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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (3 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Los escaparates de la avenida, a esta altura, tienen un aire de establecimientos antiguos, de esa época en que todavía el lujo podía distinguirse de una ciudad a otra. «Henry Miller, Opticians», reza el letrero y, aunque la tienda está ya cerrada, en su interior se ve al óptico encorvado sobre la mesa donde manipula unas lentes. Puedo imaginar a sus padres, en los setenta, terminando un trabajo también a deshora y adoptando la misma postura de concentración, o incluso podemos ir más atrás en el tiempo, a los años veinte, cuando el óptico que le dio nombre a la tienda, Henry Miller, no podía sospechar que su nombre, nombre de óptico, acabaría por convertirse en una especie de marca de pensamientos obscenos.

Tiendas de manoletinas, dispuestas a la manera en la que antaño se mostraban los zapatos, en hileras de baldas sencillas que permiten mostrar toda la variedad de colores. Bailarinas o manoletinas que se anuncian muy astutamente como si fueran de procedencia francesa, lo cual cuadra con el lujo algo rancio y cursi de Lexington, pero que lo más seguro es que estén fabricadas en España. Un taller de zapatería que muestra en su escaparate hormas de zapato. Una barbería para caballeros diletantes. Tiendas de muebles caprichosos, de un historicismo a la europea, que busca distinguirse de la belleza ruda del mueble americano. Boutiques para señoras ajenas a las últimas tendencias pero adictas al buen tejido: blusones de pechera bordada con pedrería que bien podrían vestir el cuerpo de una Liz Taylor de los años setenta; ese tipo de mujer que quiere de pronto jugar al desenfado, incluso rozar el hippismo campestre, pero lo hace compatible con la pedicura, la manicura, el perfil cleopátrico en los párpados y unos cuantos joyones en los dedos.

Para valorar esta Lexington pobremente iluminada por la que avanzo ahora de camino al restaurante en el que he quedado con Antonio, hay que estar algo de vuelta de esa otra ciudad en la que sólo lo nuevo despierta expectación; también hay que tener tiempo para perderlo paseando por un entramado de calles que no ofrecen ningún elemento arquitectónico especial, salvo un encanto discreto. Pero yo creo escuchar el eco, en la fisonomía de su pequeño comercio, de un carácter muy marcado de vida de barrio que se resiste a extinguirse por completo.

Llego a Swifty’s, ese restaurante que un editorialista del
Wall Street Journal
me definió una noche, mientras cenábamos, como «la quintaesencia del Upper East». No pude por menos que creerle, ya que él en sí mismo parecía ser también parte de esa indefinible quintaesencia. Me sientan en una pequeña mesa al lado de la ventana porque, como suele ocurrir siempre que vengo, el salón de dentro está copado por esos personajes que son la quintaesencia de Swifty’s y del Upper East. Bebo un vino blanco mientras espero y pienso que, aunque esta mesa no sea el lugar reservado a los clientes estrella, es un rincón privilegiado desde el que observar el paseíllo que, en menos de una hora, comenzarán a ejecutar los comensales desde el salón interior hasta la puerta.

Llega Antonio y pedimos. La comida de Swifty’s no contiene demasiadas sorpresas. Pero todo es bueno, sólido, en la tradición de Nueva Inglaterra: el tradicional pastel de cangrejo, las vieiras, la hamburguesa, en raciones que parecen ser el resultado de un pacto entre la desmesura americana y la frugalidad europea. Recuerdo que en uno de esos reportajes tan habituales en el
New York Times
que tienen la fascinante característica de abordar prolijamente temas banales que no puedes abandonar a media lectura, recomendaban este restaurante en un reportaje sobre dónde podían los universitarios llevar a los padres que venían de fuera después del acto de graduación. Lo definían como uno de esos lugares en los que un padre tradicional no se puede asustar. Un lugar en el que los forasteros pudieran encontrar en el plato lo de siempre pero servido de una manera elegante. Una definición que a este restaurante de paredes oscuras y pinturas a la inglesa de perros aristocráticos se le queda corta. El mismo periódico lo señalaba como un sitio muy salingeriano. Y algo de eso hay, porque al fin y al cabo J. D. Salinger, mucho antes de ser el escritor misántropo escondido en New Hampshire, fue un chico y un joven del Upper East. Aunque tampoco salingeriano sería, a mi juicio, el adjetivo más adecuado para este lugar de ricos de la vieja escuela.

Tras la cena, como si fuéramos espectadores sentados en un palco ante el mismo teatro de la vida, vemos desde nuestra mesa de advenedizos cómo van saliendo los elegidos. Los hombres visten un poco a lo capitán de yate: botonadura dorada sobre un blazer azul marino y esos zapatos que parecen zapatillas rancias de andar por casa con un escudo bordado en el empeine y que los hombres ricos algo extravagantes consideran el colmo de la sofisticación. La primera vez que vi a un hombre calzar esos zapatos que suelen lucir sin calcetines fue a un Botín, no al banquero, sino al hermano rico pero extravagante, y como yo entonces tenía menos mundo no pude dejar de mirarle las zapatillas.

