Todo el pasado se había borrado ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta en el porvenir, no veía más que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan felizmente había servido, sin que su nombre se hubiera mezclado para nada con aquel sangriento asunto. Las pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vida las apariencias de esas nubes que vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul, tan pronto el fuego, tan pronto el negro opaco de la tempestad, y que no dejan más rastros sobre la tierra que la devastación y la muerte.
Tras el desayuno, la abadesa vino a visitarla: hay pocas distracciones en el claustro, y la buena superiora tenía prisa por trabar conocimiento con su nueva pensionista.
Milady quería agradar a la abadesa; ahora bien, era cosa fácil para aquella mujer tan realmente superior; trató de ser amable: fue encantadora y sedujo a la buena superiora por su conversación tan variada y por las gracias esparcidas en toda su persona.
A la abadesa, que era una hija de la nobleza, le gustaban sobre todo las historias de corte, que rara vez llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta franquear los muros de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores mundanales.
Milady, por el contrario, estaba muy al corriente de todas las intrigas aristocráticas, en medio de las cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años; se puso, pues, a entretener a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de Francia, mezcladas a las devociones extremadas del rey, le hizo la crónica escandalosa de los señores y las damas de la corte, que la abadesa conocía perfectamente de nombre, tocó de refilón los amores de la reina y de Buckingham, hablando mucho para que se hablase poco.
Mas la abadesa se contentó con escuchar todo y sonreír sin responder. Sin embargo, como Milady vio que este género de relato le divertía mucho, continuó; sólo que hizo recaer la conversación sobre el cardenal.
Pero se hallaba en apuros: ignoraba si la abadesa era realista o cardenalista: se mantuvo en un punto medio prudente; pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más prudente aún, contentándose con hacer una profunda inclinación de cabeza todas las veces que la viajera pronunciaba el nombre de Su Eminencia.
Milady comenzó a creer que se aburriría mucho en el convento; resolvió, pues, arriesgar algo para saber luego a qué atenerse. Queriendo ver hasta dónde iría la discreción de aquella buena abadesa, se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más circunstanciado, del cardenal, contando los amores del ministro con la señora de D’Aiguillon, con Marion de Lorme y con algunas otras mujeres galantes.
La abadesa escuchó más atentamente, se animó poco a poco y sonrió.
—Bueno —se dijo Milady—, le toma gusto a mi discurso; si es cardenalista, no pone mucho fanatismo que digamos.
Luego pasó a las persecuciones ejercidas por el cardenal sobre sus enemigos. La abadesa se contentó con persignarse, sin aprobar ni desaprobar.
Esto confirmó a Milady en su opinión de que la religiosa era más realista que cardenalista. Milady continuó, ponderando cada vez más.
—Soy muy ignorante en todas estas materias —dijo por fin la abadesa—, pero por alejadas que estemos de la corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos ejemplos muy tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido muchas venganzas y persecuciones del señor cardenal.
—Una de vuestras pensionistas —dijo Milady—. ¡Oh, Dios mío, pobre mujer! La compadezco entonces.
—Y tenéis razón, porque es muy de compadecer: prisión, amenazas, malos tratos, ha sufrido todo. Pero después de todo —prosiguió la abadesa—, quizá el señor cardenal tuviera motivos plausibles para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que juzgar siempre a las personas por el aspecto.
«Bueno —se dijo Milady—, quién sabe; quizá voy a descubrir algo aquí, estoy en vena».
Y se dedicó a dar a su rostro una expresión de candor perfecta.
—¡Ay! —dijo Milady—. Yo lo sé; se dice que no hay que creer en las fisonomías; pero ¿en qué creer entonces, si no es en la más bella obra del Señor? En cuanto a mí, quizá esté equivocada toda mi vida; pero me fiaré siempre de una persona cuyo rostro me inspire simpatía.
—¿Seríais tentada, pues, de creer que esta joven es inocente? —dijo la abadesa.
—El señor cardenal no castiga sólo los crímenes —dijo ella—; hay ciertas virtudes que persigue con más severidad que ciertas fechorías.
—Permitidme, señora, expresaros mi extrañeza —dijo la abadesa.
—Y ¿de qué? —preguntó Milady con ingenuidad.
—Del lenguaje que tenéis.
—¿Qué encontráis de sorprendente en este lenguaje? —preguntó Milady sonriendo.
