Read Lugares que no quiero compartir con nadie Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (7 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
11.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En esas ocasiones, se aprende mucho sobre el ser humano. Para empezar, sobre ese que te resulta más familiar de todos, uno mismo, pero al que no se acaba nunca de comprender del todo. Me di cuenta de que la buena educación y las ganas de agradar me habían llevado en la vida a aceptar compromisos que me perturbaban, interrumpían mi trabajo y aumentaban mi ya de por sí extrema tensión nerviosa. El que no se me considerara arrogante, el que no se pensara que despreciaba un honor o un ofrecimiento, me hacía tomar decisiones muy equivocadas. Fue un error decir que sí. No me suelen gustar los discursos: ni pronunciarlos ni tampoco escucharlos. Y también fue un error no negarme a leerlo cuando, en las vísperas del evento, me vi envuelta en ese huracán, que ahora, con el tiempo, se me antoja absurdo, estéril.

Sería exagerado e inexacto afirmar que aquel asunto desagradable me cambiara el carácter de manera radical, pero sí he puesto más empeño, desde entonces, en aceptar sólo aquello que pueda afrontar con convencimiento y alegría. También he procurado mantenerme lejos de ciertos honores políticos que puedan convertirme en un centro indeseado de atención.

Aprendí, siempre se aprende, de los otros. De la práctica tan humana (iba a escribir «tan española», pero sería tópico) de atacar al que ya está en el suelo para que no se levante, para darle la puntilla. Algunos comentarios, cómo no, estaban aliñados de los clásicos recursos misóginos. Otros, incluso pretendiendo ser amables, rezumaban un paternalismo que en momentos como ésos resulta tan doloroso como un pellizco de monja. Por aprender, aprendí incluso de la actitud inoportuna de aquellos amigos o conocidos que me instaban a comportarme de tal o cual manera, como si la vapuleada que era yo tuviera entonces la capacidad de pensar cabalmente.

El siguiente otoño, cuando ya estábamos en Nueva York y algunos amigos nos pedían que les contáramos cómo habíamos vivido el episodio, Antonio solía concluir con un «me la traje aquí para que se recuperara». A mí, ese «me la traje» me irritaba, porque mostraba sin tapujos a los demás mi vulnerabilidad y el trauma derivado de aquel suceso. Pero sí, observándolo todo como si le hubiera pasado a otra, después de casi seis años, puedo reconocer que él me trajo a Nueva York y que fue aquí donde gracias al sentimiento de lejanía, a la decisión de vivir en otro mundo parte del tiempo y de construirme una vida medio secreta y apacible sin que estuviéramos ligados a ninguna tarea cultural española, me fui recuperando de algo que otros, más curtidos que yo en polémicas, habrían abordado sin sentir, como yo sentí, dolor de corazón.

Pero también probé el sabor del cariño de los desconocidos, que se apresuraron a escribirme y me sirvieron de bálsamo. Muchos. La mayoría de ellos, catalanes. Y entre esos catalanes estaba Xavi, el chico que yo había conocido en el metro el día mismo en que llegó a Nueva York y al que le dejé escrita mi dirección de correo electrónico por si necesitaba algo. Xavi, tan apasionadamente catalán que se sintió como si hubiera sido su propia familia quien me había hecho ese feo inaceptable, me recibió ese otoño en Manhattan con varios regalos para tratar de curar la herida. Decía muy inocentemente: «No te conocen, ellos no te conocen.» Y yo, de manera irónica, le contestaba con la misma muletilla con que ciertos políticos justificaban sus ataques contra mi presencia: «Eso no importa, Xavi, entiende que no es nada personal.» ¡Ja! Qué absurdo: los ataques contra alguien nunca son abstractos, siempre hieren personalmente.

Pero tuve la oportunidad, aunque fuera por una circunstancia indeseable, de corresponder a su cariño.

