Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Si en el primer volumen de Crónicas Necrománticas descubríamos que Harry Keogh era capaz de comunicarse con los muertos que reposaban en sus tumbas, en El lenguaje de los muertos el necroscopio ha perdido dicha facultad… ¡y millones de cadáveres gritan sin que nadie pueda oiirlos! En las montañas de los Balcanes se alza el castillo de los Ferenczy, la fortaleza de los wamphyri. En él, Janos Ferenczy, vampiro y hechicero, ha despertado de su sueño de siglos. Para calmar sus deseos de sangre, necesita seres humanos vivos; y con sus terribles armas pretende aplastar a la indefensa humanidad que ha depositado en Harry Keogh sus esperanzas de salvación. ¡Pero sus numerosos gritos de advertencia sobre el terrorífico dominio de Janos caen en el vacío! ¡Harry Keogh ha perdido su facultad necroscópica tras una dura batalla contra los vampiros!
Brian Lumley
El lenguaje de los muertos
Crónicas Necrománticas - 4
ePUB v1.0
elchamaco04.09.12
Título original:
Deadspeak
Brian Lumley, 1990.
Traducción: Ana Calderón
Diseño/retoque portada: elchamaco
Editor original: elchamaco (v1.0)
ePub base v2.0
A Stavros Dendrinos
El castillo Ferenczy
Transilvania, en la primera semana de septiembre de 1981…
Poco más o menos una hora antes del mediodía, dos campesinas del pueblo de Halmagiu volvían a casa por un sendero del bosque. Llevaban las cestas llenas de pequeñas ciruelas silvestres y moras, las primeras de la estación. Las frutas aún estaban húmedas de rocío. Algunas de las ciruelas todavía estaban un poco verdes… ¡el estado perfecto para hacer un aguardiente bien fuerte y perfumado! Vestidas de negro, las cabezas cubiertas con pañuelos anudados bajo la barbilla, las mujeres iban cotilleando alegremente, y sus dientes relucían marfileños cuando una carcajada subrayaba una habladuría particularmente sabrosa.
A la distancia, el humo azul producido por la combustión de madera se elevaba casi vertical desde las chimeneas de Halmagiu; formaba una tenue neblina por encima de la fronda de otoñales colores de los árboles del bosque. Pero más cerca, entre los árboles, ardían otros fuegos; en el aire se percibían olores de guisos de carne con especias y sopas de hierbas aromáticas. Tintineaban campanillas de plata y se oyó el chasquido de una rama cuando un niño de pelo enmarañado y ojos oscuros de mirada fija se balanceó en el columpio que había improvisado con una cuerda.
Las caravanas, pintadas de colores chillones, estaban reunidas bajo los árboles en un círculo. En las afueras del improvisado recinto, los pequeños caballos, atados con cuerdas, pacían en la hierba, y revoloteaban las faldas multicolores de las muchachas que buscaban astillas para el fuego. En el interior del círculo de caravanas, las ollas de hierro negro suspendidas sobre las llamas dejaban escapar un aromático vapor que hacía agua la boca; los hombres de la tribu de los Viajeros atendían a sus asuntos o simplemente fumaban sus largas pipas con los ojos perdidos en la distancia. Eran Viajeros, sí. Vagabundos: ¡gitanos! Habían vuelto los
cíngaros
a la región de Halmagiu.
El chico que se columpiaba divisó a las dos mujeres del pueblo y emitió un agudo silbido. Al instante cesaron el trajín, el movimiento y los ruidos en el campamento gitano: todas las miradas se posaron, al unísono, en las campesinas rumanas y en sus cestas. Los hombres gitanos tenían un fiero aspecto con sus chaquetas de cuero, pero no había hostilidad en su mirada. Los cíngaros tenían sus propios códigos, y sabían muy bien lo que les convenía. Durante más de cinco siglos los habitantes de Halmagiu habían tratado con ellos de manera muy justa, les habían comprado sus baratijas, y los habían dejado en paz. Los gitanos, a su vez, nunca causaban daño deliberadamente a ningún habitante de Halmagiu.
