Suldrun recordó los acontecimientos de ese día, episodio por episodio.
Los tres enviados de Dahaut le interesaban poco, excepto porque querían llevarla a Avallen para casarla con un extraño. ¡Jamás! Escaparía. ¡Se haría labriega, o trovadora, o recogería setas en el bosque!
El cuarto secreto que había detrás del Salón de los Honores no parecía extraordinario ni notable en sí mismo. En verdad, sólo le confirmaba ciertas vagas sospechas sobre el rey Casmir, que esgrimía un poder tan absoluto y formidable.
Maugelin regresó deprisa a la habitación, jadeando de excitación.
—Tu padre ordena que asistas al banquete. Desea que actúes tal como corresponde a una bella princesa de Lyonesse. ¿Me oyes? Puedes usar el vestido de terciopelo azul y las piedras lunares. ¡Ten presente el protocolo de la corte! No vuelques tu comida. Bebe muy poco vino. Habla sólo cuando te hablen, y responde con cortesía y sin masticar las palabras. No rías entre dientes ni te rasques, ni te muevas en la silla como si te picara el trasero. No eructes ni hagas gorgoritos. Si alguien suelta un viento, no mires ni señales ni trates de hallar al culpable. Desde luego, tú también te controlarás. No hay nada más conspicuo que una princesa que pedorrea. Vamos. Debo cepillarte el cabello.
Por la mañana Suldrun fue a tomar sus lecciones en la biblioteca, pero Jaimes tampoco estaba ese día, ni estuvo al día siguiente, ni el otro. Suldrun se enfadó. Sin duda maese Jaimes podría haberse comunicado con ella a pesar de su indisposición. Durante una semana entera faltó a la biblioteca, pero aun así no tuvo noticias de maese Jaimes.
Repentinamente alarmada, acudió a Boudetta, quien envió un lacayo a la sórdida celda que maese Jaimes ocupaba en la Torre Oeste. El lacayo descubrió a maese Jaimes tieso en su catre. La fiebre se había convertido en neumonía, y el preceptor había muerto sin que nadie se enterara.
Una mañana de verano, antes de cumplir los diez años, Suldrun fue al cuarto del tercer piso de la cuadrangular y vieja Torre de los Búhos para su lección de danza. Era la habitación que más le alegraba en todo Haidion. Un lustroso suelo de abedul reflejaba la luz de tres ventanas con cortinas de satén gris perla. Muebles tapizados en gris claro y escarlata se alineaban contra las paredes; y Laletta, la profesora, se cercioraba de que hubiera flores frescas en todas las mesas. Los alumnos incluían a ocho varones y ocho niñas de alto rango, cuyas edades oscilaban entre ocho y doce años. A Suldrun le causaban reacciones diversas: algunos le resultaban agradables, otros latosos y aburridos.
Laletta, una esbelta joven de ojos oscuros, de alta cuna pero escasas perspectivas, enseñaba bien y no demostraba favoritismos; a Suldrun ni le agradaba ni le desagradaba.
Esa mañana Laletta estaba indispuesta y no podía enseñar. La princesa regresó a sus aposentos y descubrió a Maugelin desnuda en la cama de Suldrun, montada por un fogoso y joven lacayo llamado Lopus.
Suldrun observó fascinada hasta que Maugelin la vio y gritó.
—¡Repugnante! —dijo Suldrun—. ¡Y en mi cama!
Lopus se apartó tímidamente, se puso los pantalones y se fue. Maugelin se vistió con igual prisa, parloteando sin cesar.
—Qué pronto has vuelto de tu clase de danza, querida princesa. ¿Has tenido buena lección? Lo que viste no fue nada importante, un mero juego. Sería mejor, mucho mejor, que nadie se enterara…
—¡Has ensuciado mi cama! —dijo Suldrun con fastidio.
—Vamos, querida princesa…
—Cambia toda la ropa de cama… No, primero lávate, luego trae sábanas limpias y airea la habitación.
