Patrick, que sabía que lord de Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de amistad con el duque, dio preferencia a quien venía en su nombre. El otro fue obligado a esperar, y fue fácil ver cuánto maldecía aquel retraso.
El ayuda de cámara hizo atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los diputados de La Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete donde Buckingham, que salía del baño, acababa su aseo, al que en esta ocasión como en cualquier otra concedía una atención extraordinaria.
—El teniente Felton —dijo Patrick—, de parte de lord de Winter.
Felton entró. En aquel momento Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata recamada de oro, para ponerse un jubón de terciopelo azul completamente bordado de perlas.
—¿Por qué no ha venido el propio barón? —preguntó Buckingham—. Lo esperaba esta mañana.
—Me ha encargado decir a Vuestra Gracia —respondió Felton que lamentaba mucho no tener ese honor, pero que se hallaba impedido por la custodia que está obligado a hacer del castillo.
—Sí, sí —dijo Buckingham—, ya sé eso, hay una prisionera.
—Precisamente de esa prisionera quería yo hablar a Vuestra Gracia-prosiguió Felton.
—¡Bien, hablad!
—Lo que tengo que deciros sólo puede ser oído de vos, milord.
—Dejadnos, Patrick —dijo Buckingham—, pero estad cerca de la campanilla; os llamaré en seguida.
Patrick salió.
—Estamos solos, señor —dijo Buckingham—; hablad.
—Milord —dijo Felton—, el barón de Winter os ha escrito el otro día para rogaros que firmaseis una orden de embarco relativa a una joven llamada Charlotte Backson.
—Sí, señor, y le he contestado que me trajera o me enviara esa orden y que yo la firmaría.
—Hela aquí, Milord.
—Dadme —dijo el duque.
Y tomándola de las manos de Felton, lanzó sobre el papel una ojeada rápida. Entonces, dándose cuenta de que era lo que se le había anunciado, la puso sobre la mesa, cogió una pluma y se dispuso a firmar.
—Perdón, milord —dijo Felton deteniendo al duque—. ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de Charlotte Backson no es el nombre verdadero de esa mujer?
—Sí, señor, lo sé —respondió el duque mojando la pluma en el tintero.
—¿Entonces Vuestra Gracia conoce su verdadero nombre? —preguntó Felton con voz cortada.
—Lo conozco.
El duque acercó la pluma al papel.
—Y conociendo ese nombre verdadero —prosiguió Felton—, ¿monseñor lo firmará?
—Claro que sí —dijo Buckingham—, y mejor dos veces que una.
—No puedo creer —continuó Felton con una voz que se hacía cada vez más cortante y brusca— que Su Gracia sepa que se trata de lady de Winter…
—¡Lo sé perfectamente, aunque estoy asombrado de que lo sepáis vos!
—¿Y Vuestra Gracia firmará esa orden sin remordimientos?
Buckingham miró al joven con altivez.
—Vaya, señor, ¿sabéis —le dijo— que me estáis haciendo preguntas extrañas y que soy muy tonto por responder a ellas?
—Respondedme, monseñor —dijo Felton—, la situación es más grave de lo que quizá penséis.
Buckingham pensó que el joven, viniendo de parte de lord de Winter, hablaba sin duda en su nombre y se sosegó.
—Sin ningún remordimiento —dijo—, y el barón sabe como yo que Milady de Winter es una gran culpable y que es casi otorgarle gracia militar su pena al destierro.
El duque posó su pluma sobre el papel.
—¡No firmaréis esa orden, milord! —dijo Felton dando un paso hacia el duque.
—¿Que no firmaré esta orden? —dijo Buckingham—. ¿Y por qué?
—Porque haréis examen de conciencia y haréis justicia a Milady.
—Se le hará justicia enviándola a Tyburn —dijo Buckingham—; Milady es una infame.
—Monseñor, Milady es un ángel, vos lo sabéis de sobra, y yo os exijo su libertad.
—¡Vaya! —dijo Buckingham—. Estáis loco al hablarme así.
—Milord, perdonadme; hablo como puedo; me contengo. Sin embargo, milord, pensad en lo que vais a hacer, ¡y tened cuidado con pasaros de la raya!
—¿Cómo?… ¡Dios me perdone! —exclamó Buckingham—. ¡Pero creo que me está amenazando!
—No, milord, aún ruego, y os digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el vaso lleno, una falta ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de tantos crímenes.
—Señor Felton —dijo Buckingham—, vais a salir de aquí y consideraros arrestado inmediatamente.
—Vais a escucharme hasta el final, milord. Habéis seducido a esa joven, la habéis ultrajado y mancillado: reparad vuestros crímenes para con ella, dejadla partir libremente; y no exigiré otra cosa de vos.
