Los tres mosqueteros (85 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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—En su casa habréis debido ver a algunos de sus mosqueteros…

—¡A todos los que habitualmente recibe! —respondió Milady, para quien esta conversación empezaba a tener un interés real.

—Nombradme a algunos de los que vos conozcáis y veréis que estarán entre mis amigos.

—Conozco —dijo Milady embarazada— al señor de Louvigny, al señor de Courtivron, al señor de Férussac.

La novicia la dejó decir; luego, viendo que se detenía:

—¿Y no conocéis —le dijo— a un gentilhombre llamado Athos?

Milady se puso tan pálida como las sábanas entre las que se acostaba, y por dueña que fuera de sí misma no pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora y devorándola con la mirada.

—¿Qué, qué os ocurre? ¡Oh, Dios mío! —preguntó aquella pobre mujer—. ¿He dicho algo que os haya herido?

—No, pero ese nombre me ha sorprendido porque también yo he conocido a ese gentilhombre, y porque me parece extraño encontrar a alguien que le conozca mucho.

—¡Oh, sí, mucho, no solamente a él, sino también a sus amigos, los señores Porthos y Aramis!

—De veras, también a ellos los conozco —exclamó Milady, que sintió el frío penetrar hasta su corazón.

—Pues bien, si los conocéis, debéis saber que son buenos y francos compañeros. ¿Por qué no os dirigís a ellos si necesitáis apoyo?

—Es decir —balbuceó Milady—, yo no estoy vinculada realmente a ninguno de ellos; los conozco por haber oído hablar mucho de ellos a uno de mis amigos, el señor D’Artagnan.

—¡Conocéis al señor D’Artagnan! —exclamó la novicia a su vez, cogiendo la mano de Milady y devorándola con los ojos.

Luego notando la extraña expresión de la mirada de Milady:

—Perdón, señora —dijo—, ¿a título de qué lo conocéis?

—Pues —replico Milady en apuros— a título de amigo.

—Me engañáis, señora —dijo la novicia—; habéis sido su amante.

—Sois vos quien lo habéis sido, señora —exclamó Milady a su vez.

—¡Yo! —dijo la novicia.

—Sí, vos; ahora os conozco, vos sois la señora Bonacieux.

La joven retrocedió, llena de sorpresa y de terror.

—¡Oh, no lo neguéis! Responded —prosiguió Milady.

—Pues bien: sí, señora; yo le amo —dijo la novicia—, ¿somos rivales?

El rostro de Milady se encendió de un fuego tan salvaje que en cualquier otra circunstancia la señora Bonacieux habría huido de espanto; pero estaba totalmente dominada por los celos.

—Veamos: ¿decís, señora —prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la hubiera creído incapaz—, qué habéis sido o sois su amante?

—¡Oh, oh! —exclamó Milady con un acento que no admitía duda sobre su verdad—. ¡Jamás, jamás!

—Os creo —dijo la señora Bonacieux—; mas ¿por qué entonces habéis gritado así?

—¿Cómo, no comprendéis? —dijo Milady, que se había repuesto de su turbación y que había recuperado toda su presencia de ánimo.

—¡Cómo queréis que comprenda! Yo no sé nada.

—¿No comprendéis que, por ser mi amigo, D’Artagnan me había tomado por confidente?

—¿De veras?

—¡No comprendéis que lo sé todo: vuestro rapto de la casita de Saint-Germain, su desaparición, la de sus amigos, sus búsquedas inútiles desde ese momento! Y ¿cómo no queréis que me sorprenda, cuando sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos hablado con tanta frecuencia juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza de su alma, con vos, a quien él me había hecho amar antes de haberos visto? ¡Ay, querida Constance, ahora os encuentro, por fin os veo!

Y Milady tendió sus brazos a la señora Bonacieux, que, convencida por lo que acababa de decirle, no vio ya en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más que una amiga sincera y abnegada.

—¡Oh, perdonadme, perdonadme! —exclamó ella dejándose ir sobre su hombro—. ¡Lo amo tanto!

Las dos mujeres estuvieron un instante abrazadas. Desde luego, si las fuerzas de Milady hubieran estado a la altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de aquel abrazo. Pero no pudiendo ahogarla, le sonrió.

—¡Oh, querida, querida muchacha —dijo Milady—, cuán feliz soy al veros! Dejadme miraros —y diciendo estas palabras la devoraba inquisitivamente con la mirada—. Sí, sois vos. ¡Ah y, por cuanto me ha dicho, os reconozco ahora, os reconozco perfectamente!

La pobre joven no podía sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la muralla de aquella frente pura, tras aquellos ojos tan brillantes donde no leía otra cosa sino interés y compasión.

—Entonces sabéis cuánto he sufrido —dijo la señora Bonacieux—, puesto que os he dicho lo que él sufría; pero sufrir por él es felicidad.

Milady replicó maquinalmente.

—Sí, es felicidad.

Ella pensaba en otra cosa.