Llegó la Navidad y Xavi escribió en su blog un texto con pinceladas de humor blanco sobre cómo las diferencias sociales se palpaban en las celebraciones navideñas de su pueblo, Sudanell (Lleida). Malintencionadamente, algún paisano suyo difundió el texto promoviendo también la idea de que era una falta de respeto inaceptable hacia el pueblo. A partir de ese momento comenzó la pesadilla: algunos clientes habituales del bar de los padres de Xavi dejaron de acudir a tomar el café diario, y los mozos, para las fiestas locales, produjeron una camiseta en la que se podía leer «Xavi, Maricón».

Nadie puede imaginar la tensión que vivió él esos días, tan lejos de casa. Escribí a sus padres pidiéndoles que no cometieran el error, tan tristemente habitual, de empezar a comprender la agresividad de la buena gente y a culpabilizar a su hijo tachando su comportamiento de imprudente. Aquella carta estableció un lazo de afecto Sudanell-Nueva York que se consolidó cuando Xavi celebró su graduación en la New School. De la misma forma que todos los graduados invitan a sus padres, Xavi invitó a los suyos, recién llegados de Lleida, a un restaurante del Village, el Café Loup, que le pareció que les iba a impresionar sin abrumarles: un bistro que carece de las pretensiones que se gastan otros mucho más solicitados, como Balthazar, pero que disfruta siempre de ambiente alegre, una comida franco-americana estupenda, bastante parecida a los bistros de moda, y a precio más razonable. A la mesa estaban el graduado, unos padres cuyos rostros oscilaban entre el orgullo y el susto, y Antonio y yo, convertidos ya, por la ley indiscutible del afecto, en tutores del muchacho. El envaramiento y la timidez de los padres se fueron disipando cuando el hortelano de Lleida y el hijo de un hortelano de Úbeda comenzaron a hablar de tierras y cosechas.

No, no es necesario irse lejos para sacudirse los capítulos desagradables de la vida, pero es cierto que la distancia ayuda a no engolfarse en el dolor que provocan. El tiempo los ha triturado, el suyo y el mío, dejando tan sólo el hueso del recuerdo, algo duro pero incorporado ya a la experiencia de forma (espero) saludable. Es traumático sufrir el rechazo o el insulto pero si se trata de elegir una desgracia del pasado en la que regodearse una de esas tardes melancólicas en las que te sientes lejos de casa, mejor elegir algo más noble y menos ridículo.

Aquellos episodios fueron sustituidos por otros en nuestras conversaciones, por su trabajo, tan estrechamente ligado ahora a la ciudad de Nueva York, y por el mío. Y ahora nos encontramos con mucha frecuencia, viene a casa a comer mis paellas, que Antonio enumera como si fueran sinfonías, porque empecé a cocinarlas aquí, en Nueva York gracias a que compré mi primera sartén de paella en Despaña, una tienda de productos españoles del Soho.

Mientras comemos y comparamos la paella número 10 con la número 7, yo le digo a Xavi que no debe trabajar tanto, que la vida privada forma parte del aprendizaje; él me dice que si quiere triunfar en esta ciudad tiene que entregarse a sus ocupaciones sin horarios; yo le digo que en qué consiste ese triunfo; él me dice que sueña con comprarse un apartamento; yo le digo que bien, pero que no corra tanto. Y como esa conversación se agota y se repite, como se agotan y se repiten las conversaciones con los padres, comenzamos a hablar de comida. Hablar de comida mientras comemos. Algo que indefectiblemente ocurre si a la mesa nos sentamos españoles.

Alguna vez hemos pensado en hacer una guía para gordos. Para gordos que lo son en el presente y para los que tienen el corazón de un niño gordo latiendo dentro y quieren dejarle hablar durante unos días. La suma de Gordura y Estados Unidos parece estar destinada a dar como resultado Comida Basura, pero en el caso de los lugares que barajamos para esa guía (que nunca haremos) no tiene por qué ser necesariamente así. Se nos ocurren platos y dulces recomendables para gordos, o para que se relaman los niños gordos que nos laten dentro, que, aun siendo insanamente calóricos, se merecen que elevemos siquiera un poco el colesterol por ellos.

