El rey Casmir los saludó con un grácil ademán.
—Caballeros, sugiero que vayáis a vuestros aposentos, donde encontraréis un tibio fuego y ropa seca. Ya llegará el momento de deliberar.
—Gracias, rey Casmir —respondió Milliflor—. En verdad estamos mojados. La maldita lluvia no nos ha dado respiro.
Los visitantes se marcharon y el rey Casmir echó a andar por la galería. Vio a Suldrun y se detuvo.
—¿Qué es esto? ¿Por qué no estás tomando tus lecciones? —Suldrun prefirió no mencionar la ausencia de maese Jaimes.
—Acabo de terminar mi tarea diaria. Sé escribir bien todos los caracteres, y puedo usarlos para formar palabras. Esta mañana he leído un gran libro sobre los cristianos.
—¿De verás? ¿Leíste también los caracteres?
—No todos, padre. Era letra uncial y el idioma era latín. Tengo problemas con ambos. Pero miré las figuras atentamente, y maese Jaimes dice que voy bien.
—Me alegra saberlo. Aún así, debes aprender a comportarte con decoro y no andar por la galería sin compañía.
—Padre, a veces prefiero estar sola —dijo Suldrun con aprensión.
Casmir, el ceño ligeramente fruncido, tenías las piernas separadas y las manos a la espalda. Le disgustaba que alguien se opusiera a sus juicios, y sobre todo una niña tan pequeña e inexperta. Con voz mesurada que intentaba definir la situación de manera precisa y terminante, dijo:
—En ocasiones tus preferencias deben ceder ante las fuerzas de la realidad.
—Sí, padre.
—Debes recordar tu importancia. ¡Eres la princesa Suldrun de Lyonesse! Pronto la flor y nata del mundo vendrá a cortejarte para pedirte en matrimonio, y no debes parecer una tunante. Queremos ser selectivos, para provecho tuyo y del reino.
—Padre —dijo Suldrun con incertidumbre—, no me interesa pensar en el matrimonio.
Casmir entornó los ojos. ¡De nuevo esa terquedad!
—¡Espero que no! —repuso jocosamente—. ¡Eres apenas una niña! Pero nunca se es demasiado pequeño para recordar nuestro rango. ¿Entiendes la palabra «diplomacia»?
—No, padre.
—Significa tratar con otros países. La diplomacia es un juego delicado, como una danza. Troicinet, Dahaut, Lyonesse, los ska y los celtas, todos van girando, listos para agruparse de tres en tres o de cuatro en cuatro para asestar un golpe mortal a los demás. Debo asegurarme de que Lyonesse no quede excluida de la contradanza. ¿Entiendes a qué me refiero?
Suldrun reflexionó.
—Creo que sí. Me alegra no tener que participar en esa danza. —Casmir retrocedió, preguntándose si ella habría entendido bien.
—Eso es todo por ahora —dijo al fin—. Ve a tu cuarto. Hablaré con Desdea. Ella te encontrará compañía adecuada.
Suldrun intentó explicar que no necesitaba nuevas compañías, pero al ver la cara del rey Casmir contuvo la lengua y se marchó.
Para obedecer la orden del rey Casmir en su sentido exacto y literal, Suldrun subió a sus aposentos de la Torre Este. Maugelin roncaba en una silla, la cabeza echada hacia atrás.
Suldrun miró por la ventana y vio la lluvia. Reflexionó un instante, luego entró en el cuarto ropero y se puso un vestido de lino verde oscuro. Miró a Maugelin por encima del hombro y se marchó. La orden del rey Casmir había sido obedecida; si él llegaba a verla, se lo podía demostrar por su cambio de vestimenta.
Con cuidado, paso a paso, bajó la escalera hasta el Octógono. Allí se detuvo a mirar y escuchar. La Galería Larga estaba desierta. No se oía nada. Recorría un palacio encantado donde todos dormitaban.
