Los tres mosqueteros (40 page)

Read Los tres mosqueteros Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
9.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

El jesuita levantó los brazos al cielo y el cura hizo otro tanto.

—No, pero convenid al menos que no admite perdón ofrecer al Señor aquello de lo que uno está completamente harto. ¿Tengo yo razón, D’Artagnan?

—¡Yo así lo creo! —exclamó éste.

El cura y el jesuita dieron un salto sobre sus sillas.

—Aquí tenéis mi punto de partida, es un silogismo: el mundo no carece de atractivos, dejo el mundo; por tanto hago un sacrificio; ahora bien, la Escritura dice positivamente: Haced un sacrificio al Señor.

—Eso es cierto —dijeron los antagonistas.

—Y además —continuó Aramis pellizcándose la oreja para volverla roja, de igual modo que agitaba las manos para volverlas blancas—, además he hecho cierto rondel que le comuniqué al señor Voiture
[134]
el año pasado, y sobre el cual ese gran hombre me hizo mil cumplidos.

—¡Un rondel! —dijo desdeñosamente el jesuita.

—¡Un rondel! —dijo maquinalmente el cura.

—Decidlo, decidlo —exclamó D’Artagnan—; cambiará un poco las cosas.

—No, porque es religioso —respondió Aramis—, y es teología en verso.

—¡Diablos! —exclamó D’Artagnan.

—Helo aquí —dijo Aramis con aire modesto que no estaba exento de cierto tinte de hipocresía:

Los que un pasado lleno de encantos lloráis,

y pasáis días desgraciados,

todas vuestras desgracias
habrán terminado
,

cuando sólo a Dios vuestras lágrimas ofrezcáis,

vosotros, los que lloráis.

D’Artagnan y el cura parecieron halagados. El jesuita persistió en su opinión.

—Guardaos del gusto profano en el estilo teológico. ¿Qué dice en efecto San Agustín?
Severus sit clericorum sermo
.
[135]

—¡Sí, que el sermón sea claro! —dijo el cura.

—Pero —se apresuró a añadir el jesuita viendo que su acólito se desviaba—, vuestra tesis agradará a las damas, eso es todo; tendrá el éxito de un alegato de maese Patru
[136]
.

—¡Ruega a Dios! —exclamó Aramis transportado.

—Ya lo veis —exclamó el jesuita—, el mundo habla todavía en vos en voz alta,
altissima voce
. Seguís al mundo, mi joven amigo, y tiemblo porque la gracia no sea eficaz.

—Tranquilizaos, reverendo, respondo de mí.

—¡Presunción mundana!

—¡Me conozco, padre mío, mi resolución es irrevocable!

—Entonces, ¿os obstináis en seguir con esa tesis?

—Me siento llamado a tratar esa tesis, y no otra; voy, pues, a continuarla, y mañana espero que estaréis satisfecho de las correcciones que haré según vuestros consejos.

—Trabajad lentamente —dijo el cura—, os dejamos en disposiciones excelentes.

—Sí, el terreno está completamente sembrado —dijo el jesuita—, y no tenemos que temer que una parte del grano haya caído sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros del cielo hayan comido el resto,
aves coeli comederunt illam
[137]
.

—¡Que la peste lo ahogue con tu latín! —dijo D’Artagnan, que se sentía en el límite de sus fuerzas.

—Adiós, hijo mío —dijo el cura—, hasta mañana.

—Hasta mañana, joven temerario —dijo el jesuita—; prometéis ser una de las lumbreras de la Iglesia; ¡quiera el cielo que esa luz no sea un fuego devorador!

D’Artagnan, que durante una hora se había mordido las uñas de impaciencia, empezaba a atacar la carne.

Los dos hombres negros se levantaron, saludaron a Aramis y a D’Artagnan, y avanzaron hacia la puerta. Bazin, que se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella controversia con un piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal del jesuita y caminó respetuosamente delante de ellos para abrirles paso.

Aramis los condujo hasta el comienzo de la escalera y volvió a subir junto a D’Artagnan, que seguía pensando.

Una vez solos, los dos amigos guardaron primero un silencio embarazoso; sin embargo era preciso que uno de ellos rompiese a hablar, y como D’Artagnan parecía decidido a dejar este honor a su amigo:

—Ya lo veis —dijo Aramis—, me encontráis vuelto a mis ideas fundamentales.

—Sí, la gracia eficaz os ha tocado, como decía ese señor hace un momento.

—¡Oh! Estos planes de retiro están hechos hace mucho tiempo; y vos ya me habíais oído hablar, ¿no es eso, amigo mío?