—¿Vos no exigiréis? —dijo Buckingham mirando a Felton con asombro y haciendo hincapié en cada una de las sílabas de las tres palabras que acababa de pronunciar.
—Milord —continuó Felton exaltándose a medida que hablaba—, milord, tened cuidado, toda Inglaterra está harta de vuestras iniquidades; milord, habéis abusado del poder real que casi habéis usurpado; milord, habéis horrorizado a los hombres y a Dios; Dios os castigará más tarde, pero yo, yo os castigaré hoy.
—¡Ah! ¡Esto es demasiado fuerte! —grito Buckingham dando un paso hacia la puerta.
Felton le cerró el paso.
—Os lo pido humildemente —dijo—, firmad la orden de puesta en libertad de lady de Winter; pensad que es la mujer que habéis deshonrado.
—Retiraos, señor —dijo Buckingham—, o llamo y hago que os pongan cadenas.
—Vos no llamaréis —dijo Felton arrojándose entre el duque y la campanilla colocada sobre un velador incrustado de plata—; tened cuidado, milord, estáis entre las manos de Dios.
—En las manos del diablo, querréis decir —exclamó Buckingham alzando la voz para atraer a gente, sin llamar, sin embargo, directamente.
—Firmad, milord, firmad la libertad de lady de Winter —dijo Felton empujando un papel hacia el duque.
—¡A la fuerza! ¿Os burláis de mí? ¡Eh, Patrick!
—¡Firmad, milord!
—¡Jamás!
—¿Jamás?
—¡A mí! —gritó el duque, y al mismo tiempo saltó sobre su espada.
Pero Felton no le dio tiempo de sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el cuchillo con que se había herido Milady; de un salto estuvo sobre el duque.
En ese momento Patrick entraba en la sala gritando:
—¡Milord, una carta de Francia!
—¡De Francia! —exclamó Buckingham olvidando todo al pensar de quién le venía aquella carta.
Felton aprovechó el momento y le hundió en el costado el cuchillo hasta el mango.
—¡Ah, traidor! —gritó Buckingham—. Me has matado…
—¡Al asesino! —aulló Patrick.
Felton lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación vecina que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la atravesó corriendo y se precipitó hacia la escalera; pero en el primer escalón se encontró con lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la mano y en el rostro, saltó a su cuello exclamando:
—¡Lo sabía, lo había adivinado y llego un minuto tarde! ¡Oh, desgraciado de mí!
Al grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había encontrado en la antecámara se precipitó en el gabinete.
Encontró al duque tumbado sobre un sofá, cerrando su herida con su mano crispada.
—La Porte —dijo el duque con voz moribunda—, La Porte, ¿vienes de su parte?
—Sí, monseñor —respondió el fiel servidor de Ana de Austria—, pero quizá demasiado tarde.
—¡Silencio, La Porte, podrían oíros! Patrick, no dejéis entrar a nadie. ¡Oh, no llegaré a saber lo que me manda decir! ¡Dios mío, me muero!
Y el duque se desvaneció.
Sin embargo, lord de Winter, los diputados, los jefes de la expedición, los oficiales de la casa de Buckingham, habían irrumpido en su habitación; por todas partes sonaban gritos de desesperación. La nueva que llenaba el palacio de quejas y gemidos pronto se desparramó por doquier y se esparció por la ciudad.
Un cañonazo anunció que acababa de pasar algo nuevo e inesperado.
Lord de Winter se mesaba los cabellos.
—¡Un minuto tarde! —exclamó—. ¡Un minuto tarde! ¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué desgracia!
En efecto, a las siete de la mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda flotaba en una de las ventanas del castillo; había corrido al punto a la habitación de Milady, había encontrado la habitación vacía y la ventana abierta los barrotes serrados, se había acordado de la recomendación verbal que le había hecho transmitir D’Artagnan por su mensajero, había temblado por el duque, y corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer ensillar su caballo, había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y, saltando a tierra en el patio, había subido precipitadamente la escalera, y en el primer escalón se había encontrado, como hemos dicho, con Felton.
Sin embargo, el duque no estaba muerto; volvió en sí, abrió los ojos y la esperanza volvió a todos los corazones.
—Señores —dijo— dejadme solo con Patrick y La Porte.
—¡Ah, sois vos, de Winter! Esta mañana me habéis enviado un singular loco, ved el estado en que me ha puesto.
—¡Oh, milord! —exclamó el barón—. No me consolaré nunca.
—Y cometerás un error, mi querido de Winter —dijo Buckingham tendiéndole la mano—. No sé de ningún hombre que merezca ser lamentado durante toda la vida por otro hombre; mas déjanos, te lo ruego.
El barón salió sollozando.
No se quedaron en el gabinete más que el duque herido, La Porte y Patrick.