Corrió al Gran Salón. La luz gris que se filtraba por las altas ventanas se perdía en las sombras. Caminó en silencio hasta un alto y angosto portal de la larga pared, miró por encima del hombro, estirando las comisuras de la boca. Luego abrió la maciza puerta y entró en el Salón de los Honores.
La luz era tan gris y opaca como en el Gran Salón, y eso realzaba la solemnidad del aposento. Como siempre, cincuenta y cuatro sillas estaban alineadas a izquierda y derecha a lo largo de las paredes y todas parecían contemplar con meditabundo desdén la mesa que, con cuatro sillas más pequeñas, ocupaba ahora el centro del cuarto.
Suldrun examinó esos muebles con similar desaprobación. Se interponían entre las altas sillas, y estorbaban su contacto mutuo. ¿Quién haría algo tan torpe? Sin duda la llegada de los tres notables había impuesto ese arreglo. Suldrun se paró en seco al pensarlo. Decidió largarse, pero no lo hizo a tiempo. Oyó voces afuera. Sobresaltada, se puso rígida como una estatua. Luego corrió de un lado a otro, y al fin se ocultó tras el trono.
Detrás de ella colgaba el pendón rojo oscuro. Suldrun aprovechó la abertura de la tela para entrar en el cuarto de almacenamiento. De pie junto a la colgadura, y entreabriendo la abertura, Suldrun vio un par de lacayos entrando en la sala. Hoy vestían una pomposa librea ceremonial: pantalones abolsados color escarlata, calzas de rayas negras y rojas, zapatos negros con punta curva y tabardos ocre que llevaban bordado el Árbol de la Vida. Recorrieron la habitación encendiendo las antorchas. Otros dos lacayos trajeron un par de pesados candelabros de hierro negro y los apoyaron en la mesa. También encendieron las velas, de dos pulgadas de grosor y hechas con cera de baya; Suldrun nunca había visto el Salón de los Honores tan resplandeciente.
Sintió fastidio. Ella era la princesa Suldrun y no tenía por qué ocultarse de los lacayos; aun así, permaneció escondida. Las noticias viajaban deprisa en los corredores de Haidion; si los lacayos la veían, pronto se enteraría Maugelin, luego Boudetta, y quién sabía hasta dónde podía llegar el rumor.
Los lacayos terminaron los preparativos y se retiraron dejando las puertas abiertas.
Suldrun salió a la cámara. Se detuvo a escuchar junto al trono, la cara ladeada, frágil y pálida, llena de excitación. Con repentina audacia echó a correr. Oyó nuevos ruidos: el campanilleo del metal, el retumbar de pasos pesados; se volvió asustada y se ocultó de nuevo detrás del trono. Mirando por encima del hombro vio al rey Casmir en toda su pompa. Entró en el Salón de los Honores con la cabeza alta irguiendo la barbilla y la barba corta y rubia. Las llamas de las antorchas se reflejaban en la corona, una simple banda de oro bajo un círculo de hojas de laurel de plata. Tenía una larga capa negra que le llegaba casi a los talones, un jubón negro y marrón, pantalones negros y botas negras hasta el tobillo. No portaba armas ni lucía ornamentos. Su cara era fría e impasible como de costumbre. Para Suldrun representaba la encarnación de lo majestuoso; se apoyó en las manos y las rodillas y se arrastró bajo el pendón hasta la habitación trasera. Por último se animó a ponerse de pie para atisbar por la abertura.
El rey Casmir no había notado que el pendón se movía. Se paró junto a la mesa, de espaldas a Suldrun, las manos apoyadas en la silla.
Entraron los heraldos, de dos en dos, hasta completar ocho, cada cual portando un estandarte que exhibía el Árbol de la Vida de Lyonesse. Se alinearon a lo largo de la pared trasera y aparecieron los tres notables que habían llegado ese día.
El rey Casmir permaneció de pie hasta que los tres se separaron para detenerse junto a las sillas, luego se sentó, seguido por sus tres huéspedes.
