—Es justo —dijo el duque—. Es, pues, a esa persona a quien debo estar agradecido por vuestra abnegación.
—Vos lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este momento en que se trata de guerra, os confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo al que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque de Windsor o en los corredores del Louvre; lo cual, por lo demás, no me impedirá ejecutar punto por punto mi misión y hacerme matar si es necesario para cumplirla; pero, lo repito a Vuestra Gracia, sin que tenga que agradecerme personalmente lo que por mí hago en esta segunda entrevista más de lo que hice por ella en la primera.
—Nosotros decimos: «Orgulloso como un escocés» —murmuró Buckingham.
—Y nosotros decimos: «Orgulloso como un gascón» —respondió D’Artagnan. Los gascones son los escoceses de Francia.
D’Artagnan saludó al duque y se dispuso a partir.
—¡Y bien! ¿Os vais as? ¿Por dónde? ¿Cómo?
—Es cierto.
—¡Dios me condene! Los franceses no temen a nada.
—Había olvidado que Inglaterra era una isla y que vos erais el rey.
—Id al puerto, buscad el bricbarca
Sund
, entregad esta carta al capitán; él os conducirá a un pequeño puerto donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más que barcos de pesca.
—¿Cómo se llama ese puerto?
—Saint-Valèry; pero, esperad: llegado allí, entraréis en un mal albergue sin nombre y sin muestra, un verdadero garito de marineros; no podéis confundiros, no hay más que uno.
—¿Después?
—Preguntaréis por el hostelero, y le diréis: Forward.
—Lo cual quiere decir…
—Adelante: es la contraseña. Os dará un caballo completamente ensillado y os indicará el camino que debéis seguir; encontraréis de ese modo cuatro relevos en vuestra ruta. Si en cada uno de ellos queréis dar vuestra dirección de París, los cuatro caballos os seguirán; ya conocéis dos, y me ha parecido que sabéis apreciarlos como aficionado: son los que hemos montado; creedme, los otros no les son inferiores. Estos cuatro caballos están equipados para campaña. Por orgulloso que seáis, no os negaréis a aceptar uno ni hacer aceptar los otros tres a vuestros compañeros: además son para hacer la guerra. El fin excluye los medios, como vos decís, como dicen los franceses, ¿no es así?
—Sí, milord, acepto —dijo D’Artagnan—. Y si place a Dios, haremos buen uso de vuestros presentes.
—Ahora, vuestra mano, joven; quizá nos encontremos pronto en el campo de batalla; pero mientras tanto, nos dejaremos como buenos amigos, eso espero.
—Sí, milord, pero con la esperanza de convertirnos pronto en enemigos.
—Estad tranquilo, os lo prometo.
—Cuento con vuestra palabra, milord.
D’Artagnan saludó al duque y avanzó vivamente hacia el puerto.
Frente a la Torre de Londres encontró el navío designado, entregó su carta al capitán, que la hizo visar por el gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Cincuenta navíos estaban en franquicia y esperaban.
Al pasar junto a la borda de uno de ellos, D’Artagnan creyó reconocer a la mujer de Meung, la misma a la que el gentilhombre desconocido había llamado «Milady», y que él, D’Artagnan, había encontrado tan bella; pero gracias a la corriente del río y al buen viento que soplaba, su navío iba tan deprisa que al cabo de un instante estuvieron fuera del alcance de los ojos.
Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llegaron a Saint-Valèry.
D’Artagnan se dirigió al instante hacia el albergue indicado, y lo reconoció por los gritos que de él salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia como de algo próximo e indudable, y los marineros contentos alborotaban en medio de la juerga.
D’Artagnan hendió la multitud, avanzó hacia el hostelero y pronunció la palabra
Forword
. Al instante el huésped le hizo seña de que le siguiese, salió con él por una puerta que daba al patio, lo condujo a la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le preguntó si necesitaba alguna otra cosa.
—Necesito conocer la ruta que debo seguir —dijo D’Artagnan.
—Id de aquí a Blangy, y de Blangy a Neufchátel. En Neufchátel entrad en el albergue de la
Herse d’Ord
, dad la contraseña al hotelero, y, como aquí, encontraréis un caballo totalmente ensillado.
—¿Debo algo? —preguntó D’Artagnan.
—Todo está pagado —dijo el hostelero—, y con largueza. Id, pues, y que Dios os guíe.
—¡Amén! —respondió el joven, partiendo al galope.
Cuatro horas después estaba en Neufchátel.
Siguió estrictamente las instrucciones recibidas; en Neufchátel, como en Saint-Valèry, encontró una montura totalmente ensillada y aguardándolo; quiso llevar las pistolas de la silla que acababa de dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban provistas de pistolas parecidas.
—¿Vuestra dirección en París?
—Palacio de los Guardias, compañía Des Essarts.
—Bien —respondió éste.
—¿Qué ruta hay que tomar? —preguntó a su vez D’Artagnan.