Entre las señoras hay dos tipos: las que fueron operadas drásticamente en la época en que los cirujanos plásticos cortaban por lo sano, y esas otras que han conservado sus arrugas y parecen hermanas gemelas de la anciana Coco Chanel. Son ricas con pieles acordeónicas. Ante nuestros ojos desfilan chaneles, sí, chaneles que tienen ya varias décadas y que visten a ancianas amojamadas que tiemblan siempre un poco al andar, como si en el techo de esta pequeña pasarela, que va del salón de los habituales a nuestra mesa al lado de la puerta, estuviera un titiritero moviendo los hilos de estas mujeres con movimiento de marionetas que aún parecen más viejas cuanto más operadas están. De día, esas mismas mujeres u otras que se parecen a ellas como si hubieran sido esculpidas por el mismo fabricante, tienen por costumbre no quitarse las gafas de sol mientras comen. Sólo cuando miran la carta las levantan ligeramente y acercan al menú un monóculo tan vintage como ellas que llevan colgando del cuello. Pero el espécimen perfecto de anciana del Swifty’s no mira la carta porque ya se la sabe.

Hay una relación intensa entre los habitantes del Upper East y las gafas. Es en ese complemento donde sitúan una seña de identidad que los define como burgueses excéntricos. Las mujeres lucen gafas enormes de concha. El tamaño de las gafas de sol aumenta en progresión geométrica según van cumpliendo años y en los últimos momentos de su vida llevan un modelo que prácticamente les cubre toda la cara. Los hombres swifty’s no se quedan atrás con sus gafas graduadas: no le tienen miedo al grosor ni al colorido de la montura y a veces las lucen verdes, rojas, naranjas, gruesas y redondas. Tan llamativas que podrías pensar que están de broma si no fuera porque sabes que se toman sus gafas muy en serio.

Salen dejando un rastro de perfumes sólidos, que casi se puede ver, como en los dibujos animados. Ellos y ellas. Salen saludando al dueño, que también ejerce y viste de capitán de velero, y a clientes habituales de otras mesas que, por alguna razón que desconocemos, no fueron admitidos esta noche en el salón de los ilustres. Venimos aquí para comprobar que los personajes de las ilustraciones del
New Yorker
existen. No sé quién me dijo que en el guardarropa del Swifty’s hay más bastones y andadores que abrigos. Cierto, muchos bastones y pocos iPods. Ancianas enjutas que salen al frío de la noche andando con el tembleque de las marionetas y hombres que abren la puerta de la calle como si salieran a la cubierta de su barco. Están algo borrachos. Se habrán bebido un cóctel antes del vino o un cóctel detrás de otro. Como nosotros.

Vamos un rato paseando del brazo antes de tomar un taxi. Yo maldigo el tiempo y me cubro con el plumas la boca. Antonio me habla de corrientes de aire cálido que van a cambiar el panorama a mediados de la semana que viene. Mis quejas continuas lo han convertido en un hombre del tiempo proclive a la información sesgada. Lo que en realidad me molesta no es el frío, que al fin y al cabo despeja y tonifica después de la cena, lo que me fastidia es que, una vez que los efectos exaltadores del vino se vayan diluyendo, cuando llegue a casa me tendré que poner delante de la pantalla para escribir la columna que debería haber entregado esta mañana. Lo más seguro es que no sea capaz y que me acueste con la idea de levantarme muy temprano. Dormiré mal. Lo veo venir. Ésa es la consecuencia de vivir en esta ciudad, sin horario, sin orden, a expensas del vagabundeo.

Si quieres ver viejos ven a mi barrio
y Paseando a un niño gordo

Una vez caminé y caminé hasta que se me rompieron los zapatos. Fue como hace cuatro años, en una semana de veranillo anticipado que disfrutamos en mayo. Me había quedado sola en la ciudad y preferí luchar a la intemperie contra la célebre soledad que azota al alma humana en las grandes urbes. Cuando llegué a la esquina de Duke Ellington Boulevard con Broadway camino del metro observé con agrado que un gran número de ciudadanos habían optado también por que no se les cayera la casa encima.

Creo que pasé prácticamente esa semana fuera de casa. O al menos eso es lo que me ha hecho creer Antonio, que como tiene más memoria que yo, se ha convertido en nuestro administrador del patrimonio de recuerdos. Nos dividimos el tiempo de la siguiente manera: él tiene la memoria y yo la imaginación prospectiva. Así que no tengo más remedio que fiarme de sus palabras cuando afirma que ni una de las veces en las que me llamó me encontró en casa.

