Read Lugares que no quiero compartir con nadie Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (9 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
7.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los clientes del Paguí Paguí hacían acto de presencia en la sala de Fitness con el
New Yorker
o un semanal atrasado del
New York Times
bajo el brazo, estudiaban el espacio, como si en vez de a un gimnasio hubieran entrado a un café y buscaran una mesa libre. Se decidían por una máquina u otra sin mucho convencimiento y con el sosiego envidiable del que tiene toda la mañana por delante. A menudo entablaban conversación entre ellos, cuando uno tomaba la iniciativa y le preguntaba a otro de qué iba el artículo que estaba leyendo. Hacían gala de ese desparpajo con el que los neoyorquinos solitarios pegan la hebra con el de al lado.

A veces se abría la puerta que daba a la sala diminuta de las clases colectivas y de allí salían a paso lento unos individuos con pelos airados, canosos, ataviados con el descuido de un profesor de universidad que no fuera capaz de dejar de pensar en la materia que anda investigando. Con frecuencia llevaban gafas de pasta. Gafas de pasta enormes, no de una extravagancia premeditada, como era el caso de las gafas que adornaban las caras de los habitantes del Upper East, no, estas lentes del oeste habían reposado sobre las narices de sus dueños desde los años setenta y parecían ya parte natural del perfil, pegadas al rostro con la misma contumacia con la que se adhieren los moluscos a las rocas. Salían algo aturdidos, daba la impresión de que dentro de la salita no hubiera luz, cuando de hecho la había, y llevaban el cabello despeinado, tanto ellos como ellas, por haber estado tumbados en el suelo, en clase de yoga, olvidándose luego, como las viejas que se levantan del sillón donde cabecean tras la comida, de peinarse un poco por detrás para estar presentables. En realidad, daba la impresión de que acababan de despertarse de una siesta profunda y regresaban a un mundo exterior al que les costaba adaptarse. Nunca entré en esa clase. Yo entonces iba al gimnasio para gastar energía sobrante, no para meditar o relajarme.

Otro de los cuartos secretos del encantador Paguí era el de las cintas de correr. Había unas seis máquinas en un espacio agobiante y se ve que el dueño, sabedor de que los espejos aumentan el espacio, había cubierto de espejos las cuatro paredes, lo que provocaba el efecto óptico contrario: es como si la pequeña habitación estuviera atestada de corredores.

Nadie se tomaba muy a pecho la carrera, era bastante común que a paso lento, muy lento (de otra manera hubiera sido imposible), mis compañeros de ejercicio leyeran el
New Yorker
o un periódico. Hubo un día en que a mi lado andaban a ritmo de paseo dos lectores: uno tenía delante una revista y el otro unos folios, que deduje era un profesor de Columbia; en la esquina, una mujer con aspecto de estar aún convaleciente llevaba una especie de bolsa de oxígeno colgada y dos tubitos que le entraban por la nariz. A consecuencia del juego de espejos, en la pequeña habitación había, miraras hacia donde miraras, profesores de Columbia leyendo trabajos de sus alumnos; lectores con gafas de pasta de los setenta concentrados en un artículo interminable; mujeres convalecientes de graves enfermedades que respiraban jadeantes, con tubillos que les entraban por las narices. Había otras que me resultaban familiares cuando las miraba por delante y desconocidas cuando las veía por detrás, y llevaban una camiseta azul de Superwoman, lo cual era del todo justo, porque comparando a esas mujeres que tanto se parecían a mí con los profesores de Columbia, los lectores diletantes o las mujeres convalecientes, las que lucían mi camiseta corrían a una velocidad que podríamos calificar de atlética.

Cada vez que las de la camiseta azul de Superwoman nos bajábamos sudorosas de la cinta, uno de los entrenadores que andaban por allí decía: «Buen trabajo.» Y todas, ellas y yo, sentíamos haber sido bendecidas en el mundo del deporte con una segunda oportunidad.

