D’Artagnan hizo un gesto bastante disgustado.
—¿Os contraría? —dijo Athos.
—Pues sí, os lo confieso —prosiguió D’Artagnan—. Ese caballo debía serviros para hacernos reconocer un día de batalla; era una prenda, un recuerdo. Athos, habéis cometido un error.
—Ay, amigo mío, poneos en mi lugar —prosiguió el mosquetero—; me aburría de muerte, y además, palabra de honor, no me gustan los caballos ingleses. Veamos, si no se trata más que de ser reconocido por alguien, pues bien, la silla bastará; es bastante notable. En cuanto al caballo, ya encontraremos alguna excusa para justificar su desaparición. ¡Qué diablos! Un caballo es mortal; digamos que el mío ha tenido el muermo.
D’Artagnan no desfruncía el ceño.
—Me contraría —continuó Athos— que tengáis en tanto a esos animales, porque no he acabado mi historia.
—¿Pues qué habéis hecho además?
—Después de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de jugar el vuestro.
—Sí, pero espero que os hayáis quedado en la idea.
—No, la puse en práctica en aquel mismo instante.
—¡Vaya! —exclamó D’Artagnan inquieto.
—Jugué y perdí.
—¿Mi caballo?
—Vuestro caballo; siete contra ocho, a falta de un punto…, ya conocéis el proverbio.
[145]
—Athos no estáis en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!
—Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso, y no esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los arneses posibles.
—¡Pero es horrible!
—Esperad, no sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me obstino, es como cuando bebo; me encabezoné entonces…
—Pero ¿qué pudisteis jugar si no os quedaba nada?
—Sí quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro dedo, y en el que me fijé ayer.
—¡Este diamante! —exclamó D’Artagnan llevando con presteza la mano a su anillo.
—Y como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil pistolas.
—Espero —dijo seriamente D’Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención alguna de mi diamante.
—Al contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nuestro único recurso; con él yo podía volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y además dinero para el camino.
—¡Athos, me hacéis temblar! —exclamó D’Artagnan.
—Hablé, pues, de vuestro diamante a mi contrincante, que también había reparado en él. ¡Qué diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten atención! ¡Imposible!
—¡Acabad, querido, acabad —dijo D’Artagnan—, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me hacéis morir!
—Dividimos, pues, ese diamante en diez partes de cien pistolas cada una.
—¡Ah! ¿Queréis reíros y probarme? —dijo D’Artagnan a quien la cólera comenzaba a cogerle por los cabellos como Minerva coge a Aquiles en la
Ilíada
.
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—No, no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado veros a vos! Hacía quince días que no había visto un rostro humano y que estaba allí embruteciéndome empalmando una botella tras otra.
—Esa no es razón para jugar un diamante —respondió D’Artagnan apretando su mano con una crispación nerviosa.
—Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha. En trece tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido siempre fatal, era el trece del mes de julio cuando…
—¡Maldita sea! —exclamó D’Artagnan levantándose de la mesa—. La historia del día hace olvidar la de la noche.
—Paciencia —dijo Athos— y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto por la mañana hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho proposiciones para entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso Grimaud dividido en diez porciones.
—¡Ah, vaya golpe! —dijo D’Artagnan estallando de risa a pesa suyo.
—¡El mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total un ducado de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es una virtud.
—¡Y a fe que bien rara! —exclamó D’Artagnan consolado y sosteniéndose los ijares de risa.
—Como comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el diamante.
—¡Ah, diablos! —dijo D’Artagnan ensombreciéndose de nuevo.
—Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo, luego lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí estamos. Una tirada soberbia; y ahí me he quedado.
D’Artagnan respiró como si le hubieran quitado la hostería de encima del pecho.
—En fin, que me queda el diamante —dijo tímidamente.
—¡Intacto, querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucéfalo y del mío.
—Pero ¿qué haremos de nuestros arneses sin caballos?
—Tengo una idea sobre ellos.
—Athos, me hacéis temblar.
—Escuchad, vos no habéis jugado hace mucho tiempo, D’Artagnan.
—Y no tengo ganas de jugar.
—No juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena mano.
—¿Y después?
—Pues que el inglés y su acompañante están todavía ahí. He observado que lamentaban mucho los arneses. Vos parecéis tener en mucho vuestro caballo. En vuestro lugar, yo jugaría vuestros arneses contra vuestro caballo.
—Pero él no querrá un solo arnés.
—Jugad los dos, pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.
—¿Haríais eso? —dijo D’Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ganarle la confianza, a su costa, de Athos.
—Palabra de honor, de una sola tirada.
—Pero es que, después de haber perdido los caballos, quisiera conservar los arneses.