Los mayordomos pusieron un cáliz de plata junto a cada hombre, y el mayordomo principal vertió vino rojo oscuro de una jarra de alabastro. Luego se inclinó y salió de la habitación, seguido por los lacayos y los heraldos. Los cuatro permanecieron solos a la mesa.
El rey Casmir alzó su cáliz.
—¡Alegría a nuestros corazones, satisfacción a nuestras necesidades, y éxito a nuestros planes! Brindemos por eso.
Los cuatro bebieron vino.
—Bien, ahora a nuestros asuntos —dijo el rey Casmir—. Es una reunión privada e informal. Hablemos con franqueza, sin reservas. Semejante charla nos beneficiará a todos.
—Haremos como dices —dijo Milliflor, apenas sonriendo—. Pero dudo de que los deseos de nuestros corazones sean tan similares como crees.
—Permitidme definir una posición que todos nosotros debemos suscribir —dijo el rey Casmir—. Deseo recordar los antiguos tiempos en que un gobierno único mantenía la paz. Luego conocimos incursiones, pillaje, guerra y suspicacia. Las dos Ulflandias son páramos ponzoñosos, donde sólo los ska, los salteadores y las fieras se atreven a caminar en pleno día. Los celtas sólo se reprimen mediante una vigilancia constante, como atestiguará Imphal.
—Es verdad —dijo Imphal.
—Entonces expondré el asunto con sencillez —dijo el rey Casmir—. Delhaut y Lyonesse deben obrar de mutuo acuerdo. Con esta fuerza combinada bajo un mando único, podemos echar a los ska de las Ulflandias y someter a los celtas. Luego Dascinet, Troicinet y las Islas Elder volverán a ser un solo reino. Primero: la fusión de nuestras dos tierras.
—Tus afirmaciones son indiscutibles —dijo Milliflor—. Pero nos inquietan varios interrogantes. ¿Quién tendrá preeminencia? ¿Quién conducirá los ejércitos? ¿Quién gobernará el reino?
—Son preguntas difíciles —dijo el rey Casmir—. Dejemos que las respuestas esperen hasta que estemos de acuerdo en los principios, luego examinaremos esas posibilidades.
—Estamos de acuerdo en los principios —dijo Milliflor—. Ahora exploremos los verdaderos problemas. El rey Audry ocupa el antiguo trono Evandig. ¿Aceptarás su preeminencia?
—Imposible. Aun así, podemos gobernar ambos, como iguales. Ni el rey Audry ni el príncipe Dorcas son soldados enérgicos. Yo comandaré los ejércitos; el rey Audry se ocupará de la diplomacia.
Lenard rió con sarcasmo.
—Ante la primera diferencia de opinión, los ejércitos podrían someter a los diplomáticos.
El rey Casmir también rió.
—No es preciso llegar a eso. El rey Audry puede gobernar hasta su muerte. Luego yo gobernaré hasta mi muerte. El príncipe Dorcas me sucederá. Si no tiene hijos varones, el príncipe Cassander será el siguiente.
—Es un concepto interesante —dijo secamente Milliflor—. El rey Audry es viejo, y tú eres relativamente joven, no necesito recordártelo. El príncipe Dorcas podría esperar treinta años por su corona.
—Posiblemente —concedió el rey Casmir sin interés.
—El rey Audry nos ha dado instrucciones —dijo Milliflor—. Sus ansiedades son similares a las tuyas, pero es cauto ante tus obvias ambiciones. Sospecha que te gustaría que Dahaut se enfrentara con los ska, lo cual te permitirá atacar Troicinet.
El rey Casmir guardó silencio un instante, luego habló.
—¿Aceptará Audry una campaña conjunta contra los ska?
—Por supuesto, siempre que los ejércitos estén bajo sus órdenes.
—¿No tiene otra propuesta?
—El advierte que la princesa Suldrun pronto estará en edad de casarse. Sugiere la posibilidad de un compromiso entre la princesa Suldrun y el príncipe Whemus de Dahaut. —El rey Casmir se reclinó en la silla.