—Buenos días, señoras —las saludó el rey de los gitanos (porque los jefes de esas bandas de vagabundos siempre se enorgullecen de ser reyes) con una reverencia desde los escalones de su caravana—. Por favor, anuncien a sus amigos del pueblo que pronto llamaremos a sus puertas; tenemos ollas y cazos de la mejor calidad, amuletos para ahuyentar a los seres de la noche, leemos las cartas, y nuestros ojos descubren siempre lo que ocultan las líneas de las manos. Traigan sus cuchillos y los afilaremos, y compondremos los mangos rotos de sus hachas. Lo componemos todo. Y este año también tenemos una jaca o dos para vender, mucho mejores que los viejos jamelgos que tiran de sus carros. No estaremos aquí mucho tiempo, así que aprovechen nuestras ofertas antes de que nos vayamos.
—Buenos días tengan ustedes —respondió de inmediato la mayor de las dos mujeres, aunque con voz un tanto entrecortada—. Y tenga por seguro de que daré su recado a los del pueblo. —Y por lo bajo, le susurró a su compañera—: ¡No digas nada, camina y no te apartes de mí!
Cuando pasaron junto a una de las caravanas, la mujer que había respondido al saludo cogió de la cesta un pequeño pote de avellanas y un puñado de ciruelas, y los dejó, a manera de ofrenda, en los escalones de la caravana. Podría ser que alguien hubiese visto la ofrenda, pero nadie dijo nada. En todo caso, cuando las mujeres continuaron su camino rumbo a su hogar, el campamento siguió con sus actividades habituales.
Pero la más joven, que no hacía mucho tiempo que vivía en Halmagiu, preguntó:
—¿Por qué les has regalado las avellanas y las ciruelas? Según he oído, los gitanos no dan nada gratis, no hacen favores, y a menudo cogen sin pagar cosas que tienen un precio. ¿No les animas a que sigan haciéndolo, con esos presentes?
—No hace ningún daño tener buenas relaciones con gente que ve el futuro —respondió la mujer de más edad—. Cuando lleves los años que llevo yo en este lugar, sabrás lo que quiero decir. Además, ellos no han venido a robarnos, o a causarnos perjuicios. —Tras encogerse de hombros, la mujer continuó—: Ya lo creo que no, y te diré que creo saber por qué están aquí.
—¿Por qué?, —preguntó su amiga.
—Tiene que ver con la luna, con una llamada que han oído, y una ofrenda que deben hacer. Ellos atraen los favores de la tierra, le devuelven la fertilidad al suelo, apaciguan a… sus dioses.
—¿Sus dioses? ¿Son infieles, entonces? ¿Cuáles son esos dioses?
—¡Llámale Natura, si quieres! —respondió cortante la primera mujer—. Pero no me preguntes nada más. Yo soy una mujer sencilla y no quiero saber. La abuela de mi abuela ya recordaba la época en que llegaban los gitanos. Y seguramente su abuela también. A veces pasan quince meses antes de que vuelvan, o dieciocho, pero nunca más de veintiuno. Primavera, verano, invierno: sólo los cíngaros conocen en qué estación, en qué mes, en qué día vendrán. Pero cuando oyen la llamada, cuando la luna está en la fase apropiada, cuando aúlla un lobo solitario en las montañas, entonces vuelven. Sí, y cuando se marchan dejan siempre la ofrenda.
—¿Qué clase de ofrenda? —preguntó la mujer más joven, cuya curiosidad se había despertado.
—No hagas preguntas —respondió la otra moviendo la cabeza en un gesto negativo—. No debes hacer preguntas.
Pero la mujer más joven sabía que sólo era una manera de hablar, y que se moría de ganas de contarle; decidió entonces que la mejor táctica era callar, y dejar que la otra hablara cuando quisiera.
Sin embargo, unos instantes más tarde advirtió que se habían apartado del camino más corto hacia el pueblo, y se sintió obligada a preguntar.
—¿Pero no hemos cogido el camino más largo?
—¡Ahora calla! —respondió la otra por lo bajo—. ¡Mira!
