Lucía Jerez (6 page)

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Authors: José Martí

Tags: #Drama

BOOK: Lucía Jerez
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—¡Ay! —decía doña Andrea—, una vez que un amigo, de la casa le hablaba con esperanzas del porvenir del hijo. Él será infeliz, y nos hará aun más infelices sin quererlo. Él quiere mucho a los demás, y muy poco a sí mismo. Él no sabe hacer víctimas, sino serlo. Afortunadamente, aunque de todos modos, por desdicha de doña Andrea, Manuelillo había partido de la tierra antes de volver a ver la suya propia, ¡detrás de la palma encendida!

¿Quién que ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una palma caída, no piensa en las viudas? A don Manuel no le habían bastado las fuerzas, y en tierra extraña esto había sido mucho, más que para ir cubriendo decorosamente con los productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el ayudar a Manuelillo a mantenerse en España le había puesto en muy grandes apuros.

Estos tiempos nuestros están desquiciados, y con el derrumbe de las antiguas vallas sociales y las finezas de la educación, ha venido a crearse una nueva y vastísima clase de aristócratas de la inteligencia, con todas las necesidades de parecer y gustos ricos que de ella vienen, sin que haya habido tiempo aun, en lo rápido del vuelco, para que el cambio en la organización y repartimiento de las fortunas corresponda a la brusca alteración en las relaciones sociales, producidas por las libertades políticas y la vulgarización de los conocimientos. Una hacienda ordenada es el fondo de la felicidad universal. Y búsquese en los pueblos, en las casas, en el amor mismo más acendrado y seguro, la causa de tantos trastornos y rupturas, que los oscurecen y afean, cuando no son causa del apartamiento, o de la muerte, que es otra forma de él: la hacienda es el estómago de la felicidad. Maridos, amantes, personas que aun tenéis que vivir y anheláis prosperar: ¡organizad bien vuestra hacienda!

De este desequilibrio, casi universal hoy, padecía la casa de don Manuel, obligado con sus medios de hombre pobre a mantenerse, aunque sin ostentación ni despilfarro, como caballero rico. ¿Ni quién se niega, si los quiere bien, a que sus hijos brillantes e inteligentes, aprendan esas cosas de arte, el dibujar, el pintar, el tocar piano, que alegran tanto la casa, y elevan, si son bien comprendidas y caen en buena tierra, el carácter de quien las posee, esas cosas de arte que apenas hace un siglo eran todavía propiedad casi exclusiva de reinas y princesas? ¿Quién que ve a sus pequeñines finos y delicados, en virtud de esa aristocracia del espíritu que en estos tiempos nuevos han sustituido a la aristocracia degenerada de la sangre, no gusta de vestirlos de linda manera, en acuerdo con el propio buen gusto cultivado, que no se contenta con falsificaciones y bellaquerías, y de modo que el vestir complete y revele la distinción del alma de los queridos niños? Uno, padrazo ya, con el corazón estremecido y la frente arrugada, se contenta con un traje negro bien cepillado y sin manchas, con el cual, y una cara honrada, se está bien y se es bien recibido en todas partes; pero, ¡para la mujer, a quien hemos hecho sufrir tanto! ¡para los hijos, que nos vuelven locos y ambiciosos, y nos ponen en el corazón la embriaguez del vino, y en las manos el arma de los conquistadores! ¡para ellos, oh, para ellos, todo nos parece poco!

De manera que, cuando don Manuel murió, solo había en la casa los objetos de su uso y adorno, en que no dejaba de adivinarse más el buen gusto que la holgura, los libros de don Manuel, que miraba la madre como pensamientos vivos de su esposo, que debían guardarse íntegros a su hijo ausente, y los enseres de la escuela, que un ayudante de don Manuel, que apenas le vio muerto se alzó con la mayor parte de sus discípulos, halló manera de comprar a la viuda, abandonada así por el que en conciencia debió continuar ayudándola, en una suma corta, la mayor, sin embargo, que después de la muerte de don Manuel se vio nunca en aquella pobre casa. Hacen pensar en las viudas las palmas caídas.