Se buscaba a un médico, al que no podían encontrar.
—Viviréis, milord, viviréis —repetía de rodillas ante el sofá del duque el mensajero de Ana de Austria.
—¿Qué me escribía ella? —dijo débilmente Buckingham chorreando sangre y dominando, para hablar de aquella a la que amaba, atroces dolores—. ¿Que me escribía ella? Léeme su carta.
—¡Oh, milord! —dijo La Porte.
—Obedece, La Porte; ¿no ves que no tengo tiempo que perder?
La Porte rompió el sello y puso el pergamino bajo los ojos del duque; mas Buckingham trató en vano de distinguir la escritura.
—Lee, pues —dijo—, lee, yo no veo ya; lee, porque pronto quizá no oiga y moriré entonces sin saber lo que me ha escrito.
La Porte no puso más dificultades, y leyó:
Milord:
Por cuanto he sufrido de vos y por vos desde que os conozco, os conjuro, si tenéis alguna preocupación por mi descanso, que interrumpáis el gran armamento que hacéis contra Francia y ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la religión es la causa visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa oculta. Esta guerra no sólo puede acarrear a Francia y a Inglaterra grandes catástrofes, sino incluso a vos, milord, desgracias de las que nunca me consolaré.
Velad por vuestra vida, que amenazan y que me será cara en el momento en que no esté obligada a ver en vos un enemigo.
Vuestra afectísima,
A
NA
.
Buckingham reunió los restos de su vida para escuchar esta lectura; luego, cuando hubo terminado, como si hubiera encontrado en aquella carta un amargo desencanto:
—¿No tenéis otra cosa que decirme de viva voz, La Porte? —preguntó.
—Sí, monseñor; la reina me había encargado deciros que velaseis por vos, porque había recibido el aviso que os querían asesinar.
—¿Y eso es todo, eso es todo? —prosiguió Buckingham con impaciencia.
—También me había encargado deciros que os amará siempre.
—¡Ah! —dijo Buckingham—. ¡Dios sea loado! Mi muerte no será para ella la muerte de un extraño…
La Porte se fundió en lágrimas.
—Patrick —dijo el duque—, traedme el cofre donde estaban los herretes de diamantes.
Patrick trajo el objeto pedido, que La Porte reconoció por haber pertenecido a la reina.
—Ahora, la bolsita de satén blanco, donde están bordadas en perlas sus iniciales.
Patrick volvió a obedecer.
—Mirad, La Porte —dijo Buckingham—, estas son las únicas prendas que tengo de ella, este cofre de plata y estas dos cartas. Las devolvéis a Su Majestad; y como último recuerdo… —buscó a su alrededor algún objeto precioso— añadiréis…
Siguió buscando; pero sus miradas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el cuchillo caído de las manos de Felton echando aún el vaho de la sangre bermeja extendida en la hoja.
—Y añadiréis este cuchillo —dijo el duque apretando la mano de La Porte.
Aún pudo poner la bolsita en el fondo del cofre de plata, dejó caer allí el cuchillo haciendo seña a La Porte de que no podía ya hablar; luego, en la última convulsión, para la cual esta vez no tenía fuerzas ya de combatir, se deslizó del sofá al suelo.
Patrick lanzó un grito.
Buckingham quiso sonreír por última vez; pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó grabado sobre su frente como un último beso de amor.
En aquel momento el médico del duque llegó completamente espantado; estaba ya a bordo del bajel almirante, habían tenido que ir a buscarlo allí.
Se acercó al duque, cogió su mano, la conservó un instante en la suya y la dejó caer.
—Todo es inútil —dijo—, está muerto.
—¡Muerto, muerto! —exclamó Patrick.
Ante este grito toda la multitud entró en la sala, y por doquiera no hubo más que consternación y tumulto.
Tan pronto como lord de Winter vio a Buckingham muerto, corrió a por Felton, a quien los soldados seguían custodiando en la terraza del palacio.
—¡Miserable! —dijo al joven que desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma y aquella sangre fría que ya no iban a abandonarlo—. ¡Miserable! ¿Qué has hecho?
—Me he vengado —dijo.
—¡Tú! —dijo el barón—. Di que has servido de instrumento a esa maldita mujer; pero, te lo juro, este crimen será su último crimen.
—No sé lo que queréis decir —contestó tranquilamente Felton—, e ignoro de quién queréis hablar, milord: he matado al señor de Buckingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos mismo, nombrarme capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es todo.
De Winter, estupefacto, miraba a las, personas que ataban a Felton y no sabía qué pensar de semejante sensibilidad.
Una sola cosa ponía, sin embargo, una nube sobre la frente pura de Felton. A cada ruido que oía, el ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a arrojarse en sus brazos para acusarse y perderse con él.