La señora Bonacieux entró y, para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía, Milady repitió ante ella al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.
Milady hizo algunas preguntas sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos, guiada por un postillón; el lacayo de Rochefort debía precederla como correo.
Era un error de Milady su temor a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la pobre joven era demasiado pura para sospechar en otra mujer semejante perfidia; además, el nombre de la condesa de Winter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente desconocido, e ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan grande y tan fatal en las desgracias de su vida.
—Ya lo veis —dijo Milady cuando el lacayo hubo salido—, todo está dispuesto. La abadesa no sospecha nada y cree que viene a buscarme de parte del cardenal. Ese hombre va a dar las últimas órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.
—Sí —dijo maquinalmente la señora Bonacieux—, sí, partamos.
Milady le hizo señas de sentarse ante ella, le puso un vasito de vino español y le sirvió una pechuga.
—Ved —le dijo—, todo nos ayuda: la oscuridad llega; al alba habremos llegado a nuestro refugio y nadie podrá sospechar dónde estamos. Vamos, valor, tomad algo.
La señora Bonacieux comió maquinalmente algunos bocados y templó sus labios en el vaso.
—Vamos, vamos —dijo Milady llevando el suyo a sus labios—, haced como yo.
Pero en el momento en que lo acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de oír en la ruta como el rodar lejano de un galope que se iba aproximando; luego, casi al mismo tiempo, le pareció oír relinchos de caballos.
Aquel ruido la sacó de su alegría como un ruido de tormenta despierta en medio de un hermoso sueño; palideció y corrió a la ventana mientras la señora Bonacieux, levantándose toda temblorosa, se apoyaba sobre su silla para no caer.
No se veía nada aún, sólo se oía el galope que continuaba acercándose.
—¡Oh, Dios mío! —dijo la señora Bonacieux—. ¿Qué es ese ruido?
—El de nuestros amigos o de nuestros enemigos —dijo Milady con su terrible sangre fría—; quedaos donde estáis; voy a decíroslo.
La señora Bonacieux permaneció de pie, muda, inmóvil y pálida como una estatua.
El ruido se hacía más fuerte, los caballos no debían estar a más de ciento cincuenta pasos; si no se los divisaba todavía, es porque la ruta formaba un codo. Sin embargo, el ruido se hacía tan nítido que se hubieran podido contar los caballos por el ruido irregular de sus herraduras.
Milady miraba con toda la potencia de su atención. Necesitó poco tiempo para poder reconocer a los que llegaban.
De pronto, en el recodo del camino, vio relucir los sombreros galonados y flotar las plumas; contó dos, después cinco, luego ocho caballeros; uno de ellos precedía a todos los demás en dos cuerpos de caballo.
Milady lanzó un rugido ahogado. En el que venía a la cabeza reconoció a D’Artagnan.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —exclamó la señora Bonacieux—. ¿Qué pasa?
—Es el uniforme de los guardias del señor cardenal; no hay un momento que perder —exclamó Milady—. ¡Huyamos, huyamos!
—Sí, sí, huyamos —repitió la señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada como estaba en su sitio por el terror.
Se oyó a los caballeros que pasaban bajo la ventana.
—¡Venid, pero venid! —exclamaba Milady tratando de arrastrar a la joven por el brazo—. Gracias al jardín, aún podemos huir, tengo la llave; pero démonos prisa, dentro de cinco minutos será demasiado tarde.
La señora Bonacieux trató de caminar, dio dos pasos y cayó de rodillas.
Milady trató de levantarla y de llevársela, pero no pudo conseguirlo.
En aquel momento se oyó el rodar de un coche, que, a la vista de los mosqueteros partió al galope. Luego, tres o cuatro disparos sonaron.
—Por última vez, ¿queréis venir? —exclamó Milady.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! Veis que las fuerzas me faltan, veis que no puedo caminar: huid sola.
—¡Huir sola! ¡Dejaros aquí! No, no nunca —exclamó Milady.
De pronto, un destello lívido brotó de sus ojos; de un salto, como loca, corrió a la mesa, echó en el vaso de la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abrió con una presteza singular.
Era un grano rojizo que se fundió al punto.
Luego, cogiendo el vaso con una mano firme:
—Bebed —dijo—, este vino os dará fuerzas, bebed.
—¡Ah! No es así como quería vengarme —murmuró Milady, dejando con una sonrisa infernal el vaso encima de la mesa—, pero a fe que se hace lo que se puede.
Y se precipitó fuera de la habitación.
La señora Bonacieux la vio huir, sin poder seguirla; estaba como esas gentes que sueñan que las persiguen y que tratan en vano de caminar.
Transcurrieron algunos minutos, un ruido horrible resonaba en la puerta; a cada instante la señora Bonacieux esperaba ver reaparecer a Milady, que no reaparecía.
Varias veces, de terror sin duda, el sudor frío subió a su frente ardiente.
Por fin, oyó el rechinar de las verjas que se abrían, el ruido de las botas y de las espuelas resonó por las escaleras: había un gran murmullo de voces que iban acercándose, en medio de las cuales le parecía oír pronunciar su nombre.