—Claro, pero confieso que creí que bromeabais.

—¡Con esa clase de cosas! ¡Vamos, D’Artagnan!

—¡Maldita sea! También se bromea con la muerte.

—Y se comete un error, D’Artagnan, porque la muerte es la puerta que conduce a la perdición o a la salvación.

—De acuerdo, pero si os place, no teologicemos, Aramis; debéis tener bastante para el resto del día; en cuanto a mí, yo he olvidado el poco latín que jamás supe; además debo confesaros que no he comido nada desde esta mañana a las diez, y que tengo un hambre de todos los diablos.

—Ahora mismo comeremos, querido amigo; sólo que, como sabéis, es viernes, y en un día así yo no puedo ver ni comer carne. Si queréis contentaros con mi comida… se compone de tetrágonos cocidos y fruta.

—¿Qué entendéis con tetrágonos? —preguntó D’Artagnan con inquietud.

—Entiendo espinacas —repuso Aramis—; pero para vos añadiré huevos, y es una grave infracción de la regla, porque los huevos son carne, dado que engendran el pollo.

—Ese festín no es suculento, pero no importa; por estar con vos, lo sufriré.

—Os quedo agradecido por el sacrificio —dijo Aramis—; pero si no aprovecha a nuestro cuerpo, aprovechará, estad seguro, a vuestra alma.

—O sea que, decididamente, Aramis, entráis en religión. ¿Qué van a decir nuestros amigos, qué va a decir el señor de Tréville? Os tratarán de desertor, os prevengo.

—Yo no entro en religión, vuelvo a ella. Es de la iglesia de la que había desertado por el mundo, porque como sabéis tuve que violentarme para tomar la casaca de mosquetero.

—Yo no sé nada.

—¿Ignoráis vos cómo dejé el seminario?

—Completamente.

—Aquí tenéis mi historia; por otra parte las Escrituras dicen: «Confesaos los unos a los otros», y yo me confieso a vos, D’Artagnan.

—Y yo os doy la absolución de antemano, ya veis que soy bueno.

—No os burléis de las cosas santas, amigo mío.

—Vamos hablad, hablad, os escucho.

—Yo estaba en el seminario desde la edad de nueve años, y dentro de tres días iba a cumplir veinte, iba a ser abate y todo estaba dicho. Una tarde en que estaba, según mi costumbre, en una casa que frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un oficial que me miraba con ojos celosos leer las
Vidas de los santos
a la dueña de la casa, entró de pronto y sin ser anunciado. Precisamente aquella tarde yo había traducido un episodio de Judith y acababa de comunicar mis versos a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e, inclinada sobre mi hombro, los releía conmigo. La postura, que quizá era algo abandonada, lo confieso, molestó al oficial; no dijo nada, pero cuando yo salí, salió detrás de mí y al alcanzarme dijo: «Señor abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo, señor, respondí, porque nadie ha osado nunca dármelos». «Pues bien, escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en que os he encontrado esta tarde, yo osaré». Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las piernas me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé. El oficial esperaba aquella respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me volvió la espalda y volvió a entrar en la casa. Yo volví al seminario. Soy buen gentilhombre y tengo la sangre ardiente, como habéis podido observar, mi querido D’Artagnan; el insulto era terrible, y por desconocido que hubiera quedado para el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi corazón. Declaré a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado para la ordenación, y a petición mía se pospuso la ceremonia por un año. Fui en busca del mejor maestro de armas de París, quedé de acuerdo con él para tomar una lección de esgrima cada día, y durante un año tome aquella lección. Luego, el aniversario de aquél en que había sido insultado, colgué mi sotana de un clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que daba una dama amiga mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre. Era en la calle des Francs-Burgeois, al lado de la Force. En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un
lai
[138]
de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la segunda estrofa. «Señor, ¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne
[139]
, y volveréis a darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?». El oficial me miró con asombro, luego me dijo: «¿Qué queréis, señor? No os conozco». «Soy —le respondí— el pequeño abate que lee las
Vidas de santos
y que traduce Judith en verso». «¡Ah, ah! Ya me acuerdo —dijo el oficial con sorna—. ¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una vuelta paseando conmigo». «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer». «Mañana por la mañana, no; si os place, ahora mismo». «Si lo exigís…» «Pues sí, lo exijo». «Entonces, salgamos. Señoras —dijo el oficial—, no os molestéis. El tiempo de matar al señor solamente y vuelvo para acabaros la última estrofa». Salimos. Yo le llevé a la calle Payenne justo al lugar en que un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado. Hacía un claro de luna soberbio. Sacamos las espadas y, al primer encuentro, le deje en el sitio.

