Porthos, Aramis y D’Artagnan hicieron otro tanto. En cuanto a Grimaud, recibió la orden de colocarse detrás de los cuatro a fin de volver a cargar las armas.
Al cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de trinchera que establecía comunicación entre el bastión y la ciudad.
—¡Diantre! —dijo Athos—. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados de piquetas, de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.
—Lo dudo —observó D’Artagnan—, porque avanzan muy decididos por ese lado. Por otra parte, con los trabajadores hay cuatro soldados y un brigadier armados de mosquetes.
—Eso es que no nos han visto —replicó Athos.
—¡A fe —dijo Aramis— confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de burgueses!
—¡Mal cura —respondió Porthos— el que tiene piedad de los heréticos!
—Realmente —dijo Athos—, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.
—¿Qué diablos hacéis? —exclamó D’Artagnan—. Vais a haceros fusilar, querido.
Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en una mano y el sombrero en la otra:
—Señores —dijo dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su aparición se detenían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos cortésmente—, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión. Y ya sabéis que nada es tan desagradable como ser molestado cuando uno desayuna; por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra comida, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.
—¡Ten cuidado, Athos! —exclamó D’Artagnan—. ¿No ves que lo están apuntando?
—Ya lo veo, lo veo —dijo Athos—, pero son burgueses que disparan muy mal, y que se libren de tocarme.
En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.
Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue herido.
—¡Grimaud, otro mosquete! —dijo Athos, que seguía en la brecha.
Grimaud obedeció inmediatamente. Por su parte, los tres amigos habían cargado sus armas; una segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron muertos, el resto de la tropa huyó.
—Vamos, señores, una salida —dijo Athos.
Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de la victoria.
—Volved a cargar las armas, Grimaud —dijo Athos—, y nosotros, señores, volvamos a nuestro desayuno y sigamos. ¿Dónde estábamos?
—Yo lo recuerdo —dijo D’Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía seguir Milady.
—Va a Inglaterra —respondió Athos.
—¿Con qué fin?
—Con el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.
D’Artagnan lanzó una exclamación de sorpresa y de indignación.
—¡Pero eso es infame! —exclamó.
—¡Oh, en cuanto a eso —dijo Athos—, os ruego que creáis que me inquieto muy poco! Ahora que habéis terminado, Grimaud —continuó Athos—, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los rochelleses vean que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del rey.
Grimaud obedeció sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima de los cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del campamento estaba en las barreras.
—¿Cómo? —replicó D’Artagnan—. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham? Pero el duque es nuestro amigo.
—El duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que quiera, me preocupo tanto por ello como por una botella vacía.
Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.
—Un momento —dijo D’Artagnan—, yo no abandono a Buckingham así; nos dio caballos muy buenos.
—Y sobre todo unas buenas sillas —añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su capa el galón de la suya.
—Además —observó Aramis—, Dios quiere la conversión y no la muerte del pecador.
—Amén
—dijo Athos—, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
—Pero esa criatura es un demonio —dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un ave.
—Y esa firma en blanco —dijo D’Artagnan—, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos?
—No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.
—Querido Athos —dijo D’Artagnan—, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.
—Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? —preguntó Aramis.
—Exacto.
—¿Y tienes esa carta del cardenal? —dijo D’Artagnan.
—Aquí está —dijo Athos.
Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D’Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y leyó:
El portador de la presente ha «hecho lo que ha hecho» por orden mía y para bien del Estado.
5 de diciembre de 1627.
R
ICHELIEU
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—En efecto —dijo Aramis—, es una absolución en toda regla.
—Hay que romper ese papel —exclamó D’Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.
—Muy al contrario —dijo Athos—, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.
—¿Y qué va a hacer ahora ella? —preguntó el joven.
—Pues probablemente —dijo despreocupado Athos— va a escribir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta le dará consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y Aramis; el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D’Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle compañía a la Bastilla.
—¡Vaya! —dijo Porthos—. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto, querido.
—No bromeo —respondió Athos.
—¿Sabéis —dijo Porthos— que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín?
—¿Qué dice el abate a esto? —preguntó tranquilamente Athos.
—Digo que soy de la opinión de Porthos —respondió Aramis.
—¡Y yo también! —dijo D’Artagnan.
—Suerte que ella está lejos —observó Porthos—; porque confieso que me molestaría mucho aquí.
—Me molesta en Inglaterra tanto como en Francia —dijo Athos.
—A mí me molesta en todas partes —continuó D’Artagnan.
—Pero puesto que la teníais —dijo Porthos—, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado, colgado? Sólo los muertos no vuelven.
—¿Eso creéis, Porthos? —respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo D’Artagnan comprendió.
—Tengo una idea —dijo D’Artagnan.
—Veamos —dijeron los mosqueteros.
—¡A las armas! —gritó Grimaud.
Los jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.
Aquella vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya no eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.
—¿Y si volviéramos al campamento? —dijo Porthos—. Me parece que la partida no es igual.