Pero no quisiera ofrecer una idea grotesca de lugar tan entrañable, en absoluto. Yo disfrutaba de haber encontrado al fin un gimnasio en el que no se presenciaran las típicas exhibiciones de músculo: ni individuas en el vestuario a las que sólo les falta la barra de la sala de striptease, ni hombres de jadeos orgásmicos. En mi nuevo universo deportivo, el que jadeaba era porque se encontraba bordeando el declive definitivo.

Muchas tardes coincidía con un entrenador negro, de tremenda envergadura, con el corpachón adornado de tatuajes, pulseras, piercings y pendientes, que tutelaba el entrenamiento de una mujer enana, pelirroja, angelical. Lo hacía apoyado en la pared, desganado, con esa cara del que siempre prefiere estar haciendo otra cosa tan frecuente en trabajadores negros de baja cualificación, pero rara, desde luego, en un monitor. Como se veía claro que a la mujer diminuta la longitud de las piernas no le daba para subirse a las máquinas cardiovasculares, el gigantesco entrenador la tenía dando saltos delante de él, saltitos acompasados con un subir y bajar de brazos, que producían tal sensación de aleteo, que yo esperaba impaciente el día en que, en una de ésas, la pequeña pelirroja consiguiera levantar los pies del suelo y se elevara volando hasta la altura de la cabeza de ese negro imponente, que no habría de asombrarse, porque tenía la mirada desafiante de los que no se asombran de nada en la vida por haberlo visto todo en el país de la heterogeneidad física.

Al principio celebré mi éxito como corredora. Bajaba de la cinta como si descendiera del pódium y me alegré mezquinamente de mi ilusoria juventud al lado de personajes que se encontraban ya bajando por los escalones de la decrepitud existencial. Pero de la misma manera en que la chica entre los monstruos del circo acababa siendo, en las películas, tan extraordinaria como ellos, me fui dejando llevar por el ambiente hasta adaptarme. Primero, porque pensé que no debía envanecerme, y como a mí no me cuesta nada no envanecerme, porque carezco de la constancia del vanidoso, un día probé a llevarme una revista de casa. Y me gustó. Con la revista, la velocidad decreció. Pero es que cuando no había revista me ponía los cascos para ver el programa de Oprah Winfrey o el «New York One». El ritmo se fue acompasando al de mis compañeros de fatigas y ya no me sentía a la vanguardia de aquella multitud que se reflejaba en los espejos sino una más. Cuando pasaba de la salita de espejos a la sala principal, la de Fitness, buscaba un hueco entre las máquinas de musculación. Si no lo había, me sentaba en las escaleras y esperaba el tiempo que hiciera falta. A veces echaba el rato con una especie de supervisor, que era chileno y me exponía sus muy calibradas opiniones sobre el juego del Madrid o del Barcelona. Ya tenía que estar desesperado. Es el tema «común» de los latinos cuando entablan conversación con una española. Yo, por agradar, no sólo le seguía la corriente sino que repetía sus juicios sobre los jugadores con una vehemencia aumentada. Le encantaba hablar conmigo de fútbol.

Llegó un momento en que me di cuenta de que iba allí a echar el rato, que mi carrera deportiva había tocado fondo y que, para colmo, caminar en la cinta de la sala de los espejos me aceleraba el pensamiento y salía del gimnasio, como salían los demás, con un gran agotamiento no físico sino mental. Pero me dio pena dejarlo. Formábamos un equipo. A veces, cuando paso por su puerta, me entran ganas de asomarme a ver si todos siguen practicando el diletantismo de élite en el lugar menos adecuado para eso. Tal vez, en diez años o en quince, vuelva. Pero, de momento, todavía prefiero, si se trata de andar a ritmo de paseo, hacerlo gratis, bajar al Riverside Park con Lolita y disfrutar de una variedad natural de paseantes, no de ilusiones ópticas.