Este o aquel amigo, es verdad, querían saber de vez en cuando qué tal le iba yendo a la pobre señora. ¡Oh! se interesaban mucho por su suerte. Ya ella sabía: en cuanto le ocurriese algo no tenía más que mandar. Para cualquier cosa, para cualquier cosa estaban a su disposición. Y venían en visita solemne, en día de fiesta, cuando suponían que había gente en la casa; y se iban haciendo muchas cortesías, como si con la ceremonia de ellas quisiesen hacer olvidar la mayor intimidad que podría obligarlos a prestar un servicio más activo. Da espanto ver cuán sola se queda una casa en que ha entrado la desgracia: da deseos de morir.

¿Qué se haría doña Andrea, con tantas hijas, dos de ellas ya crecidas; con el hijo en España, aunque ya el noble mozo había prohibido, aun suponiendo a su padre vivo, que le enviasen dinero? ¿qué se haría con sus hijas pequeñas, que eran, las tres, por lo modestas y unidas, la gala del colegio; con Leonor, la última flor de sus entrañas, la que las gentes detenían en la calle para mirarla a su placer, asombradas de su hermosura? ¿qué se haría doña Andrea? Así, cortado el tronco, se secan las ramas del árbol, un tiempo verdes, abandonadas sobre la tierra. ¡Pero los libros de don Manuel no! esos no se tocaban: nada más que a sacudirlos, en la piececita que les destinó en la casa pobrísima que tomó luego, permitía la señora que entrasen una vez al mes. O cuando, ciertos domingos, las demás niñas iban a casa de alguna conocida a pasar la tarde, doña Andrea se entraba sola en la habitación, con Leonor de la mano, y allí a la sombra de aquellos tomos, sentada en el sillón en que murió su marido, se abandonaba a conversaciones mentales, que parecían hacerle gran bien, porque salía de ellas en un estado de silenciosa majestad, y como más clara de rostro y levantada de estatura; de tal modo que las hijas cuando volvían de su visita, conocían siempre, por la mayor blandura en los ademanes, y expresión de dolorosa felicidad de su rostro, si doña Andrea había estado en el cuarto de los libros. Nunca Leonor parecía fatigada de acompañar a su madre en aquellas entrevistas: sino que, aunque ya para entonces tenía sus diez años, se sentaba en la falda de su madre, apretada en su regazo o abrazada a su cuello, o se echaba a sus pies, reclinando en sus rodillas la cabeza, con cuyos cabellos finos jugaba la viuda, distraída. De vez en cuando, pocas vedes, la cogía doña Andrea en un brusco movimiento en sus brazos, y besando con locura la cabeza de la niña rompía en amarguísimos sollozos. Leonor, silenciosamente, humedecía en todo este tiempo la mano de su madre con sus besos.

De España se trajo pocas cosas don Manuel, y doña Andrea menos, que era de familia hidalga y pobre. Y todo, poco a poco, para atender a las necesidades de la casa, fue saliendo de ella: hasta unas perlas margaritas que había llevado de América a Salamanca un tío, abuelo de doña Andrea, y un aguacate de esmeralda de la misma procedencia, que recibió de sus padres como regalo de matrimonio; hasta unas cucharas y vasos de plata que se estrenaron cuando se casó la madre de don Manuel, y este solía enseñar con orgullo a sus amigos americanos, para probar en sus horas de desconfianza de la libertad, cuánto más sólidos eran los tiempos, cosas y artífices de antaño.

Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes compradores; una escena autógrafa de El Delincuente Honrado de Jovellanos; una colección de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las árabes estimulaban la fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez que el padre le permitía curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca, que nunca fue loca, a menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta, escrita de manos del secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan tiernas que dejaban enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente conmovidas las entrañas.