—Sí, querida princesa. —Maugelin se apresuró a obedecer, y la princesa corrió alegremente escaleras abajo, riendo y haciendo cabriolas.
Maugelin sería menos estricta ahora, y Suldrun podría actuar a su antojo.
Suldrun corrió por la arcada, observó el Urquial para cerciorarse de que nadie miraba, se agachó bajo el viejo alerce y abrió la vieja y crujiente puerta. Pasó, cerró la puerta y bajó por el serpenteante sendero, dejando atrás el templo e internándose en el jardín.
Era un día brillante y soleado; el aire dulzón olía a heliotropo y a hojas frescas y verdes. Suldrun observó el jardín con satisfacción. Había arrancado las malezas que le parecían toscas, incluyendo todas las ortigas y casi todos los abrojos; ahora el jardín estaba casi ordenado. Había barrido las hojas y la suciedad del suelo teselado de la vieja villa, y había limpiado los detritos del cauce de un arroyuelo que corría a un costado del barranco. Aún tenía mucho que hacer, pero no hoy.
De pie a la sombra de una columna, se soltó la hebilla del hombro, dejó caer el vestido y quedó desnuda. La luz del sol le cosquilleaba la piel; el aire fresco le producía un delicioso contraste de sensaciones.
Paseó por el jardín. Así ha de sentirse una dríade, pensó Suldrun; así ha de moverse, quedamente, sin más ruido que el suspiro del viento entre las hojas.
Se detuvo a la sombra del solitario tilo, luego continuó hasta la playa para ver qué habían traído las olas. Cuando el viento soplaba del sudoeste, como ocurría a menudo, las corrientes giraban alrededor del promontorio y se curvaban en su pequeña caleta, trayendo hasta la orilla toda clase de objetos hasta la próxima marea alta, cuando la misma corriente arrastraba esos objetos y se los llevaba de nuevo. Hoy la playa estaba limpia. Suldrun corrió de aquí para allá, eludiendo el oleaje que lamía la tosca arena. Se detuvo para observar una roca a unos cincuenta metros bajo el promontorio, donde una vez había descubierto a un par de jóvenes sirenas. Éstas la habían visto y la habían llamado, pero usaban un lenguaje lento y extraño que Suldrun no entendía. El pelo verde oliva les colgaba sobre los pálidos hombros; los labios y los pezones también eran de color verde claro. Una de ellas agitó la mano y Suldrun le vio la membrana que le unía los dedos. Ambas se volvieron para mirar hacia el mar, donde un tritón barbado salía de las olas. Llamó con voz ronca y ventosa; las sirenas se deslizaron por las rocas y desaparecieron.
Pero hoy las rocas estaban desiertas. Suldrun dio media vuelta y caminó despacio hacia el jardín.
Se puso el arrugado vestido y trepó por el barranco. Atisbó por la puerta para asegurarse que nadie miraba, regresó a la carrera y a brincos a la arcada, dejó atrás el naranjal y entró en el castillo.
Una tormenta estival que soplaba desde el Atlántico trajo una lluvia suave a la ciudad de Lyonesse. Suldrun quedó confinada en Haidion. Una tarde entró en el Salón de los Honores.
Haidion estaba en silencio; el castillo parecía contener el aliento. Suldrun caminó despacio por la habitación, examinando cada una de las grandes sillas como si evaluara su fuerza. Las sillas también la evaluaban a ella. Algunas eran orgullosas y distantes; otras estaban enfadadas. Algunas eran oscuras y siniestras, otras benévolas. Junto al trono de Casmir, Suldrun examinó el pendón rojo oscuro que ocultaba el cuarto trasero. Nada podía inducirla a aventurarse allí adentro, con la magia tan cerca.
Apartándose a un costado, sorteó el trono y se sintió más tranquila. A pocos pasos colgaba el pendón. Naturalmente no se atrevía a entrar en el cuarto trasero, ni siquiera a acercarse. Pero una mirada no podía causar daño.