Un día cualquiera para gordos, en esa guía no escrita, podría desarrollarse así:

Se debe comenzar desayunando bagels. En Nueva York hay bagels en todas partes, pero Xavi propone Murray’s. Yo, que creo que bagels y exquisitez son dos conceptos antagónicos, me conformo con Absolute Bagels, el más cercano a casa. Estamos de acuerdo en que el bagel ha de ser de pumpernickle, o sea, el negrito, estar recién hecho, aún caliente, y relleno de abundante salmón ahumado y crema de queso. Lo ideal es desayunar acompañado y compartir un solo bagel con tu pareja, pero si hemos de vérnoslas en soledad con ese bollo (delicioso cuando está caliente y ladrillesco cuando está frío) es mejor que hundamos nuestras penas en la masa y nos enfrentemos a la idea de ser gordos solitarios. Nada más americano. Para tragar un bollo tan contundente pediremos un café king size, del tal manera que todavía nos quede algo cuando salgamos del establecimiento y así podamos pasear con el vaso de papel en la mano, dando sorbitos cada poco, y sintiéndonos completamente integrados entre unos seres que han adoptado como una de sus señas de identidad más características la forma más incómoda y absurda de tomarse un café.

Por fortuna, del desayuno se sale sin culpabilidad. Es la comida del día en la que están recomendados los hidratos de carbono, la hora en la que necesitamos llenarnos de energía (bagels) para afrontar una jornada en una ciudad no apta para holgazanes.

Salimos de Murray’s o de Absolute Bagels preparados para comernos el mundo, que es algo que en vez de engordar, adelgaza, y echamos a andar sintiendo que tenemos la batería intacta. Pero al cabo de dos horas recordamos que, según dictan los nutricionistas, una dieta equilibrada consta de cinco comidas al día, así que, dispuestos a seguir los dictados de la ciencia de la salud, nos encaminamos a Levain Bakery, donde hornean, según los expertos (en este caso Xavi y yo de acuerdo al cien por cien con la guía Zagat), ¡las mejores galletas de la ciudad!

Levain es un horno de pan y galletas del Upper West. Regentado por una pareja de lesbianas (obviamos el consabido chiste sobre bollería) se ha ganado la devoción de la vecindad. El establecimiento es encantador, con toques de panadería antigua y unos empleados jóvenes y lustrosos que te tratan como si fueras el único cliente que ha entrado esa tarde, aunque tengan una cola que llega hasta la calle. Cuando hablamos de galletas no estamos refiriéndonos a esas piezas diminutas e idénticas que uno come en uno o dos bocados. Las galletas de Levain son enormes, irregulares, feotas, con una cualidad volcánica, pero en el mágico momento en que se hincan los dientes en ellas, sobre todo si es en la Double Chocolate, es aconsejable cerrar los ojos para apreciar sin distracción las diferentes texturas de esta pequeña obra de arte: la galleta arenosa, las pepitas de chocolate duro y esa lava ardiente de crema de chocolate que brota cuando muerdes el centro de ese planeta volcánico y que te inunda el cielo de la boca. También preparan scones, unos panecillos de avena muy populares, de tradición británica, que compro a menudo para Antonio, al que también le gusta alimentar a su niño gordo, pero es un niño gordo de gustos más tradicionales, de aquellos niños antiguos que tomaban helados de mantecado o de turrón y que, como buen hijo de hortelanos, se relamía con la fruta. Lo que vendría a llamarse un niño gordo del pasado.

Hay un banquito en la puerta de Levain, como suele haberlo en muchas panaderías, porque para el neoyorquino la galleta es una tentación que ha de satisfacerse de inmediato. Y allí, o bien en las escalerillas de entrada de las preciosas casas de ese tramo de la calle 74, se sientan los clientes aunque haga un frío cortante, y en dos bocados, como si se tratara de una galleta diminuta a la europea, dan cuenta de ese fabuloso meteorito.