—¡Diablos! —exclamó D’Artagnan.

—Pero —continuó Aramis— como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró en la calle Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo porque lo había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo. Me vi obligado a renunciar por algún tiempo a la sotana. Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me había enseñado, además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron a pedir una casaca de mosquetero. El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de Arras, y me concedieron esta casaca. Como comprenderéis hoy ha llegado para mí el momento de volver al seno de la Iglesia.

—¿Y por qué hoy en vez de ayer o de mañana? ¿Qué os ha pasado hoy que os da tan malas ideas?

—Esta herida, mi querido D’Artagnan, ha sido para mí un aviso del cielo.

—¿Esta herida? ¡Bah, está casi curada y estoy seguro de que no es ella la que más os hace sufrir!

—¿Cuál entonces? —preguntó Aramis enrojeciendo.

—Tenéis una en el corazón, Aramis, unas más viva y más sangrante, una herida hecha por una mujer.

Los ojos de Aramis destellaron a pesar suyo.

—¡Ah! —dijo disimulando su emoción bajo una fingida negligencia—. No habléis de esas cosas. ¡Pensar yo en eso! ¡Tener yo penas de amor!
¡Vanitas vanitatum!
[140]
Me habría vuelto loco, en vuestra opinión. ¿Y por quién? Por alguna costurerilla, por alguna doncella a quien habría hecho la corte en alguna guarnición. ¡Fuera!

—Perdón, mi querido Aramis, pero yo creía que apuntabais más alto.

—¿Más alto? ¿Y quién soy yo para tener tanta ambición? ¡Un pobre mosquetero muy bribón y muy oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!

—¡Aramis, Aramis! —exclamó D’Artagnan mirando a su amigo con aire de duda.

—Polvo, vuelvo al polvo. La vida está llena de humillaciones y de dolores —continuó ensombreciéndose—; todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la mano del hombre, sobre todo los hilos de oro. ¡Oh, mi querido D’Artagnan! —prosiguió Aramis dando a su vez un ligero tinte de amargura—. Creedme, ocultad bien vuestras heridas cuando las tengáis. El silencio es la última alegría de los desgraciados; guardaos de poner a alguien, quienquiera que sea, tras la huella de vuestros dolores; los curiosos empapan nuestras lágrimas como las moscas sacan sangre de un gamo herido.

—¡Ay, mi querido Aramis! —dijo D’Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro—. Es mi propia historia la que aquí resumís.

—¿Cómo?

—Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza. Yo no sé dónde está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté muerta.

—Pero vos al menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado voluntariamente; que si no tenéis noticias suyas es porque toda comunicación con vos le está prohibida, mientras que…

—Mientras que…

—Nada —respondió Aramis—, nada.

—De modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución firme?

—Para siempre. Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor aún, no existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada más.

—¡Diablos! Es muy triste lo que me decís.

—¿Qué queréis? Mi vocación me atrae, ella me lleva.

D’Artagnan sonrió y no respondió nada. Aramis continuó:

—Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros amigos.

—Y yo —dijo D’Artagnan— habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan separado de todo; los amores los habéis despechado; los amigos, son sombras; el mundo es un sepulcro.

—¡Ay! Vos mismo podréis verlo —dijo Aramis con un suspiro.

—No hablemos, pues, más —dijo D’Artagnan—, y quememos esta carta que, sin duda, os anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra doncella.

—¿Qué carta? —exclamó vivamente Aramis.

—Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para vos.

—¿Pero de quién es la carta?

—¡Ah! De alguna doncella afligida, de alguna costurerilla desesperada; la doncella de la señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de duquesa.

—¿Qué decís?

—¡Vaya, la habré perdido! —dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla—. Afortunadamente el mundo es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un sentimiento al que decís ¡fuera!

—¡Ah, D’Artagnan, D’Artagnan! —exclamó Aramis—. Me haces morir.

Other books

A Man's Heart by Lori Copeland
Cafe Europa by Ed Ifkovic
Blood Born by Manning, Jamie
Sheer Abandon by Penny Vincenzi
Escape by Dominique Manotti
Treasure of Saint-Lazare by Pearce, John
Signs of Love by Kimberly Rae Jordan
Eternal Enemies: Poems by Adam Zagajewski
The Longest Road by Jeanne Williams
Already Dead by Jaye Ford