De pronto lanzó un gran grito de alegría y se lanzó hacia la puerta, había reconocido la voz de D’Artagnan.
—¡D’Artagnan! ¡D’Artagnan! —exclamó ella—. ¿Sois vos? Por aquí, por aquí.
—¡Constance, Constance! —respondió el joven—. ¿Dónde estáis? ¡Dios mío!
En el mismo momento, la puerta de la celda cedió al choque más que se abrió; varios hombres se precipitaron en la habitación; la señora Bonacieux había caído en un sillón sin poder hacer un movimiento.
D’Artagnan arrojó una pistola aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su dueña, Athos volvió a poner la suya en su cintura; Porthos y Aramis, que tenían desnudas sus espadas, las envainaron.
—¡Oh, D’Artagnan! ¡Mi bien amado D’Artagnan! ¡Vienes por fin, no me habían engañado, eres tú!
—¡Sí, sí, Constance! ¡Juntos!
—¡Oh! Por más que
ella
decía que no vendrías yo esperaba en secreto; no he querido huir. ¡Ay, qué bien he hecho, qué feliz soy!
A la palabra de
ella
, Athos, que estaba sentado tranquilamente, se levantó de un salto.
—
¡Ella!
¿Quién es ella? —preguntó D’Artagnan.
—Mi compañera; la que, por amistad hacia mí, quería sustraerme a mis perseguidores; la que tomándoos por guardias del cardenal acaba de huir.
—Vuestra compañera —exclamó D’Artagnan volviéndose más pálido que el velo blanco de su amante—. ¿A qué compañera os referís?
—A aquella cuyo coche estaba a la puerta, a una mujer que se dice vuestra amiga, D’Artagnan; a una mujer a quien vos habéis contado todo.
—¡Su nombre, su nombre! —exclamó D’Artagnan—. ¡Dios mío! ¿No sabéis vos su nombre?
—Sí, lo han pronunciado delante de mí; esperad…, pero es extranjero… ¡Oh, Dios mío! Mi cabeza se turba, ya no veo.
—¡Ayudadme, amigos ayudadme! Sus manos están heladas —exclamó D’Artagnan—. Se encuentra mal. ¡Gran Dios! ¡Pierde el conocimiento!
Mientras Porthos pedía ayuda con toda la potencia de su voz, Aramis corrió a la mesa para coger un vaso de agua; pero se detuvo al ver la horrible alteración del rostro de Athos que, de pie ante la mesa, con los pelos erizados, los ojos helados de estupor, miraba uno de los vasos y parecía presa de la duda más horrible.
—¡Oh! —decía Athos—. ¡Oh, no, es imposible! ¡Dios no permitiría semejante crimen!
—¡Agua, agua! —gritaba D’Artagnan—. ¡Agua!
—¡Oh, pobre mujer, pobre mujer! —murmuraba Athos con la voz quebrada.
La señora Bonacieux volvió a abrir los ojos bajo los besos de D’Artagnan.
Y acercó el vaso a los labios de la joven, que bebió maquinalmente.
—¡Vuelve en sí! —exclamó el joven—. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, gracias!
—Señora —dijo Athos—, señora, en nombre del cielo, ¿de quién es este vaso vacío?
—Mío, señor… —respondió la joven— con voz moribunda.
—Pero ¿quién os ha echado el vino que estaba en ese vaso?
—Ella.
—Pero ¿quién es ella?
—¡Ah, ya me acuerdo! —dijo la señora Bonacieux—. La condesa de Winter…
Los cuatro amigos lanzaron un solo y mismo grito, pero el de Athos dominó todos los demás.
En aquel momento, el rostro de la señora Bonacieux se volvió lívido, un dolor sordo la abatió y cayó jadeante en los brazos de Porthos y de Aramis.
D’Artagnan cogió las manos de Athos con una angustia difícil de describir.
—¿Y qué? —dijo—. Tú crees…
Su voz se extinguió en un sollozo.
—Lo creo todo —dijo Athos mordiéndose los labios hasta hacerse sangre.
—¡D’Artagnan! ¡D’Artagnan! —exclamó la señora Bonacieux—. ¿Dónde estás? No me dejes, ya ves que voy a morir.
D’Artagnan soltó las manos de Athos, que tenía aún entre sus manos crispadas, y corrió hacia ella.
Su rostro tan hermoso estaba todo trastornado, sus ojos vidriosos no teman ya mirada, un estremecimiento convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor corría por su frente.
—¡En nombre del cielo! ¡Corred a llamar! Porthos, Aramis, ¡pedid ayuda!
—Inútil —dijo Athos—, inútil, para el veneno que ella echa no hay contraveneno.
—¡Sí, sí, socorro, socorro! —murmuró la señora Bonacieux—. ¡Socorro!
Luego, reuniendo todas su fuerzas, cogió la cabeza del joven entre sus dos manos, lo miró un instante como si toda su alma hubiera pasado a su mirada y, con un grito sollozante, apoyó sus labios sobre los de él.
—¡Constance! ¡Constance! —exclamó D’Artagnan.
