El lenguaje de los muertos (2 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Aún no era mediodía en Halmagiu, el sol comenzó a salir de detrás de una pequeña nube; aún faltaba algo más de un mes para que comenzaran los primeros fríos del invierno, pero todos los que oyeron ese sonido pensaron que era un presagio del invierno. Sí, y algunos creyeron que era algo más que eso.

Era el lastimero aullido de un lobo que llegaba de las montañas, llamando tal como lo han hecho los lobos durante miles de años, y quizá más. Las dos mujeres se detuvieron, apretaron sus cestas y escucharon.

—No ha tenido respuesta —dijo por fin la más joven—. Ese viejo lobo está solo.

—Por el momento —asintió la otra—. Sí, está solo, pero te aseguro que le han oído. Y muy pronto le responderán. Y después… —la mujer hizo un gesto de negación con la cabeza y caminó aún más rápido.

La otra apretó el paso y la alcanzó.

—¿Y después qué? —preguntó.

Su compañera la miró, frunció un poco el entrecejo, y finalmente dijo:

—Tienes que aprender a escuchar, Anna. En estos lugares hay cosas de las que apenas si hablamos, de manera que, si quieres enterarte, en las raras ocasiones en que hablamos de ellas debes escuchar con mucha atención.

—Estaba escuchando —respondió Anna—, pero no lo he comprendido, eso es todo. Tú has dicho que muy pronto le responderían al viejo lobo. Y entonces… ¿qué pasará?

—Entonces… —respondió la mujer más vieja, dirigiéndose hacia la puerta de su casa, de cuyo dintel colgaban ristras de ajos—, entonces, a la mañana siguiente…, los cíngaros se habrán marchado. Y no quedarán otros rastros de ellos que las cenizas en el sitio donde acamparon, y las huellas de las ruedas de las caravanas en el sendero. Pero se irá un gitano menos de los que llegaron. Aquel que respondió a la antigua llamada, y se quedó…

Los labios de la mujer más joven se redondearon en una silenciosa «O» de asombro.

—Tú ya lo has visto… sumando su alma a todas las otras almas desgraciadas inscritas en el túmulo de la roca…

Esa noche, en el campamento de los cíngaros:

Las jóvenes bailaban, girando en el remolino de los frenéticos violines y el primitivo tam-tam y tintineo de las panderetas. Había una larga mesa cubierta de manjares: trozos de conejo y erizos enteros, todavía humeantes y recién sacados de los fosos donde los habían asado, salchichas de jabalí, cortadas en finas rodajas; quesos comprados o producto de trueques diversos en el pueblo de Halmagiu; frutas frescas y nueces, cebollas cocidas en los jugos de la carne asada, vinos gitanos y el fuerte aguardiente hecho con ciruelas silvestres.

La atmósfera era festiva. Las llamas de la hoguera del centro, como inspiradas por la música, se alzaban muy altas, y los movimientos de los bailarines eran sinuosos y sensuales. Se consumía alcohol en grandes cantidades; algunos de los gitanos más jóvenes bebían con una sensación de alivio, y otros para evitar los temores de un futuro incierto.

Porque para aquellos que esta vez se habían salvado, habría siempre otra vez…

Pero eran cíngaros, y las cosas eran así y no de otra manera; le pertenecían a Él hasta en el último rincón de la Tierra, estaban a sus órdenes, para que Él los tomara o los dejara. Su pacto con el Viejo había sido firmado y sellado hacía más de cuatrocientos años. Gracias a Él habían medrado en los siglos pasados, medraban ahora y continuarían haciéndolo en los años por venir. Él hacía que los tiempos difíciles lo fueran menos —sí, y que los buenos fueran menos buenos—, pero siempre lograba un difícil equilibrio. Su sangre estaba en ellos, y la de ellos en Él. Y la sangre es vida.

