaba a su hermano y al emperador de Austria a fingir, heridos como estaban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación fue el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que imponían como condición de la paz el despido del cardenal; pero de amor no había una sola palabra en toda aquella carta.
El rey, todo contento, se informó de si el cardenal estaba aún en el Louvre. Se le dijo que Su Eminencia esperaba, en el gabinete de trabajo, las órdenes de Su Majestad.
El rey se dirigió al punto a su lado.
—Tomad, duque —le dijo—; teníais razón y era yo el que estaba equivocado; toda la intriga es política, y no había ningún asunto de amor en esta carta. En cambio se trata, y mucho, de vos.
El cardenal tomó la carta y la leyó con la mayor atención; luego, cuando hubo llegado al fin la releyó una segunda vez.
—¡Bien! —dijo—. Vuestra Majestad ya ve hasta dónde llegan mis enemigos: se os amenaza con dos guerras si no me echáis. En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas instancias y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera dicha.
—¿Qué decís, duque?
—Digo, sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos eternos. Digo que lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que más valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de iglesia, al que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no tengo ninguna aptitud. Seréis más feliz en el interior, sire, y no dudo que seréis más grande en el extranjero.
—Señor duque —dijo el rey— comprendo, estad tranquilo; todos los que son nombrados en esa carta serán castigados como merecen, y la reina también.
—¿Qué decís, sire? Dios me guarde de que, por mí, la reina sufra la menor contrariedad. Ella siempre me ha creído su enemigo, sire, aunque Vuestra Majestad puede atestiguar que yo siempre la he apoyado calurosamente, incluso contra vos. ¡Oh!, si ella traicionase a Vuestra Majestad en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Nada de gracia sire, nada de gracia para la culpable!». Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de adquirir una nueva prueba.
—Es cierto, señor cardenal —dijo el rey—, y teníais razón, como siempre; pero no por ello deja la reina de merecer toda mi cólera.
—Sois vos, sire, quien habéis incurrido en la suya; y si realmente ella hiciera ascos seriamente a Vuestra Majestad, yo lo comprendería; Vuestra Majestad la ha tratado con una severidad…
—Así es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, duque, por alto que estén colocados y sea cual sea el peligro que yo coma por actuar severamente con ellos.
—La reina es mi enemiga, pero no la vuestra, sire; al contrario, es una esposa abnegada, sumisa e irreprochable; dejadme, pues, sire, interceder por ello junto a Vuestra Majestad.
—¡Entonces que se humille, y que venga a mí la primera!
—Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que sois vos quien habéis sospechado de la reina.
—¿Que yo vaya el primero? —dijo el rey—. ¡Jamás!
—Sire, os lo suplico.
—Además, ¿cómo iría yo el primero?
—Haciendo una cosa que sabéis que le gustaría.
—¿Cuál?
—Dad un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la reina la danza; os prometo que su rencor no resistirá ante semejante tentación.
—Señor cardenal, vos sabéis que no me gustan todos esos placeres mundanos.
—Por eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer; además, será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de darle por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de ponerse.
—Ya veremos, señor cardenal, ya veremos —dijo el rey, que en su alegría por hallar a la reina culpable de un crimen que le importaba poco e inocente de una falta que temía mucho, estaba dispuesto a reconciliarse con ella—. Ya veremos; pero, por mi honor, sois demasiado indulgente.
—Sire —dijo el cardenal— dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la virtud real; usadla y veréis cómo os encontraréis bien.
Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se inclinó profundamente pidiendo permiso al rey para retirarse y suplicándole que se reconciliase con la reina.
Ana de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún reproche, quedó muy sorprendida al ver al día siguiente al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella. Su primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina habían sido, los dos, tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliarse así, a la primera; pero, vencida por el consejo de sus mujeres, tuvo finalmente aspecto de comenzar a olvidar. El rey aprovechó aquel primer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un momento a otro una fiesta.
Era una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había pensado el cardenal, ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desapareció, si no de su corazón, al menos de su rostro. Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el rey respondió que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.
En efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué época tendría lugar aquella fiesta, y todos los días, el cardenal, con un pretexto cualquiera, difería fijarla.
Así pasaron diez días.
El octavo día después de la escena que hemos contado, el cardenal recibió una carta, con sello de Londres, que contenía solamente estas pocas líneas:
Los tengo; pero no puedo abandonar Londres, dado que me falta dinero; enviadme quinientas pistolas, y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en París.
El mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigió su pregunta habitual.
Richelieu contó con los dedos y se dijo en voz baja:
—Ella llegará, según dice, cuatro o cinco días después de haber recibido el dinero; se necesitan cuatro o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen diez días; ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las debilidades de mujer y pongamos doce días.
—¡Y bien, señor duque! —dijo el rey—. ¿Habéis calculado?
—Sí, sire; hoy estamos a 20 de septiembre; los regidores de la ciudad dan una fiesta el 3 de octubre. Resultará todo de maravilla, porque así no parecerá que volvéis a la reina.
Luego el cardenal añadió:
—A propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver cómo le sientan sus herretes de diamantes.
E
ra la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal —cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente— estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia. Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
—Pero —exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques—, pero sire, no me decís todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.
—Señora —dijo con majestad—, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demás con su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola sílaba.
—¿Habéis oído, señora? —dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero sin adivinar la causa—. ¿Habéis oído?