Un suspiro escapó de la boca de la señora Bonacieux rozando la de D’Artagnan; aquel suspiro era aquella alma tan casta y tan amante que subía al cielo.
D’Artagnan no estrechaba más que un cadáver entre sus brazos.
El joven lanzó un grito y cayó junto a su amante, tan pálido y helado como ella.
Porthos lloró, Aramis mostró el puño al cielo, Athos hizo el signo de la cruz.
En aquel momento un hombre apareció en la puerta, casi tan pálido como los que estaban en la habitación, miró todo en torno suyo, vio a la señora Bonacieux muerta y a D’Artagnan desvanecido.
Apareció justo en ese instante de estupor que sigue a las grandes catástrofes.
—No me había equivocado —dijo—, he ahí al señor D’Artagnan y sus tres amigos, los señores Athos, Porthos y Aramis.
Estos cuyos nombres acababan de ser pronunciados miraban al extranjero con asombro, y a los tres les parecía reconocerlo.
—Señores —prosiguió el recién llegado—, vos estáis como yo a la búsqueda de una mujer que —añadió con una sonrisa terrible— ha debido pasar por aquí, ¡porque veo un cadáver!
Los tres amigos permanecieron mudos; sólo que tanto la voz como el rostro les recordaba a un hombre que ya habían visto; sin embargo, no podían acordarse de en qué circunstancias.
—Señores —continuó el extranjero—, puesto que no queréis reconocer a un hombre que probablemente os debe la vida dos veces, tendré que dar mi nombre: soy lord de Winter, el cuñado de esa mujer.
Los tres amigos lanzaron un grito de sorpresa.
Athos se levantó y le tendió la mano.
—Sed bienvenido, milord —dijo—, sois de los nuestros.
—Salí de Portsmouth cinco horas después que ella —dijo lord de Winter—, llegué a Boulogne tres horas después que ella, no la alcancé por veinte minutos en Saint-Omer; finalmente, en Lillers perdí su rastro. Iba al azar, informándome con todo el mundo, cuando os he visto pasar al galope; he reconocido al señor D’Artagnan. Os he llamado, no me habéis respondido; he querido seguiros, pero mi caballo estaba demasiado cansado para ir a la misma velocidad que los vuestros. Y, sin embargo, parece que pese a la diligencia que habéis puesto, ¡habéis llegado demasiado tarde!
—Ya lo veis —dijo Athos señalando a lord de Winter a la señora Bonacieux muerta y a D’Artagnan, al que Porthos y Aramis trataban de que recobrara el conocimiento.
—¿Están muertos los dos? —preguntó fríamente lord de Winter.
—Afortunadamente no —respondió Athos—; el señor D’Artagnan sólo está desvanecido.
—¡Ah, tanto mejor! —dijo lord de Winter.
En efecto, en aquel momento D’Artagnan volvió a abrir los ojos.
Se arrancó de los brazos de Porthos y de Aramis y se precipitó como un insensato sobre el cuerpo de su amante.
Athos se levantó, se dirigió hacia su amigo con paso lento y solemne, lo abrazó tiernamente y, como él estallaba en sollozos, le dijo con su voz tan notable y tan persuasiva:
—Amigo, sé hombre: las mujeres lloran los muertos; los hombres los vengan.
—¡Oh, sí! —dijo D’Artagnan—. Sí; si es para vengarla estoy dispuesto a seguirte.
Athos aprovechó aquel momento de fuerza que la esperanza de la venganza daba a su desdichado amigo para hacer señas a Porthos y Aramis de que fueran a buscar a la superiora.
Los dos amigos la encontraron en el corredor, completamente impresionada aún y extraviada por tantos acontecimientos; llamó a algunas religiosas que, contra todos los hábitos monásticos, se encontraron en presencia de cinco hombres.
—Señora —dijo Athos pasando el brazo de D’Artagnan bajo el suyo—, abandonamos a vuestros piadosos cuidados el cuerpo de esta desgraciada mujer. Fue un ángel sobre la tierra antes de ser un ángel en el cielo. Tratadla como a una de vuestras hermanas; nosotros volveremos un día a rezar sobre su tumba.
D’Artagnan ocultó su rostro en el pecho de Athos y estalló en sollozos.
—¡Llora —dijo Athos—. Llora, corazón lleno de amor, de juventud y de vida! ¡Ay, de buena gana quisiera poder llorar como tú!
Y se llevó a su amigo afectuoso como un padre, consolador como un cura, grande como hombre que ha sufrido mucho.
Los cinco, seguidos de sus criados, que llevaban sus caballos de la brida, avanzaron hacia la villa de Béthune, cuyo arrabal se divisaba, y se detuvieron ante el primer albergue que encontraron.
—Pero ¿no seguimos a esa mujer? —dijo D’Artagnan.
—Más tarde —dijo Athos—, tengo que tomar medidas.
—Se nos escapará —replicó el joven—, se nos escapará, Athos, y será por tu culpa.
—Respondo de ella —dijo Athos.
D’Artagnan tenía tal confianza en la palabra de su amigo, que bajó la cabeza y entró en el albergue sin responder nada.