Sólo dos gitanos estaban solos y no se unían al festejo. A pesar de las jóvenes bailarinas, de las bebidas y de los manjares, ellos permanecían solos. Porque todo el bullicio y movimiento alrededor de ellos era alegría, una alegría de la que no podían participar.

Uno de ellos, el joven del túmulo, estaba sentado en los escalones de una caravana adornada con complicadas tallas y pinturas, con una piedra de afilar y su cuchillo de larga hoja en las manos, y el filo del puñal, a cada instante más agudo, relucía como un relámpago de plata a la luz de la hoguera cercana. Detrás, por la abierta puerta del carromato, podía verse a su madre llorando, retorciéndose las manos e implorando, a Aquel que no era un dios sino todo lo contrario, que no se llevara esa noche a su hijo. Pero imploraba en vano.

Y cuando concluyó una melodía, y las faldas de vivos colores dejaron de revolotear y cubrieron las largas y morenas piernas, y los hombres de espesos bigotes dejaron de dar grandes saltos y lanzar patadas al aire —en ese intervalo en el que los violinistas beben un trago de aguardiente antes de seguir tocando—, en ese instante la luna asomó su cara por encima de las montañas, cuyos abruptos riscos se destacaron repentinamente en el horizonte. Y mientras las bocas se abrían en un gesto de asombro y pavor y los ojos se alzaban hacia la luna naciente, se oyó el lastimero gemido de un lobo que llegaba desde el invisible túmulo en la roca.

Durante un instante la escena permaneció congelada…, pero en el momento siguiente todos los oscuros ojos se volvieron a mirar al joven que estaba sentado en los escalones de la caravana. Él se levantó, miró la luna y las montañas, y suspiró.

Enfundó luego el cuchillo, cruzó el claro con pasos torpes, como si le pesaran las piernas, y se dirigió hacia la oscuridad que comenzaba unos metros más allá del círculo de caravanas.

Su madre rompió el silencio. Su llanto se convirtió en un grito de angustia y la mujer salió desesperada de la caravana, bajó a tumbos los escalones de madera y corrió tras su hijo con los brazos tendidos. Pero no le alcanzó; a los pocos pasos cayó de rodillas, los brazos aún tendidos en un gesto de anhelo. Entretanto el jefe de la tribu, el «rey», se había adelantado para abrazar al joven. Lo estrechó entre sus brazos, lo besó en las mejillas y lo dejó ir. Y el elegido, sin más demora, se alejó de la luz de las hogueras, pasó por entre dos caravanas, y fue devorado por la oscuridad.

—¡Dumitru! —gritó su madre. La mujer se puso de pie, e hizo un gesto como si fuera a correr hacia su hijo, pero cayó en los brazos de su rey.

—Ten calma, mujer —le dijo él con voz bronca—, esto se veía venir desde hace un mes; todos hemos visto los cambios experimentados por tu hijo. El Viejo ha llamado, y Dumitru respondió. Sabíamos lo que sucedería. Siempre sucede de la misma manera.

—¡Pero él es mi hijo! ¡Mi hijo! —dijo ella entre desgarradores sollozos, apoyada contra el pecho del rey.

—Sí —respondió él, y su voz finalmente se quebró, y las lágrimas corrieron por sus curtidas mejillas—. Y también mío, sí, también es hijo mío…

La condujo, entre lágrimas, de vuelta a la caravana, y mientras se retiraban se reanudó la música, y los bailes, y el banquete, y la bebida…

Dumitru Zirra trepó los riscos del Zarundului como una cabra nacida entre las rocas. La luna le iluminaba el camino, pero hubiera sabido el camino incluso sin aquel resplandor plateado. Porque su guía estaba dentro de él: una voz en su cabeza que no era la suya, y le decía dónde trepar, dónde agarrarse, qué rocas le sostendrían. Allí había senderos, aunque era necesario conocerlos para hallarlos, pero entre aquellas huellas casi invisibles había también atajos vertiginosos. Dumitru eligió uno de éstos, o quizás alguien escogió por él.