Se aproximó con sigilo a la colgadura y la descorrió suavemente. La luz de las altas ventanas pasó sobre su hombro para caer sobre la lejana pared de piedra. Allí, en una hendedura, estaba la vara de hierro. Allí, dos cerraduras. Y más allá el cuarto donde sólo el rey Casmir podía entrar. Suldrun soltó la colgadura y se marchó en silencio del Salón de los Honores.
Las relaciones entre Lyonesse y Troicinet, nunca cálidas, se habían vuelto tensas por diversas razones que poco a poco habían contribuido a crear hostilidad. Las ambiciones del rey Casmir no excluían a Troicinet ni a Dascinet, y sus espías estaban presentes en todos los estratos de la sociedad troicina.
El rey Casmir veía frustrados sus planes porque no tenía una armada. A pesar de su larga costa, Lyonesse carecía de acceso al mar, y sólo tenía puertos marinos en Slute Skeme, Bulmer Skeme, la ciudad de Lyonesse y Pargetta, detrás de Cabo Despedida. La accidentada costa de Troicinet creaba docenas de puertos, cada cual con muelles, astilleros y caminos. Abundaban los hábiles constructores y la buena madera: olmo y alerce para las curvas, roble para la estructura, bosquecillo de joven abeto para los mástiles, y un pino denso y resinoso para las planchas. Los navíos mercantes de Troicinet llegaban hasta Jutlandia, Gran Bretaña e Irlanda en el norte. Hasta Mauretania y el Reino de los Hombres Azules en el sur, surcando el Atlántico, y en el este pasaban Tmgis y se internaban en el Mediterráneo.
El rey Casmir se consideraba un experto en intrigas y buscaba incesantemente alguna ventaja que pudiera explotar. En una ocasión, un cargado navío troicino, que bordeaba la costa de Dascinet en una densa niebla, se atascó en un banco de arena. Yvar Excelsas, el irascible rey de Dascinet, reclamó enseguida el barco y su cargamento, citando la ley marítima, y envió peones para descargar el buque. Acudieron un par de navíos de guerra troicinos, rechazaron lo que ya era una pequeña flota de piratas dascinos, y con la marea alta arrastraron la nave hasta aguas profundas.
Enfurecido, el rey Yvar Excelsus envió un insultante mensaje al rey Granice, que residía en Alceinor, exigiendo reparaciones, so pena de acción punitiva.
El rey Granice, que conocía bien el temperamento de Yvar Excelsus, ignoró el mensaje, lo cual puso rojo de furia al rey dascino.
El rey Casmir envió un emisario secreto a los dascinos, apremiándoles a atacar Troicinet y prometiéndoles su ayuda. Los espías troicinos interceptaron al mensajero y lo llevaron a Alceinor con los documentos.
Una semana más tarde el rey Casmir recibió en Haidion un tonel con el cadáver del enviado, que tenía los documentos metidos en la boca.
Entretanto el rey Yvar Excelsus tuvo que ocuparse de otro asunto, y sus amenazas contra Troicinet quedaron en nada.
El rey Granice no tomó más medidas contra el rey Casmir, pero comenzó a pensar seriamente en la posibilidad de una guerra no deseada. Troicinet, con una población que era la mitad de la de Lyonesse, no podía tener esperanzas de victoria, de modo que no tenía nada que ganar y todo que perder.
Desde la ciudad de Pargetta, cerca de Cabo Despedida, llegaron malas nuevas de matanzas y desmanes cometidos por los ska. Dos navíos negros habían llegado al amanecer y descargaron tropas que saquearon la ciudad con una desapasionada precisión más aterradora que salvaje. Todos los que se interponían eran asesinados. Los ska robaron tinajas de aceite de oliva, azafrán, vino, oro del templo de Mitra, hojalata, lingotes de plata y recipientes de mercurio. No tomaron cautivos, no incendiaron ningún edificio, no cometieron violaciones ni torturas, y mataron sólo a quienes intentaban detenerlos.