—¿Whemus es su tercer hijo?
—Así es, majestad
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El rey Casmir sonrió y se tocó la barba corta y rubia.
—Sería mejor que unamos a su primera hija, la princesa Cloire, con mi sobrino, Nonus Román.
—Comunicaremos tu sugerencia a la corte de Avallen.
El rey Casmir bebió del cáliz; los emisarios también bebieron. El rey Casmir los miró uno por uno.
—¿Entonces sois meros mensajeros, podéis negociar?
—Podemos negociar —dijo Milliflor— dentro de los límites impuestos por nuestras instrucciones. ¿Podrías repetir tu propuesta en palabras simples, sin eufemismos?
El rey Casmir alzó el cáliz con ambas manos, se lo acercó a la barbilla y examinó el borde con sus ojos claros y azules.
—Propongo que las fuerzas conjuntas de Lyonesse y Dahaut, bajo mi mando, ataquen a los ska y los echen al Atlántico, y que luego sometamos a los celtas. Propongo que unamos nuestros reinos no sólo mediante la cooperación sino también mediante el matrimonio. Uno de nosotros dos tiene que morir primero, sea Audry o yo. El superviviente gobernará luego los reinos unidos, que integrarán el Reino de las Islas Elder, como en tiempos antiguos. Mi hija, la princesa Suldrun, desposará al príncipe Dorcas. Mi hijo, el príncipe Cassander, se casará… convenientemente. Ésa es mi propuesta.
—La propuesta tiene mucho en común con nuestra posición —dijo Lenard—. El rey Audry prefiere comandar las operaciones militares que se realicen en tierras de Dahaut. En segundo lugar…
Las negociaciones continuaron una hora más, pero sólo enfatizaron la mutua inflexibilidad. Como no se había esperado nada más, las deliberaciones terminaron cortésmente. Los enviados abandonaron el Salón de los Honores para descansar antes del banquete de esa noche, mientras el rey Casmir permanecía a la mesa, pensativo y a solas. En el cuarto trastero Suldrun miraba fascinada. Se asustó cuando el rey Casmir tomó uno de los candelabros, se volvió y caminó pesadamente hacia el cuarto trastero.
Suldrun se paralizó. ¡Había reparado en su presencia! Se volvió, corrió a un costado, se agachó en el rincón junto a una caja de embalaje y se cubrió el brillante cabello con un trapo viejo.
La colgadura se entreabrió y la luz de las velas tembló en el aposento. Suldrun se agachó, esperando la voz del rey Casmir. Pero él permaneció en silencio, dilatando las fosas nasales, tal vez disfrutando de la fragancia de lavanda de las ropas de Suldrun. Miró por encima del hombro y caminó hasta la pared trasera. De una hendedura tomó una delgada vara de hierro y la introdujo en un orificio a la altura de su rodilla, luego en otro un poco más alto. Se abrió una puerta, emitiendo un leve parpadeo, casi palpable, como una fluctuante alternación de púrpura y verde. De ese cuarto brotó el cosquilleo estremecedor de la magia. Se oyó un par de voces chillonas.
—Silencio —dijo el rey Casmir. Entró y cerró la puerta.
Suldrun se levantó de un brinco y salió del cuarto. Cruzó a la carrera el Salón de los Honores, pasó al Gran Salón y de allí a la Galería Larga. Una vez más, regresó serenamente a sus aposentos, donde Maugelin la riñó por la ropa sucia y la cara mugrienta.
Suldrun se bañó y se puso una túnica cálida. Fue hasta la ventana con su laúd y fingió que ensayaba, desafinando con tanta energía que Maugelin alzó las manos y se fue a otra parte.
Quedó a solas. Dejó el laúd y se puso a contemplar el paisaje. Caía la tarde; el cielo se había despejado; la luz del sol relucía en los tejados húmedos de la ciudad de Lyonesse.