Antonio suele caminar a la vera del río. Yo, por el parque. Vamos por senderos paralelos, él más abajo, a la altura del cauce del Hudson, yo por arriba. A él le gusta extasiarse observando las corrientes caprichosas y rebeldes del Hudson; a mí me gusta pisar blando en la tierra siempre fértil del parque. Los dos hemos visto a gente solitaria meditar sentada en una roca mirando al río. Tan dentro de ellos mismos como fuera, a la intemperie: con New Jersey delante de los ojos entornados; el puente George Washington a la derecha; los bloques de hielo crujiendo en invierno y los veleros salpicando de velas el gris oscuro del agua en cuanto empieza el buen tiempo.

A Antonio le gusta detenerse a observar las vigas herrumbrosas y las maderas carcomidas que un día tuvieron una función industrial, le gusta seguir el curso del Hudson hacia el norte y llegar al puente y a un pequeño faro que a punto estuvieron de derribar y que los vecinos, tan necesitados de referencias, tan implicados en la fisonomía de su barrio, lograron mantener en pie. Luego llega a casa con los bolsillos llenos de valiosos tesoros: piedras que parecen fósiles, maderillas que se diría que están trabajadas por una mano humana de lo ingeniosas que son, y tornillos y roscas de gran tamaño que ha encontrado por el suelo, debajo del George Washington, que te dejan con la inquietud de si es posible que semejante obra de prodigiosa ingeniería pueda ir perdiendo con el paso del tiempo algunas de sus piezas sin que se venga abajo toda su formidable estructura.

Los palos, los tornillos, las piezas de algún juguete viejo, todo va cayendo en un bote de cristal como si en un futuro fueran a encontrar una utilidad que el tiempo les ha negado. Me recuerda las pasiones arqueológicas del niño Miguel, que llenaba su armario de objetos que encontraba por el suelo, palos, piedras o pequeños cristales, porque era capaz de encontrarles belleza y brindarles una protección sentimental. También me recuerda a un artista curioso que todos los domingos monta su tenderete en el mercadillo que se instala en el patio de un colegio público de la avenida Columbus. Va vestido como los antiguos vendedores ambulantes de remedios milagrosos: camisa blanca, pantalón y chaleco negros y un sombrero de fieltro también negro. Tiene su mesa llena de botellas antiguas, que parecen haber servido para contener líquidos sanadores. Nuestro hombre se entera de cuándo va a llevarse a cabo una excavación por el derrumbe de una casa vieja o por la construcción de una nueva y allí se presenta, con una pala y unos ojos acostumbrados a ver lo que otros no aprecian. Encuentra botellas de viejos refrescos, de remedios o brebajes de crecepelo, algunos de principios del siglo veinte, y también restos de juguetes, cabecitas de bebé de porcelana, camiones de otro tiempo, relojes antiguos y sin tiempo corriendo por sus mecanismos. Y entonces, los limpia, los enmarca, crea pequeñas obras de arte con lo que nadie quiere y esos restos de objetos domésticos renacen, claudicando de su antigua utilidad para convertirse en objetos poéticos, símbolos humildes y artesanos del paso del tiempo. De mi pared cuelga uno de sus poemas visuales: es una cabecita de muñeco de porcelana dispuesta dentro de un marco de reloj, ambas cosas de 1920, encontradas en un vertedero de Queens. Me gusta pensar que esa cabecilla que conserva sus mofletes aún sonrosados de bebé antiguo no se ha perdido para siempre entre la basura. El dueño posiblemente estará muerto pero algo de su alma, quiero imaginar, pervive en la sonrisa de esa figurilla de porcelana que tanta compañía le hizo.

Antonio lleva a Lolita a orillas del Hudson para que espante a las gaviotas y ladre a las familias de gansos que aparecen en cuanto finaliza el deshielo y nos traen a la memoria inevitablemente los patos de Salinger en Central Park. Yo prefiero llevarla por el parque, entre los árboles, o mejor dicho, prefiero que me lleve ella a mí, olisqueando la hierba y saludando a cualquier ser humano que le sale al paso. Conocí este parque hace once años, cuando vine a Nueva York con la intención de escribir un libro para jóvenes sobre Federico García Lorca, y visité esta calle, Riverside Drive, y este parque del Riverside, porque es aquí donde la familia Lorca vino a instalarse, una vez que abandonaron España. Vine a este parque porque era donde el padre de Lorca, don Federico, venía a diario a fumarse su cigarro puro. Yo buscaba los ecos de todo eso: quería pasear por el mismo sendero en el que el padre del poeta rumiaba su desgracia; quería que el espacio me ayudara a ponerme en el lugar de alguien que en el tercer acto de su vida, cuando ya no espera sobresaltos salvo el de la propia muerte, se ve obligado a abandonar el mundo familiar de su país para venirse a una tierra desconocida con una lengua incomprensible. Y todo dejando atrás a un hijo y a un yerno asesinados.