¡Dumiitruuu!
—resonó dentro de él la oscura voz, que pronunciaba su nombre como un grito de dolor—.
Ah, mi fiel, mi cíngaro, hijo de mis hijos. Pon el pie aquí, y aquí, y aquí, Dumiitruuu. Y aquí, donde pisó el lobo; ¿ves su marca en la roca? El padre de tus antepasados te espera, Dumiitruuu. La luna brilla en el cielo y el tiempo pasa deprisa. Date prisa, hijo mío, porque soy muy viejo, y estoy mustio y reseco, al borde de la muerte… ¡de la verdadera muerte! Pero tú me ayudarás, Dumiitruuu. ¡Sí, y tu juventud y tu vigor serán míos!

El joven continuó subiendo trabajosamente, casi sin aliento y con las manos ensangrentadas de aferrarse a las rocas, hasta donde se hallaban los peñascos más negros de todos, allí donde unas enormes ruinas se alzaban contra el último risco. De un lado se abría un precipicio tan profundo y oscuro que muy bien podía descender hasta el infierno, y del otro los últimos abetos parecían proteger las ruinas de una antigua fortaleza, edificada contra los inmensos peñascos. Dumitru vio el lugar y se detuvo un instante, pero poco después vio también al lobo de ojos llameantes, de pie en el derruido portal de la fortaleza, y el joven ya no dudó. Siguió avanzando, y el gran lobo le indicaba el camino.

¡Bienvenido a mi hogar, Dumiitruuu!
—la voz viscosa resbaló como lodo en su mente—.
Eres mi invitado, mi hijo… Entra a mi hogar por tu propia voluntad
.

Dumitru Zirra trepó gateando y como en trance por sobre las primeras piedras ruinosas del lugar; y, a pesar de su estado, le impresionó el extraño aspecto de aquellas ruinas. Sabía que aquello había sido un castillo. En los viejos tiempos había vivido allí un boyardo, un tal Ferenczy, Janos Ferenczy. No se podía dudar de esto, porque los Zirras, desde tiempo inmemorial, desde la época de Grigor Zirra, el primer «rey» de los cíngaros, habían jurado fidelidad al barón Ferenczy y habían llevado su blasón, un murciélago alzando el vuelo desde la boca de una urna negra con las alas desplegadas, y con tres nervaduras en cada ala. Los ojos del murciélago eran rojos, como las nervaduras de las alas, y el recipiente del cual salía tenía la forma de una urna funeraria.

Sí, y ahora los ojos hundidos y de mirada fija del joven se posaron sobre un dibujo similar grabado sobre la gran losa de un dintel que yacía medio enterrada entre los restos, y supo que se hallaba en el umbral de lo que fuera la mansión del
patrón
de los Zirras y de sus seguidores. Era el mismo signo cabalístico que en la actualidad estaba pintado en los laterales de la caravana de Vasile Zirra (aunque hábilmente disimulado entre volutas y arabescos de colores). Y el mismo Vasile, el padre de Dumitru, llevaba un anillo con una miniatura del mismo blasón, que se transmitían los Zirras de unos a otros desde tiempo inmemorial. Si Dumitru no hubiese oído la llamada, él también habría heredado el anillo algún día.

Un poco más adelante gruñó el gran lobo, apremiándole para que continuara. El joven, no obstante, se detuvo un instante, porque las sombras de los grandes bloques de piedra le oscurecían la visión. Las piedras de la parte del frente de las ruinas parecían haber sido arrojadas por una enorme explosión interna al borde mismo del precipicio, e incluso más allá de él, y se las veía allí, en un confuso montón, por lo que Dumitru supuso que parte del castillo había caído barranco abajo.

