—¿Os habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra —dijo lord de Winter—, a pesar de la resolución que tan a menudo me manifestasteis en París de no volver a poner los pies sobre territorio de Gran Bretaña?
Milady respondió a una pregunta con otra pregunta.
—Ante todo —dijo ella—, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar prevenidos de antemano no sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que llegaba.
Lord de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la empleaba, ésa debía ser la buena.
—Mas, decidme vos, mi querida hermana —prosiguió—, qué venís a hacer en Inglaterra.
—Pero si vengo a veros —prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta respuesta, las sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D’Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira.
—¡Ah! ¿Verme? —dijo tímidamente lord de Winter.
—Claro, veros. ¿Qué hay de sorprendente en ello?
—Y al venir a Inglaterra, ¿no habéis tenido otro objetivo que verme?
—No.
—¿O sea, que sólo por mí os habéis tomado la molestia de atravesar la Mancha?
—Sólo por vos.
—¡Vaya! ¡Cuánta ternura, hermana mía!
—¿No soy acaso vuestro pariente más próximo? —preguntó Milady con el tono de ingenuidad más conmovedora.
—E incluso mi única heredera, ¿no es eso? —dijo a su vez lord de Winter, fijando sus ojos sobre los de Milady.
Por mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir estremecerse, y como al pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le escapó.
En efecto, el golpe era directo y profundo. La primera idea que vino al espíritu de Milady fue que había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada; recordó también la salida furiosa e imprudente que había hecho contra D’Artagnan cuando había salvado la vida de su cuñado.
—No comprendo, milord —dijo ella para ganar tiempo y hacer hablar a su adversario—. ¿Qué queréis decir? ¿Y hay algún sentido desconocido oculto en vuestras palabras?
—¡Oh, Dios mío! No —dijo lord de Winter con aparente bondad—. Vos tenéis el deseo de verme, y venís a Inglaterra. Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a fin de ahorraros todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un desembarco, envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro; pongo un coche a sus órdenes y él os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que vengo todos los días, y en el que, para que nuestro doble deseo de veros quede satisfecho, os hago preparar una habitación. ¿Hay algo en cuanto digo más sorprenderte de lo que hay en cuanto vos me habéis dicho?
—No, lo que encuentro sorprendente es que vos hayáis sido prevenido de mi llegada.
—Sin embargo es la cosa más simple, querida hermana: ¿no habéis visto que el capitán de vuestro pequeño navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su entrada al puerto, un pequeño bote portador de su libro de corredera y de su registro de tripulación? Yo soy comandante del puerto, me han traído ese libro, he reconocido en él vuestro nombre. Mi corazón me ha dicho lo que acababa de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el que os exponíais a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante en este momento, y he enviado mi cúter a vuestro encuentro. El resto ya lo sabéis.
Milady comprendió que lord de Winter mentía y quedó más asustada aún.
—Hermano mío —continuó ella—. ¿No es milord Buckingham a quien vi sobre la escollera, por la noche, al llegar?
—El mismo. ¡Ah! Comprendo que su vista os haya sorprendido —prosiguió lord de Winter—. Vos venís de un país donde deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra Francia preocupa mucho a vuestro amigo el cardenal.
—¡Mi amigo el cardenal! —exclamó Milady, viendo que tanto sobre este punto como sobre el otro lord de Winter parecía enterado de todo.
—¿No es, pues, amigo vuestro? —prosiguió negligentemente el barón—. ¡Ah!, perdón, eso creía; pero ya volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental que la conversación había tomado. ¿Venís, a lo que decís, para verme?
—Sí.
—Pues bien, yo os he respondido que seríais servida a placer, y que nos veríamos todos los días.
—¿Debo, por tanto, permanecer eternamente aquí? —preguntó Milady con cierto terror.
—¿Os encontráis mal alojada, hermana mía? Pedid lo que os falte, yo me apresuraré a hacer que os lo den.