Dos semanas después, la tripulación de un buque troicino que llegó a Lyonesse con un cargamento de lino irlandés mencionó un navío ska inmovilizado en el Mar de Tethra, al oeste del Cabo Despedida. El buque troicino se había acercado y había descubierto a cuarenta ska sentados en los bancos, demasiado débiles para remar. Los troicinos se ofrecieron a remolcarlos, pero los ska se negaron a aceptar una línea y los troicinos se marcharon.
El rey Casmir despachó inmediatamente tres galeras de guerra a la zona, donde encontraron el largo y negro navío meciéndose sin mástiles en el oleaje.
Las galeras se acercaron y descubrieron desastre, angustia y muerte. Una tormenta había roto la traversa del navío; el mástil se había desplomado sobre el delgado de proa, aplastando los cascos de agua, y la mitad de la tripulación había muerto de sed.
Había diecinueve supervivientes; demasiado débiles para resistirse, les llevaron a bordo de las naves lionesas y recibieron agua. Se ató una línea a la nave; los cadáveres se arrojaron al mar y todos regresaron a la ciudad de Lyonesse. Se encerró a los ska en un viejo fuerte al oeste del puerto. El rey Casmir, montado en su caballo Sheuvan, fue hasta el puerto para inspeccionar la embarcación. Habían descargado en el muelle el contenido de las bodegas de proa y popa: un cofre de oro y adornos de plata, jarras de azafrán recogido en los protegidos valles detrás de Cabo Despedida y piezas de alfarería con el símbolo de Bulmer Skeme.
El rey Casmir examinó el botín y el navío, montó en Sheuvan y rodeó Chale para ir a la fortaleza. Hizo salir y formar a los prisioneros, que pestañearon al sol: hombres altos de pelo oscuro y tez pálida, delgados y musculosos pero no macizos. Miraban en derredor con la calma curiosidad de huéspedes de honor, y hablaban entre sí con voz suave.
—¿Cuál de vosotros es el capitán? —preguntó el rey Casmir. Los ska lo miraron cortésmente, pero nadie respondió.
El rey Casmir señaló a un hombre de la primera fila.
—¿Quién de vosotros tiene autoridad? Señálalo.
—El capitán está muerto. Todos estamos muertos. La autoridad se ha ido, y todo lo demás en la vida.
—Por lo que yo veo, estáis bastante vivos —dijo Casmir, sonriendo fríamente.
—Nosotros nos consideramos muertos.
—¿Por qué esperáis que os mate? ¿Y si os ofreciera rescate?
—¿Quién pagaría rescate por un muerto?
El rey Casmir hizo un gesto de impaciencia.
—Quiero información, no cháchara. —Examinó el grupo y en un hombre un poco mayor que los demás creyó reconocer un aire de autoridad—. Tu te quedarás aquí. —Llamó a los guardias—. Llevad a los demás a su encierro.
El rey Casmir llevó aparte al hombre que había escogido.
—¿Tú también estás muerto?
—Ya no estoy entre los ska vivientes. Para mi familia, mis camaradas y para mí mismo, estoy muerto.
—Dime una cosa. Si yo quisiera hablar con tu rey, ¿vendría a Lyonesse con garantía de protección?
—Claro que no. —El ska parecía divertirse.
—Supón que deseara explorar la posibilidad de una alianza.
—¿Con qué fin?
—La armada ska y los siete ejércitos de Lyonesse, actuando en conjunto, podrían ser invencibles.
—¿Invencibles? ¿Contra quién?
El rey Casmir se fastidió ante ese hombre que pretendía ser más sagaz que él.
—¡Contra todos los demás habitantes de las Islas Elder, desde luego!
—¿Te imaginas a los ska ayudándote contra tus enemigos? La idea es ridícula. Si yo estuviera vivo, reiría. Los ska están en guerra con todo el mundo, incluyendo Lyonesse.