—Y, además —continuó la señora Bonacieux—, mi suplicio toca a su término; mañana, quizá esta noche, lo volveré a ver, y entonces el pasado no existirá.

—¿Esta noche? ¿Mañana? —exclamó Milady sacada de su ensoñación por aquellas palabras—. ¿Qué queréis decir? ¿Esperáis alguna nueva de él?

—Lo espero a él.

—A él. ¿D’Artagnan aquí?

—El mismo.

—¡Pero es imposible! Está en el sitio de La Rochelle con el cardenal; no volverá a París sino después de la toma de la ciudad.

—Vos creéis eso, pero ¿es que hay algo imposible para mi D’Artagnan el noble y leal gentilhombre?

—¡Oh, no puedo creeros!

—¡Buenos entonces leed! —dijo en el exceso de su orgullo y de su alegría la desventurada joven presentando una carta a Milady.

«¡La escritura de la señora Chevreuse! —se dijo para sus adentros Milady—. ¡Ay, estaba segura de que tenía conocimientos por ese lado!».

Y leyó ávidamente estas pocas líneas:

Mi querida niña, estad preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os verá más que para arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que estuvieseis oculta; preparaos, pues, para la partida y no desesperéis jamás de nosotros.

Vuestro encantador gascón acaba de mostrarse valiente y fiel como siempre; decidle que se le agradece en alguna parte el aviso que ha dado.

—Sí, sí —dijo Milady—, sí, la carta es precisa. ¿Sabéis cuál es ese aviso?

—No, sospecho solamente que haya prevenido a la reina de alguna nueva maquinación del cardenal.

—Sí, eso es sin duda —dijo Milady, devolviendo la carta a la señora Bonacieux y dejando caer su cabeza pensativa sobre su pecho.

En aquel momento se oyó el galope de un caballo.

—¡Oh! —exclamó la señora Bonacieux precipitándose a la ventana—. ¿Será ya él?

Milady había permanecido en su cama, petrificada por la sorpresa; tantas cosas inesperadas le llegaban de golpe que por primera vez la cabeza le fallaba.

—¡EI, él! —murmuró ella—. ¿Será él?

Y permanecía en la cama con los ojos fijos.

—¡Ay, no! —dijo la señora Bonacieux—. Es un hombre que no conozco y que, sin embargo, parece que viene hacia aquí; sí, aminora su carrera, se detiene en la puerta, llama.

Milady saltó fuera de su cama.

—¿Estáis completamente segura de que no es él? —dijo ella.

—¡Oh, sí, completamente segura!

—Quizá hayáis visto mal.

—¡Oh! Aunque no viera más que la pluma de su sombrero, la punta de su capa, lo reconocería.

Milady seguía vistiéndose.

—No importa, ¿decís que ese hombre viene hacia aquí?

—Sí, ha entrado.

—Es para vos o para mí.

—¡Oh, Dios mío, qué agitada parecéis!

—Sí, lo confieso, yo no tengo vuestra confianza, temo cualquier cosa del cardenal.

—¡Chis! —dijo la señora Bonacieux—. Alguien viene.

Efectivamente, la puerta se abrió y entró la superiora.

—¿Sois vos la que llegáis de Boulogne? —preguntó a Milady.

—Sí, soy yo —respondió ésta tratando de recuperar su sangre fría—. ¿Quién pregunta por mí?

—Un hombre que no quiere decir su nombre, pero que viene de parte del cardenal.

—¿Y qué quiere decirme? —preguntó Milady.

—Que quiere hablar con una dama que ha llegado de Boulogne.

—Entonces hacedlo entrar, señora, os lo ruego.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —dijo la señora Bonacieux—. ¿Será alguna mala noticia?

—Tengo miedo.

—Os dejo con ese extraño, pero tan pronto como se marche, volveré si me lo permitís.

—¡Cómo no! Os lo suplico.

La superiora y la señora Bonacieux salieron.

Milady se quedó sola, fijos los ojos en la puerta; un instante después se oyó el ruido de espuelas que resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se abrió y apareció un hombre.

Milady lanzó un grito de alegría: aquel hombre era el conde de Rochefort, el instrumento ciego de Su Eminencia.

Capítulo LXII
Dos variedades de demonios

¡A
h! —exclamaron al mismo tiempo Rochefort y Milady—. ¡Sois vos!

—Sí, soy yo.

—¿Y llegáis?… —preguntó Milady.

—De La Rochelle. ¿Y vos?

—De Inglaterra.

—¿Buckingham?

—Muerto o herido peligrosamente; cuando yo partía sin haber podido obtener nada de él, un fanático acababa de asesinarlo.

—¡Ah! —exclamó Rochefort con una sonrisa—. ¡He ahí un azar muy feliz! Y que satisfará mucho a Su Eminencia. ¿Le habéis avisado?

—Le escribí desde Boulogne. Pero ¿cómo estáis aquí?

—Su Eminencia, inquieto, me ha enviado en vuestra busca.

—Llegué ayer.