—Pero no tengo ni mis mujeres ni mis criados…
—Tendréis todo eso, señora; decidme en qué tren había montado vuestro primer marido vuestra casa; aunque yo no sea más que vuestro cuñado, la montaré en un tren parecido.
—¿Mi primer marido? —exclamó Milady mirando a lord de Winter con los ojos pasmados.
—Sí, vuestro marido francés; no hablo de mi hermano. Por lo demás, si lo habéis olvidado, como aún vive podría escribirle y él me haría llegar informes a este respecto.
Un sudor frío perló la frente de Milady.
—Vos bromeáis —dijo ella con una voz sorda.
—¿Tengo aire de hacerlo? —preguntó el barón levantándose y dando un paso hacia atrás.
—O mejor, me insultáis —continuó ella apretando con sus manos crispadas los dos brazos del sillón y alzándose sobre sus muñecas.
—¿Yo insultaros? —dijo lord de Winter con desprecio—. En verdad, señora, ¿creéis que es posible?
—En verdad, señor —dijo Milady—, o estáis ebrio o sois un insensato; salid y enviadme una mujer.
—Las mujeres son muy indiscretas, hermana; ¿no podría yo serviros de doncella? De esta forma todos nuestros secretos quedarían en familia.
—¡Insolente! —exclamó Milady, y, como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la esperó impasible, pero, sin embargo, con una mano sobre la guarda de su espada.
—¡Eh, eh! —dijo él—. Sé que tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me defenderé, os lo prevengo, aunque sea contra vos.
—¡Oh, tenéis razón! —dijo Milady—. ¡Y me dais la impresión de ser lo bastante cobarde como para poner la mano sobre una mujer!
—Quizá sí; además tendría mi excusa: mi mano no sería la primera mano de hombre que sería puesta sobre vos, según imagino.
Y el barón indicó con un gesto lento y acusador el hombro izquierdo de Milady, que casi tocó con el dedo.
Milady lanzó un rugido sordo y retrocedió hasta el ángulo de la habitación como una pantera que quiere acularse para abalanzarse.
—¡Oh, rugid cuanto queráis! —exclamó lord de Winter—. Pero no tratéis de morderme porque, os lo advierto, se volvería en perjuicio vuestro; aquí no hay procuradores que arreglen de antemano las sucesiones, no hay caballero errante que venga a buscarme pelea por la hermosa dama que retengo prisionera, sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una mujer lo bastante desvergonzada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord de Winter, mi hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un verdugo que os pondrán los dos hombros parejos.
Los ojos de Milady lanzaban tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado ante una mujer desarmada, sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma; no por ello dejó de continuar, con un furor creciente:
—Sí, comprendo, después de haber heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar de mí; pero, sabedlo de antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones están tomadas, ni un penique de cuanto poseo pasará a vuestras manos. ¿No sois lo bastante rica, vos, que poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino fatal si no hacéis el mal más que por el goce infinito y supremo de hacerlo? Mirad: os aseguro que si la memoria de mi hermano no fuera sagrada iríais a pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en Tyburn
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la curiosidad de los marineros; me callaré, pero vos soportaréis tranquilamente vuestra cautividad; dentro de quince o veinte días parto para La Rochelle con el ejército; pero la víspera de mi partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a nuestras colonias del Sur; y estad tranquila, os uniré un compañero que os levantará la tapa de los sesos a la primera tentativa que arriesguéis por volver a Inglaterra, o al continente.
Milady escuchaba con una atención que dilataba sus ojos llenos de llamas.