Habían llegado a un claro en el bosque, al pie de una mole rocosa de formación volcánica. Despojada de toda vegetación y en forma de cúpula, con unas cuantas protuberancias, el montículo tenía unos quince metros de altura; detrás continuaba el bosque, y luego comenzaban los riscos que llevaban a una meseta cubierta de abetos, que parecía el primer y gigantesco escalón hacia las cumbres del macizo de Zarundului. Los árboles que rodeaban la formación rocosa habían sido talados, y el terreno aparecía limpio de hierbas y maleza; en la cúspide, una pila de piedras se alzaba como una torrecilla o una chimenea, señalando hacia las montañas.
Y precisamente allí, en lo alto de la roca, sentado al pie de la torrecilla, un joven, un cíngaro, tallaba con un cuchillo un trozo de roca que sostenía sobre sus rodillas. Estaba abstraído en su trabajo, y sólo veía el trozo de roca entre sus manos. Las mujeres estaban dentro de su campo de visión, pero al parecer no las veía. Era evidente que sólo veía la roca que estaba tallando. Y también era evidente para ellas, aun a la distancia en que se encontraban, que había algo raro en el joven, algo no del todo normal.
—Pero… ¿qué está haciendo allí? —susurró la más joven—. Es muy guapo… y muy extraño. ¿Y no es ése un lugar prohibido? Mi Hzak me ha dicho que la gran piedra de la torrecilla es muy especial, y que…
—¡Shhhh! —la hizo callar su compañera, con un dedo sobre los labios—. No le molestes. A los cíngaros no les agrada que los espíen. Aunque ése seguro que no nos oye. Pero de todos modos, será mejor que nos andemos con cuidado.
—¿Dices que no nos oye? Si es así, ¿por qué hablamos en voz baja? Ya lo sé, no me digas nada; hablamos así porque éste es un lugar casi sagrado, como un santuario.
—¿Casi sagrado? ¡Al contrario, es un lugar impío! Y en cuanto a por qué ese hombre no nos ve… ¡míralo! Su tez no es simplemente morena, sino gris como la pizarra, de un color enfermizo, mortecino. Y sus ojos, hundidos y de mirada ardiente. Está obsesionado con la piedra que talla. Ha oído la llamada, ¿no lo adviertes? Está atónito, hipnotizado… ¡condenado!
En el instante en que la mujer pronunciaba esta última palabra, el hombre de la roca se puso en pie, cogió la piedra que había tallado y la colocó con gesto firme junto a las otras que formaban el túmulo. La piedra quedó allí, junto a muchas otras, como un ladrillo en la última hilera de un muro en construcción, y cualquiera que hubiera presenciado el ritual de la escultura sabría que cada una de las piedras del túmulo llevaba extrañas y significativas marcas. La mujer más joven abrió la boca para decir algo, pero su amiga se anticipó a la pregunta.
—Ha escrito su nombre en la piedra —dijo—. Su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte, si es que las sabe. Como las escribieron todos los otros que han muerto antes que él. Esa piedra que ha tallado es su lápida, y el túmulo es un cementerio.
El joven gitano estiraba ahora el cuello, mirando hacia lo alto de las montañas. Se quedó inmóvil en esa posición durante un instante, como si esperara algo. Y en el cielo azul grisáceo una pequeña nube cruzó como una mancha la faz del sol. Cuando la más vieja de las dos mujeres vio esto, se sobresaltó; ella también estaba en un estado casi hipnótico, inmóvil en el lugar, y sin fuerza de voluntad para seguir su camino. Pero cuando el sol se oscureció y las sombras lo envolvieron todo, la mujer cogió a su compañera por el brazo y volvió la cara.
—Vamos —la urgió—, vayámonos de aquí. Nuestros hombres estarán preocupados por nosotras, sobre todo si se han enterado de que hay gitanos en la zona.
Avanzaron deprisa bajo la espesa fronda de los árboles, encontraron el sendero y muy pronto vieron las casas de madera de las afueras de Halmagiu; allí el bosque se hacía gradualmente menos espeso hasta desaparecer. Pero cuando salieron a una polvorienta carretera, y sus corazones latieron más despacio, oyeron un sonido que venía de atrás, y de lo alto, y desde muy, muy lejos…