La manera en que yo afronto las tentaciones de Levain Bakery es sencilla: voy andando desde mi casa, treinta calles hacia el sur, que serán unos dos kilómetros, y vuelvo por mis pasos, otros dos kilómetros, con el bolso lleno de galletas. El paseo deja el nivel de culpabilidad bajo mínimos. En cuanto al nivel de adaptación a las costumbres americanas, diríamos que Xavi es un integrado, que se come la galleta en dos bocados en el banco, y yo una inadaptada: no disfruto comiendo en la calle y detesto beber mientras camino. Si se trata, para colmo, de una bebida caliente he de confesar que tendría que volver a nacer para hacerlo sin sentirme ridícula. En la calle sólo sé comer helados, como es natural.

A la hora de la comida, en esta dieta para gordos urbana (dado que todo esto ha de ir acompañado con un ir y venir de un lado a otro de la ciudad caminando o en metro, a fin de recibir las calorías como una recompensa bien merecida al esfuerzo) no cabe más remedio que concentrarnos en la hamburguesa. No creo que a estas alturas haya nadie con dos dedos de frente que la desprecie por motivos ideológicos, aunque estos ojos míos han observado cómo acérrimos practicantes del antiamericanismo se rendían con el primer bocado de una hamburguesa de carne sabrosa, e ingiriéndola como si estuvieran siendo bautizados con agua del río Jordán, abrían los ojos por vez primera de manera inocente hacia las virtudes de este país, que las tiene, a pesar de estar tan recubiertas de tópicos que a veces cuesta reconocerlas.

Xavi propone la hamburguesa de Shake Shack, catalogada por la
New York Magazine
en 2008 como ¡la mejor hamburguesa de la ciudad! A mí Shake Shack me viene estupendamente, ya que tiene una de sus santas sedes frente al Museo de Historia Natural: cerca de casa y en mi tramo favorito de la avenida Columbus. Lo único que tengo en contra de estas hamburguesas es la cola que indefectiblemente hay que hacer para comérselas. Una cola que a veces da la vuelta a la esquina y que los neoyorquinos guardan con disciplina porque es un país obsesionado con las colas, no sólo con respetarlas sino por situarse, como en el colegio, unos detrás de los otros, sin tonterías. Eso de pedir la vez en un establecimiento pequeño no ha llegado a prosperar, si es que alguna vez algún inocente lo intentó. Es tal la devoción por las colas que en invierno, llueva, nieve, o tenga lugar uno de los dos fenómenos combinado con viento, me veo con frecuencia a la intemperie, esperando mi turno en Silver Moon, mi panadería de al lado de casa, porque a nadie se le ha ocurrido que si nos pidiéramos la vez los unos a los otros no sería necesario mantener la perfección en la cola, hasta el punto de que a los últimos de la fila les toca esperar en la calle con el paraguas o el gorro puesto.

Yo no sé si la mejor hamburguesa de la ciudad es la de Shake Shack. Ya digo, ésta es una ciudad obsesionada con las filas y también con las listas de éxitos, pero la realidad es que hay tantas hamburguesas como restaurantes y muchas de ellas son memorables. Las críticas que se hacen en la prensa sobre las hamburguesas suelen diseccionarlas al milímetro, analizan no sólo la calidad de la carne sino la del queso, la cebolla y las patatas fritas que las acompañan. Las patatas son fundamentales. Se habla de las patatas no como mero acompañamiento sino como algo que puede poner en tela de juicio el conjunto del plato. Sin duda, las de Shake Shak son notables y la ración es abordable.

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
11.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Odysseus in the Serpent Maze by Robert J. Harris
Cast a Cold Eye by Mary McCarthy
Rainbird by Rabia Gale
Mystery in Arizona by Julie Campbell
A Useless Man by Sait Faik Abasiyanik
Preston Falls : a novel by Gates, David, 1947-
The Forbidden Land by Kate Forsyth