—¿Y qué habéis hecho desde ayer?

—No he perdido mi tiempo.

—¡Oh! Eso me lo sospecho de sobra.

—¿Sabéis a quién he encontrado aquí?

—No.

—Adivinad.

—¿Cómo queréis…?

—A esa joven a quien la reina ha sacado de prisión.

—¿La amante del pequeño D’Artagnan?

—Sí, a la señora Bonacieux, cuyo retiro ignoraba el cardenal.

—Bueno —dijo Rochefort—, ahí tenemos un azar que puede igualarse con el otro. El señor cardenal es realmente un hombre privilegiado.

—¿Comprendéis mi asombro —continuó Milady— cuando me he encontrado cara a cara con esta mujer?

—¿Ella os conoce?

—No.

—Entonces, ¿os mira como a una extraña?

Milady sonrió.

—¡Soy su mejor amiga!

—Por mi honor —dijo Rochefort—, no hay como vos, mi querida condesa, para hacer milagros.

—Y vale la pena, caballero —dijo Milady—, porque ¿sabéis qué pasa?

—No.

—Van a venir a buscarla mañana o pasado mañana con una orden de la reina.

—¿De verdad? ¿Y quién?

—D’Artagnan y sus amigos.

—Realmente harán tanto que nos veremos obligados a enviarlos a la Bastilla.

—¿Por qué no se ha hecho ya?

—¡Qué queréis! Porque el señor cardenal tiene por esos hombres una debilidad que yo no comprendo.

—¿De veras?

—Sí.

—Pues bien, decidle esto, Rochefort, decidle que nuestra conversación en el albergue del Colombier-Rouge fue oída por esos cuatro hombres; decidle que después de su partida uno de ellos subió y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto que me había dado; decidle que habían hecho avisar a lord de Winter de mi paso a Inglaterra; que también en esta ocasión han estado a punto de hacer fracasar mi misión, como hicieron fracasar la de los herretes; decidle que entre esos cuatro hombres, sólo dos son de temer, D’Artagnan y Athos; decidle que el tercero, Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a éste, sabemos su secreto, puede ser útil; en cuanto al cuarto, Porthos, es un tonto, un fatuo y un necio: que no se preocupe siquiera.

—Pero esos cuatro hombres deben estar en este momento en el asedio de La Rochelle.

—Eso creía como vos; pero una carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora de Chevreuse, y que ha cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el contrario estos cuatro hombres están de camino y vienen a llevársela.

—¡Diablos! ¿Qué hacer?

—¿Qué os ha dicho el cardenal a mi respecto?

—Que reciba vuestros partes escritos o verbales, que vuelva al puesto, y cuando él sepa lo que habéis hecho, pensará en lo que debéis hacer.

—¿Debo entonces quedarme aquí? —preguntó Milady.

—Aquí o en los alrededores.

—¿No podéis llevarme con vos?

—No, la orden es formal; en los alrededores del campamento podríais ser reconocida, y vuestra presencia, como comprenderéis, comprometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo que acaba de pasar allá. Sólo que decidme por adelantado dónde esperaréis noticias del cardenal, que yo sepa siempre dónde encontraros.

—Escuchad, es probable que no pueda permanecer aquí.

—¿Por qué?

—Olvidáis que mis enemigos pueden llegar de un momento a otro.

—Cierto; pero entonces, ¿esa mujercita va a escapársele a Su Eminencia?

—¡Bah! —dijo Milady con una sonrisa que no pertenecía más que a ella—. Olvidáis que yo soy su mejor amiga.

—¡Ah, es cierto! Puedo, por tanto, decir al cardenal que, respecto a esa mujer…

—Que esté tranquilo.

—¿Eso es todo?

—El sabrá lo que quiere decir.

—Lo adivinará. Ahora, veamos, ¿qué debo hacer yo?

—Salir al instante; me parece que las nuevas que lleváis bien merecen que nos demos prisa.

—Mi silla se ha partido al entrar en Lillers.

—¡Estupendo!

—¿Cómo estupendo?

—Sí, necesito vuestra silla —dijo la condesa.

—¿Y cómo iré yo entonces?

—A todo galope.

—Os tienen sin cuidado esas ciento ochenta leguas.

—¿Qué es eso?

—Se harán. ¿Y luego?

—Luego, al pasar por Lillers, me devolvéis la silla con orden a vuestro criado de ponerse a mi disposición.

—Bien.

—Indudablemente, tendréis encima de vos alguna orden del cardenal…

—Tengo mi pleno poder.

—Lo mostraréis a la abadesa diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana, y que yo tendré que seguir a la persona que se presente en vuestro nombre.

—¡Muy bien!

—No olvidéis tratarme duramente cuando habléis de mí a la abadesa.

—¿Por qué?

—Yo soy una víctima del cardenal. Tengo que inspirar confianza a esa pobre señora Bonacieux.

—De acuerdo. Ahora, ¿queréis hacerme un informe de todo lo que ha pasado?

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