Así se fueron otras dos joyas que don Manuel había estimado mucho, y mostraba con la fruición de un goloso que se complace traviesamente en hacer gustar a sus amigos un plato cuya receta está decidido a no dejarles conocer jamás: un estudio en madera de la cabeza de San Francisco, de Alonso Cano, y un dibujo de Goya, con lápiz rojo, dulce como una cabeza del mismo Rafael.

Con las cucharas de plata se pagó un mes la casa; la esmeralda dio para tres meses; con las monedas fueron ayudándose medio año. Un desvergonzado compró la cabeza, en un día de angustia, en cinco pesos. Un tanto se auxiliaban con unos cuantos pesos que, muy mal cobrados y muy regañados, ganaban doña Andrea y las hijas mayores enseñando a algunas niñas pequeñas del barrio pobre donde habían ido a refugiarse en su penuria. Pero el dibujo de Goya, ese si se vendió bien. Ese, él solo, produjo tanto como las margaritas y las cucharas de plata, y el aguacate. El dibujo de Goya, única prenda que no se arrepintió doña Andrea de haber vendido, porque le trajo un amigo, lo compró Juan Jerez; Juan Jerez que cuando murió en Madrid Manuelillo, y la madre extremada por los gastos en que la puso una enfermedad grave de su niña Leonor, se halló un día pensando con espanto en que era necesario venderlos, compró los libros a doña Andrea, mas no se los llevó consigo, sino que se los dejó a ella «porque él no tenía donde ponerlos, y cuando los necesitase, ya se los pediría». Muy ruin tiene que ser el mundo, y doña Andrea sabía de sobra que suele ser ruin, para que ese día no hubiese satisfecho su impulso de besar a Juan la mano.

Pero Juan, joven rico y de padres y amistades que no hacían suponer que buscase esposa en aquella casa desamparada y humilde, comprendió que no debía ser visita de ella, donde ya eran alegría de los ojos y del corazón, más por lo honestas que por lo lindas, las dos niñas mayores, y muy distraído el pensamiento en cosas de la mayor alteza, y muy fino y generoso, y muy sujeto ya por el agradecimiento del amor que le mostraba a su prima Lucía, ni visitaba frecuentemente la casa de doña Andrea, ni hacía alarde de no visitarla, como que le llevó su propio médico cuando la enfermedad de Leonor, y volvió cuando la venta de los libros, y cuando sabía alguna aflicción de la señora, que con su influjo, el no con su dinero que solía escasearle, podía tener remedio.

Lo que, como un lirio de noche en una habitación oscura, tuvo en medio de todas estas agonías iluminada el alma de doña Andrea, y le aseguró en su creencia bondadosa en la nobleza de la especie humana, fue que, ya porque en realidad le apenase la suerte de la viuda, ya porque creyera que había de parecer mal, siendo como el don Manuel bien querido, y maestro como ella, que permitieran la salida de sus hijas del colegio por falta de paga, la directora del Instituto de la Merced, el más famoso y rico del país, hizo un día, en un hermoso coche, una visita, que fue muy sonada, a casa de doña Andrea, y allí le dijo magnánimamente, cosa que enseguida vociferó y celebró mucho la prensa, que las tres niñas recibirían en su colegio, si ella no lo mandaba de otro modo, toda su educación, como externas, sin gasto alguno. Aquella vez sí que doña Andrea, sin los miramientos que en el caso de Juan habían más tarde de impedírselo, cubrió de besos la mano de la directora, quien la trató con una hermosa bondad pontificia, y como una mujer inmaculada trata a una culpable, tras de lo cual se volvió muy oronda a su colegio, en su arrogante coche.