—Jugad entonces vuestro diamante.
—Oh, esto es otra cosa; nunca, nunca.
—¡Diablos! —dijo Athos—. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho, quizá el inglés no quiera.
—Decididamente, mi querido Athos —dijo D’Artagnan—, prefiero no arriesgar nada.
—¡Es una lástima! —dijo fríamente Athos—. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay, Dios mío! Ensayad una tirada, una tirada se juega.
—¿Y si pierdo?
—Ganaréis.
—Pero ¿y si pierdo?
—Pues entonces le daréis los arneses.
—Vaya entonces una tirada —dijo D’Artagnan.
Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con ojos ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses contra un caballo o cien pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos arneses valían trescientas pistolas los dos; aceptó.
D’Artagnan echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que se contentó con decir:
—Qué mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses señor.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D’Artagnan se había vuelto para ocultar su mal humor.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Athos con su voz tranquila—, esa tirada de dados es extraordinaria, no la he visto más que cuatro veces en mi vida: dos ases.
El inglés miró y quedó asombrado; D’Artagnan miró y quedó encantado.
—Sí —continuó Athos—, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra vez en mi casa, en el campo, en mi castillo de… cuando yo tenía un castillo; una tercera vez con el señor de Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
—Entonces el señor recupera su caballo —dijo el inglés.
—Cierto —dijo D’Artagnan.
—¿Entonces no hay revancha?
—Nuestras condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo recordáis?
—Es cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado, señor.
—Un momento —dijo Athos—; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a mi amigo.
—Decídselas.
Athos llevó a parte a D’Artagnan.
—¿Y bien? —le dijo D’Artagnan—. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue, ¿no es eso?
—No, quiero que reflexionéis.
—¿En qué?
—¿Vais a tomar el caballo, no es así?
—Claro.
—Os equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
—Sí.
—Yo tomaría las cien pistolas.
—Pero yo, yo me quedo con el caballo.
—Os equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no pienso montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a sus hermanos; no podéis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífico destrero. Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a París.
—Yo me quedo con el caballo, Athos.
—Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
—Pero ¿cómo volveremos?
—En los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de nuestras figuras que somos gentes de condición.
—Vaya figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus caballos.
—¡Aramis! ¡Porthos! —exclamó Athos, y se echó a reír.
—¿Qué? —preguntó D’Artagnan, que no comprendía nada la hilaridad de su amigo.
—Bien, bien, sigamos —dijo Athos.
—O sea, que vuestra opinión…
—Es coger las cien pistolas, D’Artagnan; con las cien pistolas vamos a banquetear hasta fin de mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
—¡Yo reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en París me pongo a buscar a esa pobre mujer.
—Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises de oro? Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.
D’Artagnan sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además, resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió las cien pistolas que el inglés le entregó en el acto.
Luego no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo caballo de Athos costó seis pistolas; D’Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y mirando como
mi hermana Anne
levantarse polvaredas en el horizonte.
[147]
—¡Hola! ¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? —gritaron los dos amigos.
—¡Ah, sois vos, D’Artagnan; sois vos, Athos! —dijo el joven—. Pensaba con qué rapidez se van los bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras:
Erat, est, fuit.
—¿Y eso qué quiere decir en el fondo? —preguntó D’Artagnan, que comenzaba a sospechar la verdad.
—Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que, por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
D’Artagnan y Athos estallaron en carcajadas.
—Mi querido Athos —dijo Aramis—: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad no tiene ley; además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo menos cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de vuestros lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza. El furgón volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte, a aplacar la sed del cochero durante el camino.
—¿Cómo? —dijo Aramis, viendo lo que pasaba—. ¿Nada más que las sillas?
—¿Comprendéis ahora? —dijo Athos.
—Amigos míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin! Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.
—¿Y qué habéis hecho de vuestros curas? —preguntó D’Artagnan.
—Querido, los invité a comer al día siguiente —dijo Aramis—; hay aquí un vino exquisito, dicho sea de paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió dejar la casaca y el jesuita me rogó que le haga recibir de mosquetero.
—¡Sin tesis! —exclamó D’Artagnan—. Sin tesis. Pido la supresión de la tesis.
—Desde entonces —continuó Aramis—, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos de una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La materia es galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
—¡A fe mía, mi querido Aramis! —dijo D’Artagnan, que detestaba casi tanto los versos como el latín—. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que vuestro poema tiene dos méritos.
—Además —continuó Aramis—, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a París? Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos tanto mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? Él no hubiera vendido su caballo, ni siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro de que tendrá pinta de Gran Mogol.
Se hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus cuentas, colocó a Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de Porthos.