Con respecto a lo que pudiera haber causado tamaña destrucción, él no…

Pero titubeas, hijo mío
—volvió a hablar la monstruosa voz mental, deslizándose en su mente como una babosa, avasallante, borrando toda duda, suposición y deseo; esa voz que se había apoderado por completo de él en las últimas cuatro o cinco semanas, y le había convertido en su zombi—.
Ya veo que, como lo había sospechado, eres un joven muy voluntarioso. ¡Eso está bien, muy bien! La fuerza de la voluntad es la del cuerpo, y la fuerza del cuerpo es la sangre. Tu sangre es fuerte, hijo mío, como en todos los de tu raza…

El gran lobo volvió a gruñir y Dumitru siguió adelante. El joven sabía que debía huir del lugar, lanzarse montaña abajo aunque se rompiera todos los huesos, arrastrarse, lo que fuera antes que seguir adelante. Pero estaba inerme ante la seducción de aquella antigua y maligna voz. Era como si hubiera hecho una promesa imposible de romper, o como si tuviera que mantener la promesa hecha por un antiguo y honorable antepasado, un juramento inviolable.

Guiado por la voz, avanzó a tropezones entre los menhires en busca de un lugar determinado; se puso a cuatro patas y lo limpió de hojas muertas, líquenes y guijarros y descubrió —o redescubrió, porque la voz ya le había anunciado que estaría allí— una estrecha losa con una argolla de hierro que levantó con facilidad. Una bocanada de aire hediondo le golpeó la cara y llenó los pulmones, e hizo que se sintiera aún más aturdido cuando se inclinó sobre el oscuro y maloliente abismo; y cuando su cabeza se despejó —sólo con respecto a las miasmas—, ya descendía rumbo a profundidades de pesadilla.

Aquí…, aquí, hijo mío
—le señaló la voz—,
hay un nicho en el muro…, antorchas, un bulto y cerillas, todo está envuelto en una piel…, sí, mucho mejor que el pedernal de mi juventud…, enciende una antorcha y lleva otras dos contigo…, puedes estar seguro de que las necesitarás, Dumiitruuu…

La escalera de piedra era de caracol; Dumitru descendió por escalones resbaladizos, y bajó gateando allí donde la escalera estaba medio derruida. Llegó a un recinto donde el suelo estaba combado y sembrado de restos de mampostería ennegrecidos por el fuego; encontró otra trampa que abrió y continuó el descenso a las malsanas entrañas de la tierra. Abajo, siempre más abajo, hacia abismos siniestros e infernales…

Hasta que por fin…

Lo has hecho muy bien, Dumiitruuu
—lo elogió la oscura voz, una voz en la que se adivinaba una monstruosa sonrisa, y cuyo dueño estaba muy satisfecho de sí mismo; su placer irritaba las terminaciones nerviosas del cerebro del joven como el chirrido de una lima.

Y de repente… pareció como si un rayo hubiera sacudido a Dumitru. Durante una fracción de segundo recuperó la cordura… y supo que estaba en el umbral mismo del infierno.

Pero de inmediato esa inteligencia extraña se cerró como un garrote en su mente; el inexorable proceso que había empezado cinco semanas antes le condujo hacia su conclusión lógica, y su libre albedrío parpadeó en él como la llama de una vela que se extingue. Y…

Mira a tu alrededor, Dumiitruuu. Mira y aprende cuáles son las obras y los misterios de tu señor…

Detrás de Dumitru, en la escalera de piedra, montaba guardia el gran lobo de ojos llameantes. Y frente a él…

¡La guarida de un nigromante!

Semejantes cosas eran una leyenda entre los cíngaros, historias que se contaban alrededor de la hoguera en determinadas épocas del año, pero ni Dumitru, ni ningún otro gitano que viera esta escena requeriría más información o explicación que su propia imaginación, su propio instinto. Y el joven, con los ojos y la boca abiertos en un gesto de asombro, y sosteniendo muy alta la antorcha, anduvo con pasos inciertos entre los ordenados restos y reliquias del caos y la locura.

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