—La de Rouen; pero dejaréis la ciudad a vuestra derecha. En la Pequeña aldea de Ecouis os detendréis, no hay más que un albergue, el
Ecu de France
. No lo juzguéis por su apariencia: en sus cuadras tendrá un caballo que valdrá tanto como éste.
—¿La misma contraseña?
—Exactamente.
—¡Adiós, maese!
—¡Buen viaje, gentilhombre! ¿Tenéis necesidad de alguna cosa? D’Artagnan hizo con la cabeza señal de que no, y volvió a partir a todo galope. En Ecouis, la misma escena se repitió: encontró un hostelero tan previsor, un caballo fresco y descansado; dejó sus señas como lo había hecho y volvió a partir al mismo galope para Pontoise. En Pontoise, cambió por última vez de montura y a las nueve entraba a todo galope en el patio del palacio del señor de Tréville.
Había hecho cerca de sesenta leguas en doce horas.
El señor de Tréville lo recibió como si lo hubiera visto aquella misma mañana; sólo que, apretándole la mano un poco más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del señor Des Essarts estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su puesto.
A
l día siguiente no se hablaba en todo París más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debían bailar el famoso ballet de la Merlaison
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, que era el ballet favorito del rey.
En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayuntamiento para aquella velada solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas llaves le fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido asignadas.
A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier
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, la otra mitad por hombres del señor des Essarts.
A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran colocados en el salón, sobre los estrados preparados.
A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado.
Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur
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, por el conde de Soissons, por el gran prior
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, por el duque de Longueville, por el duque D’Elbeuf, por el conde D’Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas
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, por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.
Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.
Se había preparado para el rey un gabinete, y otro para Monsieur. En cada uno de estos gabinetes había depositados trajes de máscara. Otro tanto se había hecho para la reina y para la señora presidenta. Los señores y las damas del séquito de Sus Majestades debían vestirse de dos en dos en habitaciones preparadas a este efecto.
Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a prevenirlo tan pronto como apareciese el cardenal.
Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la llegada de la reina. Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los sargentos se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.
En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había permanecido cerrada se abrió, y se vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de caballero español. Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible pasó por sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.
La reina permaneció algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y respondiendo a los saludos de las damas.
De pronto el rey apareció con el cardenal en una de las puertas de la sala. El cardenal le hablaba en voz baja y el rey estaba muy pálido.
El rey hendió la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas anudadas, se aproximó a la reina y con voz alterada le dijo:
—Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me hubiera agradado verlos?
La reina tendió su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una sonrisa diabólica.
—Sire —respondió la reina con voz alterada—, porque en medio de esta gran muchedumbre he temido que les ocurriera alguna desgracia.
—¡Pues os habéis equivocado, señora! Si os he hecho ese regalo ha sido para que os adornarais con él. Os digo que os habéis equivocado.
Y la voz del rey estaba temblorosa de cólera; todos miraban y escuchaban con asombro, sin comprender nada de lo que pasaba.
—Sire —dijo la reina— puedo enviarlos a buscar al Louvre, donde están, y así los deseos de Vuestra Majestad serán cumplidos.
—Hacedlo, señora, hacedlo, y cuanto antes; porque dentro de una hora va a comenzar el ballet.
La reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que debían conducirla a su gabinete.
Por su parte, el rey volvió al suyo.
Hubo en la sala un momento de desconcierto y confusión.
Todo el mundo había podido notar que algo había pasado entre el rey y la reina; pero los dos habían hablado tan bajo que, habiéndose alejado todos por respeto algunos pasos, nadie había oído nada. Los violines tocaban con toda su fuerza, pero no los escuchaban.
El rey salió el primero de su gabinete; iba en traje de caza de los más elegantes y Monsieur y los otros señores iban vestidos como él. Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido parecía verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
El cardenal se acercó al rey y le entregó una caja. El rey la abrió y encontró en ella dos herretes de diamantes.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó al cardenal.
—Nada —respondió éste—. Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire, y si no encontráis más que diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos herretes que hay ahí.
El rey miró al cardenal como para interrogarle; pero no tuvo tiempo de dirigirle ninguna pregunta: un grito de admiración salió de todas las bocas. Si el rey parecía el primer gentilhombre de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de Francia.
Es cierto que su tocado de cazadora le iba de maravilla; tenía un sombrero de fieltro con plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda de satén azul toda bordada de plata. En su hombro izquierdo resplandecían los herretes sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.
El rey se estremecía de alegría y el cardenal de cólera; sin embargo, distantes como estaban de la reina, no podían contar los herretes; la reina los tenía, sólo que, ¿tenía diez o tenía doce?
En aquel momento, los violines hicieron sonar la señal del baile. El rey avanzó hacia la señora presidenta, con la que debía bailar, y S. A. Monsieur con la reina. Se pusieron en sus puestos y el baile comenzó.