Es verdad que las niñas no decían a doña Andrea que, aunque no las había en el colegio más aplicadas que ellas, ni que llevaran los vestiditos más blancos y bien cuidados, ni que, en la clase y recreo mostrasen mayor compostura, los vales a fin de semana, y los primeros puestos en las competencias, y los premios en los exámenes, no eran nunca para ellas; los regaños, sí. Cuando la niña del ministro había derramado un tintero, de seguro que no había sido la niña del ministro, ¿cómo había de ser la hija del ministro? había sido una de las tres niñas del Valle. La hija de Mr. Floripond, el poderoso banquero, la fea, la huesuda, la descuidada, la envidiosa Iselda, había escondido, donde no pudiese ser hallado, su caja de lápices de dibujar: por supuesto, la caja no aparecía: «¡Allí todas las niñas tenían dinero para comprar sus cajas! ¡las únicas que no tenían dinero allí eran las tres del Valle!» y las registraban, a las pobrecitas, que se dejaban registrar con la cara llena de lágrimas, y los brazos en cruz, cuando por fortuna la niña de otro banquero, menos rico que Mr. Floripond, dijo que había visto a Iselda poner la caja de lápices en la bolsa de Leonor. Pero tan buenas, y serviciales fueron, tan apretaditas se sentaban siempre las tres, sin jugar, o jugando entre sí, en la hora de recreo; con tal mansedumbre obedecían los mandatos más destemplados e injustos; con tal sumisión, por el amor de su madre, soportaban aquellos rigores, que las ayudantes del colegio, solas y desamparadas ellas mismas, comenzaron a tratarlas con alguna ternura, a encomendarles la copia de las listas de la clase, a darles a afilar sus lápices, a distinguirlas con esos pequeños favores de los maestros que ponen tan orondos a los niños, y que las tres hijas de del Valle recompensaban con una premura en el servirlos y una modestia y gracia tal, que les ganaba las almas más duras. Esta bondadosa disposición de las ayudantes subió de punto cuando la directora, que no tenía hijos, y era aun una muy bella mujer, dio muestras de aficionarse tan especialmente a Leonor, que algunas tardes la dejaba a comer a su mesa, enviándola luego a doña Andrea con un afectuoso recado; y un domingo la sacó a pasear en su carruaje, complaciéndose visiblemente aquel día en responder con su mejor sonrisa a todos los saludos.

Porque los que poseen una buena condición, si bien la persiguen implacablemente en los demás cuando por causa de la posición o edad de estos, teman que lleguen a ser rivales, se complacen, por el contrario, por una especie de prolongación de egoísmo y por una fuerza de atracción que parece incontrastable y de naturaleza divina, en reconocer y proclamar en otros la condición que ellos mismos poseen, cuando no puede llegar a estorbarles.

Se aman y admiran a sí propios en los que, fuera ya de este peligro de rivalidad, tienen las mismas condiciones de ellos. Los miran como una renovación de sí mismos, como un consuelo de sus facultades que decaen, como si se viesen aun a sí propios tales como son aquellas criaturas nuevas, y no como ya van siendo ellos. Y las atraen a sí, y las retienen a su lado, como si quisiesen fijar, para que no se les escapase, la condición que ya sienten que los abandona. Hay, además, gran motivo de orgullo en oír celebrar la especie de mérito por que uno se distingue.

Verdad es que no había tampoco mejor manera de llamar la atención sobre sí que llevar cerca a Leonor. ¡Qué mirada, que parecía una plegaria! ¡Qué óvalo el del rostro, más perfecto y puro! ¡Qué cutis, que parecía que daba luz! ¡Qué encanto en toda ella, y qué armonía! De noche doña Andrea, que como a la menor de sus hijas la tuvo siempre en su lecho, no bien la veía dormida, la descubría para verla mejor; le apartaba los cabellos de la frente y se los alzaba por detrás para mirarle el cuello, le tomaba las manos, como podía tomar dos tórtolas, y se las besaba cuidadosamente; le acariciaba los pies, y se los cubría a lentos besos.

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