—Vos sois amiga del cardenal, puesto que os envía aquí, y sin embargo…
—Y, sin embargo, hablo mal de él —prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la superiora.
—Al menos no habláis bien.
—Es que yo no soy su amiga —dijo ella suspirando—, sino su víctima.
—Pero, sin embargo, ¿esa carta por la que os recomienda a mí?
—Es una orden contra mí de mantenerme en una especie de prisión de la que me hará sacar por algunos de sus satélites.
—Mas ¿por qué no habéis huido?
—¿Dónde iría? ¿Creéis que hay un lugar en la tierra que no pueda alcanzar el cardenal si quiere molestarme en tender la mano? Si yo fuera hombre, en rigor, todavía sería posible; pero mujer, ¿qué queréis que haga una mujer? Esa joven pensionista que tenéis aquí, ¿ha tratado de huir?
—No, cierto, pero ella es otra cosa, creo que está retenida en Francia por algún amor.
—Entonces —dijo Milady con un suspiro—, si ama no es completamente desgraciada.
—¿O sea —dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente—, que lo que estoy viendo es también una pobre perseguida?
—¡Ay, sí! —dijo Milady.
La abadesa miró un instante a Milady con inquietud, como si un nuevo pensamiento surgiese en su mente.
—¿Vos no sois enemiga de nuestra santa fe? —dijo ella balbuceando.
—¡Yo! —exclamó Milady—. ¿Yo protestante? ¡Oh, no, pongo por testigo al Dios que nos oye de que, por el contrario, soy ferviente católica!
—Entonces —dijo la abadesa sonriendo—, tranquilizaos; la casa en que estáis no será una prisión muy dura, y haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad. Hay más, encontraréis aquí a esa joven perseguida sin duda a consecuencia de alguna intriga cortesana. Es amable, graciosa.
—¿Cómo la llamáis?
—Me ha sido recomendada por alguien situado muy arriba, bajo el nombre de Ketty. No he tratado de saber su otro nombre.
—¡Ketty! —exclamó Milady—. ¿Cómo? ¿Estáis segura?
—¿Que se hace llamar así? Sí, señora. ¿La conoceríais?
Milady sonrió para sí misma y ante la idea que le había venido de que aquella mujer pudiera ser su antigua doncella. Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de cólera, y un deseo de venganza había alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás, casi al punto adoptaron la expresión calma y benévola que esta mujer de cien rostros les había hecho perder momentáneamente.
—¿Y cuándo podré ver a esa joven dama, por la que siento una simpatía tan grande? —preguntó Milady.
—Pues esta noche —dijo la abadesa—, hoy mismo. Pero habéis viajado durante cuatro horas, como vos misma me habéis dicho; esta mañana os habéis levantado a las cinco, debéis necesitar descanso. Acostaos y dormid, a la hora de la cena os despertaremos.
Aunque Milady hubiera podido prescindir muy bien del sueño, sostenida como estaba por todas las excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de intrigas, no por eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde hacía doce o quince días había pasado por tantas emociones diversas que, aunque su cuerpo de hierro podía aún soportar la fatiga, su alma necesitaba reposo.
Se despidió, pues, de la abadesa y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de venganza que naturalmente le había traído el nombre de Ketty. Recordaba aquella promesa casi ilimitada que le había hecho el cardenal si triunfaba en su empresa. Había triunfado; podría, pues, vengarse de D’Artagnan.
Sólo una cosa espantaba a Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère, a quien había creído muerto o al menos expatriado, y que ahora volvía a encontrar bajo el nombre de Athos, el mejor amigo de D’Artagnan.
Pero, también, si era amigo de D’Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las intrigas, con ayuda de las cuales la reina había desbaratado los proyectos de Su Eminencia; si era amigo de D’Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella envolverlo en la venganza en cuyos pliegues contaba con ahogar al joven mosquetero.
Todas estas esperanzas eran dulces pensamientos para Milady; por eso, acunada por ellos, se durmió al punto.
Fue despertada por una voz dulce que resonó al pie de su cama. Abrió los ojos y vio a la abadesa acompañada de una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre ella una mirada llena de benevolente curiosidad.
El rostro de aquella joven le era completamente desconocido: las dos se examinaron con una atención escrupulosa, al tiempo que cambiaban los saludos de uso; las dos eran muy bellas, pero de belleza completamente distinta. Sin embargo, Milady sonrió al reconocer que aventajaba con mucho a la joven mujer en clase y modales aristocráticos. Es cierto que el hábito de novicia que llevaba la joven no era muy ventajoso para sostener una lucha de este género.