Jamás escribí el libro pero sí pensé, o ahora creo que lo pensé, que no había parque mejor que aquél, flanqueado por un río, por un río que fluye tan cerca de su desembocadura en el mar que se contagia de los olores marítimos, de una niebla plateada que en invierno tiene el gris perla del frío y en verano el gris ceniza y esponjoso del calor tan propio del horizonte atlántico.

La vida, en un quiebro inesperado, nos trajo hasta su orilla, con más empeño de Antonio que mío, porque a mí la Universidad de Columbia me parecía algo remoto de la ciudad verdadera, como le ocurre siempre al forastero al principio, cuando no comprende el espacio y sólo se siente cómodo viviendo en lo que él considera el mismo centro. Nunca pensé que el territorio que acogió a don Federico, a doña Vicenta, a don Fernando de los Ríos o a doña Gloria Giner sería el mío. Lo caminé entonces como objeto de estudio y hoy lo camino porque es mi parque.

Poco tiempo después de abandonar a mis amigos del gimnasio París, leí un suplemento del
New York Times
dedicado íntegramente al mantenimiento saludable del cuerpo. Por supuesto, todo venía narrado con ese nivel de minuciosidad que a menudo te sobrepasa y te lleva a declararte derrotado antes que hincarle el diente a un monográfico un domingo entero. Pero la idea de que una serie de científicos, en absoluto predicadores del culto al cuerpo y sí partidarios de prácticas sensatas que mejoran el estado físico y anímico, concretaran cuál era la actividad estrictamente necesaria para vivir dignamente, me llevó a estudiarme el suplemento completo, y ya con la lección aprendida bajé al día siguiente al parque.

La tarea consistía en marchar media hora combinando tres minutos de carrera con tres minutos andando. Poco, si se compara con el tiempo que yo perdía en el gimnasio leyendo artículos; poco, comparado con el tiempo que ha de emplearse hasta conseguir un cuerpo musculado, de esos en los que la cabeza se acaba enroscando al torso sin mediar cuello alguno. Lo sorprendente no radica en algo tan anecdótico como que yo siguiera las instrucciones de un suplemento lleno de datos, estadísticas, encuestas y opiniones de «científicos de todo el mundo», sino en lo que descubrí cuando me situé en el sendero de los corredores del Riverside Park. Miré mi reloj y comencé a correr, dejando atrás a una pareja que paseaba a ritmo de marcha y charlaba animadamente; a los tres minutos disminuí la velocidad, tal y como recomendaban los sabios, y entonces comprobé cómo la pareja en cuestión me adelantaba a mí a toda carrera. Al pasar a mi lado, el hombre levantó el pulgar en señal de camaradería. No daba crédito: estábamos haciendo lo mismo. Es imposible correr al aire libre leyendo una revista pero estaba claro que éstos la traían leída de casa. Los días que siguieron al domingo del suplemento encontré a bastantes «deportistas» practicando esta carrera sincopada, pero tal y como llegaron, se esfumaron, como me esfumé yo, buscando, imagino, otro ejercicio aún más confortable. Al fin y al cabo, éste te servía, según los sabios, si tenías la constancia de practicarlo todos los días y quién tiene la voluntad de comprometerse así durante toda una existencia.

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
7.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rush (Phoenix Rising) by Swan, Joan
Dragon's Kin by Anne McCaffrey
Fiery by Nikki Duncan
Earth Strike by Ian Douglas
Secret of the Legion by Marshall S. Thomas
Bactine by Paul Kater