—Imposible por tres razones —respondió Athos—; la primera es que no hemos terminado de almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minutos para que pase la hora.
—Bueno —dijo Aramis—, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.
—Es muy simple —respondió Athos—: tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer fuego; hacemos fuego mientras tengamos los fusiles cargados; si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
—¡Bravo! —exclamó Porthos—. Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal, que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro lado.
—Señores —dijo Athos—, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien a su hombre.
—Yo tengo el mío —dijo D’Artagnan.
—Y yo el mío —dijo Porthos.
—Y yo ídem —dijo Aramis.
—¡Entonces fuego! —dijo Athos.
Los cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación y cuatro hombres cayeron.
Entonces batió el tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de carga.
Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual precisión. Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los rochelleses continuaban avanzando a paso de carrera.
Con los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin embargo, el paso de los que quedaban en pie no aminoraba.
Llegados al pie del bastión, los enemigos eran todavía doce o quince; una última descarga los acogió, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.
—¡Vamos; amigos míos! —dijo Athos—. Terminemos de un golpe: ¡a la muralla, a la muralla!
Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se inclinó como si el viento lo arrastrase, y desprendiéndose de su base cayó con horrible estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito, una nube de polvo subió hacia el cielo, y eso fue todo.
—¿Los habremos aplastado desde el primero hasta el último? —preguntó Athos.
—A fe que eso me parece —dijo D’Artagnan.
—No —dijo Porthos—, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.
En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.
Athos miró su reloj.
—Señores —dijo—, hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay que ser buenos jugadores, y además D’Artagnan no nos ha dicho su idea.
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
—¿Mi idea? —dijo D’Artagnan.
—Sí, decíais que teníais una idea —replicó Athos.
—¡Ah, ya recuerdo! —contestó D’Artagnan—. Yo paso a Inglaterra por segunda vez, voy en busca del señor de Buckingham y le advierto del compló tramado contra su vida.
—Vos no haréis eso, D’Artagnan —dijo fríamente Athos.
—¿Y por qué no? ¿No lo he hecho ya?
—Sí, pero en esa época no estábamos en guerra; en esa época, el señor de Buckingham era un aliado y no un enemigo: lo que queréis hacer sería tachado de traición.
D’Artagnan comprendió la fuerza de este razonamiento y se calló.
—Pues me parece —dijo Porthos— que también yo tengo una idea.
—¡Silencio para la idea de Porthos! —dijo Aramis.
—Yo le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis: yo no soy fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ella sin que sospeche de mí y, cuando encuentre una ocasión, la estrangulo.
—¡Bueno —dijo Athos—, no estoy muy lejos de adoptar la idea de Porthos!
—¡Qué va! —dijo Aramis—. ¡Matar a una mujer! No, mirad, yo tengo la idea buena.
—¡Veamos vuestra idea, Aramis! —pidió Athos, que sentía mucha deferencia por el joven mosquetero.
—Hay que prevenir a la reina.
—¡A fe que sí! —exclamaron juntos Porthos y D’Artagnan—. Creo que estamos dando en el blanco.
—¿Prevenir a la reina? —dijo Athos—. ¿Y cómo? ¿Tenemos relaciones en la corte? ¿Podemos enviar a alguien a París sin que se sepa en el campamento? De aquí a París hay ciento cuarenta leguas: la carta no habrá llegado a Angers cuando estemos ya en el calabozo.
—En cuanto a enviar con seguridad una carta a Su Majestad —propuso Aramis ruborizándose—, yo me encargo de ello; conozco en Tours una persona hábil…
Aramis se detuvo viendo sonreír a Athos.
—¡Bueno! ¿No adoptáis ese medio, Athos? —dijo D’Artagnan.
—No lo rechazo del todo —dijo Athos—, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que él no puede abandonar el campamento; que cualquier otro de nosotros no es seguro; que dos horas después de que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes negros del cardenal sabrán vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona seréis detenidos.
—Sin contar —objetó Porthos— que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en modo alguno nos salvará a nosotros.
—Señores —dijo D’Artagnan—, lo que Porthos objeta está lleno de sentido.
—¡Ah, ah! ¿Qué pasa en la ciudad? —dijo Athos.
—Tocan a generala.
Los cuatro amigos escucharon, y el ruido del tambor llegó efectivamente hasta ellos.
—Vais a ver cómo nos mandan un regimiento entero —dijo Porthos.
—¿Por qué no? —dijo el mosquetero—. Me siento en vena, y resistiría ante un ejército con tal de que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de botellas.
—Palabra de honor que el tambor se acerca —dijo D’Artagnan.
—Dejadlo que se acerque —dijo Athos—, hay un cuarto de hora de camino de aquí a la ciudad, y por tanto de la ciudad aquí. Es más tiempo del que necesitamos para preparar nuestro plan; si nos vamos de aquí nunca encontraremos un lugar tan conveniente. Y mirad, precisamente, señores, acaba de ocurrírseme la idea buena.