La abadesa las presentó una a otra; luego, cuando fue cumplida esta formalidad, como sus deberes la llamaban a la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres solas.
La novicia, al ver a Milady acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la retuvo.
—¿Cómo señora? —le dijo ella—. ¿Apenas os he visto y ya queréis privarme de vuestra presencia, con la cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que pasar aquí?
—No, señora —respondió la novicia— sólo que temía haber escogido mal el momento; dormid, estáis fatigada.
—Bueno —dijo Milady—, ¿qué pueden pedir las personas que duermen? Un buen despertar. Este despertar vos me lo habéis dado; dejadme gozar de él a mi gusto.
Y cogiéndole la mano, la atrajo sobre un sillón que estaba junto a su lecho.
La novicia se sentó.
—¡Dios mío —dijo ella—, qué desgraciada soy! Hace ya seis meses que estoy aquí, sin la sombra de una distracción; llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía encantadora, y he aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a dejar el convento.
—¡Cómo! —dijo Milady—. ¿Os marcháis en seguida?
—Al menos eso espero —dijo la novicia con una expresión de alegría que no trataba de disfrazar por nada del mundo.
—Creo haber entendido que habéis sufrido por parte del cardenal —continuó Milady—; hubiera sido un motivo más de simpatía entre nosotras.
—Ya me lo ha dicho nuestra buena madre. ¿Es, por tanto, verdad que también vos erais una víctima de ese malvado cardenal?
—¡Chiss! —dijo Milady—. Incluso aquí no hablemos así de él; todas mis desgracias proceden de haber dicho más o menos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo creía amiga mía y que me ha traicionado. Y vos, ¿sois también vos víctima de una traición?
—No —dijo la novicia—, sino de mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por quien hubiera dado mi vida, por la que aún la daría.
—Y que os ha abandonado, ¿no es eso?
—He sido lo bastante injusta para creerlo, pero desde hace dos o tres días he obtenido prueba de lo contrario, y se lo agradezco a Dios; me habría costado creer que me había olvidado. Pero vos, señora —continuó la novicia— me parece que estáis libre, y que si quisierais huir, no dependería más que de vos.
—¿Dónde queréis que vaya sin amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco, adonde no he venido nunca?…
—¡Oh! —exclamó la novicia—. En cuanto a amigos, los tendréis por todas partes donde os mostréis. Parecéis tan buena y sois tan bella…
—Esto no me impide —prosiguió Milady endulzando su sonrisa de manera que le daba una expresión angelical— que yo esté sola y perseguida.
—Escuchad —dijo la novicia—, hay que tener esperanza en el cielo, como veis; siempre viene en el momento en que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá sea una suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis encontrado; porque si yo salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos poderosos que, después de haberse puesto en campaña por mí, podrán también ponerse en campaña por vos.
—¡Oh! Cuando he dicho que estaba sola —dijo Milady, esperando hacer hablar a la novicia hablando de ella misma—, no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba; pero estos conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener a alguien contra el cardenal; tengo pruebas de que su majestad, pese a su excelente corazón, ha sido obligada más de una vez a abandonar a la cólera de Su Eminencia a personas que la habían servido.
—Creedme, señora, la reina puede parecer haber abandonado a esas personas; pero no hay que creer en las apariencias; cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con frecuencia, en el momento en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen recuerdo.
—¡Ay! —dijo Milady—. Lo creo. Es tan buena la reina…
—¡Oh, entonces conocéis a esa bella y noble reina, puesto que habláis así! —exclamó la novicia con entusiasmo.
—Es decir —replicó Milady, acorralada en sus posiciones—, a ella personalmente no tengo el honor de conocerla; pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al señor de Putange, he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de Tréville.
—¡El señor de Tréville! —exclamó la novicia—. ¿Conocéis al señor de Tréville?
—Sí, perfectamente, mucho incluso.
—¿El capitán de los mosqueteros del rey?
—El capitán de los mosqueteros del rey.
—¡Oh, vais a ver —exclamó la novicia— cómo dentro de un momento vamos a ser muy conocidas, casi amigas! Si conocéis al señor de Tréville habréis debido ir a su casa.
—¡Con frecuencia! —dijo Milady, que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de que la mentira triunfaba, quería llevarla hasta el final.