Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero.
En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
—Es mi primo —exclamó la procuradora—; entrad pues, entrad, señor Porthos.
El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero Porthos se volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala negra y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron en la sala de recibir.
Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula.
Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto y lo saludó cortésmente.
—Somos primos, según parece, señor Porthos —dijo el procurador levantándose a fuerza de brazos sobre su sillón de caña.
El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco; sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única parte de su rostro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar servir a toda aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.
El primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de piernas hubiera declinado todo parentesco con el señor Porthos.
—Sí, señor, somos primos —dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había contado con ser recibido por el marido con entusiasmo.
—¿Por parte de las mujeres, según creo? —dijo maliciosamente el procurador.
Porthos no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se rió para sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario, aunque no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
—Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
En esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que por su lado la señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque añadió:
—Mi primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene demasiado poco tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos los instantes de que pueda disponer hasta su partida.
—¡Oh, mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? —murmuró Coquenard. Y trató de sonreír.
Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
Pronto llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en frente a la cocina.
Los pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes desacostumbrados, eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban a sentarse. Se los veía remover por adelantado las mandíbulas con disposiciones tremendas.
«¡Rediós! —pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el mandadero no era, como es lógico, admitido en los honores de la mesa magistral—. ¡Rediós! En lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han comido desde hace seis semanas».
Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
Apenas hubo entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus pasantes.
—¡Vaya vaya! —dijo—. Tenemos una sopa prometedora.
—¿Qué diablos huelen de extraordinario en la sopa? —dijo Porthos ante el aspecto de un caldo pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras como las islas de un archipiélago.
La señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mundo se sentó con diligencia.
El primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora Coquenard llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.
En aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos, a través de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar en el festín, comía su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
Tras la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificencia que hizo dilatar los párpados de los invitados de tal forma que parecían a punto de romperse.
—¡Cómo se ve que queréis a vuestra familia, señora Coquenard! —dijo el procurador con una sonrisa casi trágica—. Esto es una galantería que tenéis con vuestro primo.
La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos erizados que los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían tenido que buscarla durante mucho tiempo antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.
«¡Diablos! —pensó Porthos—. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco caso de si está hervida o asada».
Y miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que él, no vio más que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus desprecios.
La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras, que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza, para ella; cortó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y temperamentos de quienes lo experimentan.
En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne.
Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se convirtieron en rostros resignados.
La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena ama de casa.
Llegó la ronda del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella pasó al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo cual les llevaba al final de la comida a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comió tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la rodilla de la procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de aquel vino tan escatimado, y que reconoció como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los paladares expertos.
Maese Coquenard lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.
—¿Queréis comer estas habas, primo Porthos? —dijo la señora Coquenard en ese tono que quiere decir: Creedme, no las comáis.
—¡Al diablo si las pruebo! —murmuró por lo bajo Porthos. Y añadió en voz alta—: Gracias, prima, no tengo más hambre.
Y se hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador repitió varias veces:
¡Ay señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un verdadero festín. ¡Dios, cómo he comido!
Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de cordero en que había algo de carne.
Porthos creyó que se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mostacho y a fruncir el entrecejo; pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle paciencia.
Aquel silencio y aquella interrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.
—Id, jóvenes, id a hacer la digestión trabajando —dijo gravemente el procurador.
Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.
Maese Coquenard frunció el ceño, porque veía demasiados postres; Porthos se pellizcó los labios, porque veía que no había nada que comer.
Miró si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había desaparecido.
—Gran festín —exclamó maese Coquenard agitándose en su silla—, auténtico festín,
epuloe epularum
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; Lúculo cena en casa de Lúculo.
Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso comería; pero no había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora Coquenard no parecieron darse cuenta.
—Está bien —se dijo Porthos—, ya estoy avisado.
Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta pegajosa de la señora Coquenard.
—Ahora —se dijo—, el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar con la señora Coquenard en el armario de su marido!
Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la necesidad de echarse la siesta. Porthos esperaba que tendría lugar a continuación y en aquel mismo lugar; pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habitación y gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún, posó sus pies.
La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las bases de la reconciliación.
—Podréis venir tres veces por semana —dijo la señora Coquenard.
—Gracias —dijo Porthos—, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi equipo.
—Es cierto —dijo la procuradora gimiendo—. Ese desgraciado equipo…
—¡Ay, sí! —dijo Porthos—. Es por él.
—Pero ¿de qué se compone el equipo de vuestro regimiento, señor Porthos?
—¡Oh, de muchas cosas! —dijo Porthos—. Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de élite, y necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.
—Pero detalládmelos…
—En total pueden llegar a… —dijo Porthos, que prefería discutir el total que el detalle.
La procuradora esperaba temblorosa.
¿A cuánto? —dijo ella—. Espero que no pase de… detuvo, le faltaba la palabra.
—¡Oh, no! —dijo Porthos—. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que, haciendo economías, con dos mil libras me arreglaré.
—¡Santo Dios, dos mil libras! —exclamó ella—. Eso es una fortuna.
Porthos hizo una mueca de las más significativas; la señora Coquenard la comprendió.
—Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba casi segura de obtener las cosas a la mitad del precio a que las pagaríais vos.
—¡Ah, ah —dijo Porthos—, si es eso lo que habéis querido decir!
—Sí, querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un caballo?
—Sí, un caballo.
—¡Pues bien, precisamente lo tengo!
—¡Ah! —dijo Porthos radiante—. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen falta el enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y que por otra parte no subirá de las trescientas libras.
—Trescientas libras, entonces pondremos trescientas libras —dijo la procuradora con un suspiro.
Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía de Buckingham: eran por tanto trescientas libras que contaba con meter astutamente en su bolsillo.
—Luego —continuó—, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil que os preocupéis, las tengo.
—¿Un caballo para vuestro lacayo? —contestó la procuradora. Vaya, sois un gran señor, amigo mío.
—Eh, señora —dijo orgullosamente Porthos—, ¿soy acaso un muerto de hambre?