—Sí, pero hasta entonces —continuó lord de Winter— permaneceréis en este castillo: los muros son espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos; además, vuestra ventana da a pico sobre el mar; los hombres de mi séquito, que me son fieles en la vida y en la muerte, montan guardia en torno a esta habitación, y vigilan todos los pasajes que conducen al patio; y llegada al patio, os quedarían aún tres verjas que atravesar. La consigna es precisa: un paso, un gesto, una palabra que simule una evasión, y dispararán sobre vos; si os matan, la justicia inglesa tendrá, como espero, alguna obligación conmigo por haberle ahorrado la tarea. ¡Ah! Vuestros trazos recuperan la calma, vuestro rostro reencuentra su seguridad. Quince días, veinte días, decís, ¡bah!; de aquí a entonces, tengo el genio inventivo, me vendrá alguna idea; tengo el espíritu infernal y encontraré alguna víctima. De aquí a quince días, os decís, estaré fuera de aquí. ¡Ah, ah! Intentadlo.
Viéndose adivinada, Milady se hundió las uñas en la carne para domar todo movimiento que pudiera dar a su fisonomía una significación cualquiera distinta a la de la angustia.
Lord de Winter continuó:
—El oficial que manda aquí en mi ausencia —ya lo habéis visto y lo conocéis— sabe, como veis, observar una consigna, porque, os conozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí sin haber tratado de hablarle. ¿Qué decís a eso? ¿Habría sido más impasible y muda una estatua de mármol? Habéis ensayado ya el poder de vuestras seducciones sobre muchos hombres, y desgraciadamente habéis triunfado siempre; pero ensayadlo con éste, diantre; si lo conseguís, os declaro el mismo demonio.
Fue hacia la puerta y la abrió bruscamente.
—¡Qué llamen al señor Felton! —dijo—. Esperad un instante, voy a recomendaros a él.
Entre los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso lento y regular que se acercaba; al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma humana, y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el umbral, esperando las órdenes del barón.
—Entrad, mi querido John —dijo lord de Winter—, entrad y cerrad la puerta.
El joven oficial entró.
—Ahora —dijo el barón—, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la tierra; pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos crímenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales; su voz habla en su favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha prometido, es justicia que hay que hacerle; tratará de seduciros, quizá intente incluso mataros. Yo os he sacado de la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en qué ocasión; soy para vos no sólo un protector, sino un amigo; no sólo un bienhechor, sino un padre; esta mujer ha vuelto a Inglaterra a fin de conspirar contra mi vida; tengo a esta serpiente entre mis manos; pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y sobre todo guárdate de esta mujer; jura por tu salvación que la conservarás para el castigo que ha merecido. John Felton, me fío de tu palabra; John Felton, creo en tu lealtad.
—Milord —dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su corazón—, milord, os juro que se hará como deseáis.
Milady recibió aquella mirada como víctima resignada: era imposible ver una expresión más sumisa y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro. Apenas si el propio lord de Winter reconoció a la tigresa que un momento antes él se aprestaba a combatir.
—No saldrá jamás de esta habitación, ¿entendéis, John? —continuó el barón—. No se carteará con nadie, no hablará más que con vos, si es que tenéis a bien hacerle el honor de dirigirle la palabra.
—Basta, milord, he jurado.
—Y ahora, señora, tratad de hacer la paz con Dios, porque estáis juzgada por los hombres.
Milady dejó caer su cabeza como si se hubiera sentido aplastada por este juicio. Lord de Winter salió haciendo un gesto a Felton, que salió tras él y cerró la puerta.
Un instante después se oía en el corredor el paso pesado de un soldado de marina que hacía de centinela, el hacha a la cintura y el mosquete en la mano.
Milady permaneció durante algunos minutos en la misma posición, porque pensó que se la vigilaba por la cerradura; luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión formidable de amenaza y desafío, corrió a escuchar a la puerta, miró por la ventana y volviendo a enterrarse en un amplio sillón, pensó.
E
ntre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera enfadosa y amenazadora.
Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las precauciones tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podía durar mucho tiempo todavía; y era una gran afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de Bassompierre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.
En cuanto a Monsieur, que había comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado de acabarlo.
La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de motín para rendirse; el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución calmó a las peores cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta muerte les parecía siempre más lenta y menos segura que morir por estrangulamiento.