Confieso que no podría haber perpetrado semejante hazaña sin la ayuda de quien fue mi
sidekick
, mi inestimable compañera de aventuras durante tres años, Teresa Iniesta. Si le atribuyo el papel de secundaria en nuestras aventuras es porque tiene dieciséis años menos que yo, porque entonces era becaria en el mundo laboral y porque yo la sentía como mi becaria en eso que se llama muy trascendentalmente la escuela de la vida. Teresa era una becaria con mucha disposición para aprender y yo, que no soy mezquina en compartir mi experiencia, me propuse darle un curso acelerado de zascandileo.

«¿Quieres que salgamos alguna noche a tomar un cóctel?», le dije apenas la conocí en un ascensor del Instituto Cervantes. Y ella dijo que sí, porque siempre decía que sí. Y yo se lo propuse porque, definitivamente, necesitaba una compañera. El plan, lo de ir a tomar cócteles, podía parecer sofisticado pero no lo era en absoluto. En Nueva York, a partir de las cinco de la tarde, cualquiera está dispuesto a tomarse uno.

El lugar elegido fue el Rose’s Turn, un piano bar cutre del West Village que cerró en 2007, cuando comenzaron a sentirse los primeros azotes de la crisis económica y los locales morían de éxito. El Rose’s Turn tenía cincuenta años de historia, allí habían hecho manos grandes pianistas del Music Hall y algunos jóvenes talentos dieron en su milimétrico escenario su primer do de pecho. Era un sótano oscuro, de techos bajos, como una cueva, con las paredes y el suelo pintados de un negro que camuflaba el cableado, la suciedad y los ratoncillos que a buen seguro corrían entre los pies de los clientes. Los clientes. Los clientes eran gays y bolleras en su mayoría, aunque los fines de semana también era frecuentado por grupos de cuarentones y cuarentonas que se desataban, bebían sin límite y querían llevarse a alguien a la cama a toda costa.

En el Rose’s Turn los camareros hacían turnos para cantar, o por ser más exactos, los turnos los hacían para atender las mesas. La cantante más brillante de todos ellos era Terri White. Terri era una negra de complexión rotunda, tocha, que acentuaba aún más su masculinidad sirviendo copas y cantando vestida de cowboy. Nunca supe si era su atuendo habitual o si era una especie de disfraz artístico. La voz de Terri era tan poderosa como su aspecto y cuando dejaba a un lado la bandeja para interpretar una canción melodramática de Sondheim, por ejemplo, provocaba lágrimas entre el público. Ellos se abrazaban a ellos, ellas se abrazaban a ellas y las desmadradas cuarentonas se llevaban la mano al pecho. Si querías pasarlo bien habías de unirte al patetismo, no tenía sentido mirarlo sin implicarse. Así que cuando había que sufrir se sufría y cuando la cosa se ponía bufa tenías que hacer el payaso.

El payaso. De vez en cuando, algún espontáneo del público se decidía a cantar. Una noche, aún no entiendo por qué, a un cliente, borracho, heterosexual y patoso le dio por señalarme para que cantara algo. En ese sitio siempre me ocurrían cosas raras, otra noche advertí que los camareros no hacían más que mirarme de reojo desde la barra, hasta que un camarero rompió el misterio preguntándome si es verdad que yo era una Kennedy. Dijo que mi mandíbula no engañaba. Tenía que haber contestado que sí, como hacía mi padre cuando en los bares de carretera de Almería lo confundían continuamente con los actores americanos que trabajaban por allí rodando westerns.

La insistencia de aquel cliente borracho provocó que todo el local empezara a dar palmas vueltos hacia mí. La flor y nata del Rose’s Turn jaleándome para que interpretara un bolero. No sé por quién me tomaban. Terri en persona tuvo a bien acercarse hasta mi mesa y levantó el brazo señalando el micrófono de pie que había junto al pianista. Esa mujer de facciones rotundas bajo el sombrero de cowboy, de camisa vaquera con lacillo al cuello y un torso compacto, que le unía el pecho con la barriga, más que invitarme me ordenaba que saliera al escenario. Parecía que si no me levantaba iba a empezar a tirar sillas.

Aún no entiendo cómo acabé delante del micrófono pero sí recuerdo que de mi boca sólo salió una frase: «Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.» La pronuncié con acento americano, al estilo de como la interpreta Carmen McRae, o al estilo en que Aznar desde el rancho de Texas de su amigo Bush dijo aquella frase mítica: «Estamos trabajando en ello», pero más allá de pedirle dos o tres veces a un hipotético amante que me besara esa noche como si fuera la última vez, no conseguí recordar una palabra más. Enmudecí. Dejé el micrófono sobre el piano y pagué la cuenta lo más rápido que pude. El borracho fue el único valiente que aplaudió. Bueno, también mi amiga Teresa. Cuando salíamos de la cueva, Terri, que se estaba fumando un cigarro, me dijo: «No te preocupes, cariño, lo importante es poner el corazón en lo que se canta.»

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