Authors: Eduardo Mendicutti
Eso era todo. La pertinaz crónica, con su nada encubierta publicidad del centro comercial Los Pinares, no contenía información de veras relevante y de fiar, pero sí todos los chismorreos que estaba provocando el misterioso caso del financiero desaparecido.
-Esa Louella Parsons de pacotilla debería aprender de Rosalind Russell en
Luna nueva
-dije yo-. Al menos, para vestir con un poco de estilo.
-Mañana le pido a Marcos que me deje los periódicos en la puerta, que no los tire al césped, a ver qué me dice -dijo Felipe, sin venir mucho a cuento.
Se habría pasado horas hecho una Agatha Christie de no ser por la entrada atolondrada de Carmeli, a las nueve y media en punto y con un nuevo motivo de ardor de estómago.
-Escuchar a Aznar también me da ardentía -se quejó-. Lo escuché anoche, en un telediario, y no sé lo que dijo porque no eché cuenta y no me enteré, pero basta con que oiga, aunque sea de lejos, ese tonillo y esa vocecilla, y el estómago se me pone como un infiernillo. Menuda nochecita he pasado. Niño, el lunes sin falta me voy al médico, ya lo sabes. El lunes no vengo.
-¿Ya le has contado a tu médico lo que te pasa, Carmeli?
-A mi médico del ambulatorio se lo tengo dicho por cante grande y por cante chico, y ni caso. El lunes me voy a un médico por el dinero.
El ardor de estómago le daba a Carmeli unos bríos nerviosos que ni los de Kate Hepburn. Se empeñó en asear toda la casa a fondo para que la limpieza sirviera para los tres días. También quiso dejar la comida hecha al menos para el fin de semana, sólo a falta de calentar en el microondas, pero Felipe dijo, en broma, que a su estómago le vendría bien descansar un poco de la alta cocina de Carmeli, y ella se lo tomó a mal. Se fue enfurruñada, faltona, quejica, y decidida a comerse vivo al médico de pago si era la única manera de aliviarse.
-Esta se comería vivo al mismísimo Clark Gable -dije-. Yo lo intenté, pero olía a sudor.
Felipe estaba dispuesto a no moverse de casa en toda la tarde. Después de almorzar, dormitó durante cerca de dos horas en la butaca, aunque se medio espabilaba cada diez minutos, con el cuello tirante y gruñón, y hojeaba entre cabezadas los periódicos. En una de ésas, descubrió que había un camión del supermercado del centro comercial Los Pinares aparcado frente a Los Zagalejos, y que un empleado cuarentón y ya poco apetecible cargaba cajas y
packs
en una carretilla de plataforma. Lo que sorprendió a Felipe fue que el repartidor, después de cerrar las puertas traseras del camión, enfilase con su cargamento la cancela de Los Zarzales, no la del chalé de los Meneses. Entonces recordó que, el miércoles por la mañana, él había hecho por teléfono el pedido al supermercado, y le habían indicado que lo entregarían el viernes, entre cuatro y seis de la tarde. Eran las cinco menos cuarto.
Abrió la puerta antes de que el repartidor tocase el timbre, pero luego tuvo que indicarle que lo hiciera de todos modos, porque de lo contrario no podría abrirle la cancela con el mando a distancia desde el porche de entrada.
-Como estaba aparcado en la acera de enfrente, pensé que el pedido no sería para mí, sino para la otra casa, ese chalé que se llama Los Zagalejos -le dijo al repartidor, mientras el hombre descargaba los encargos en la cocina.
-Ahí acabo de dejar otra carga casi igual a ésta. Nos organizamos para entregar el mismo día todos los pedidos de una ruta.
Los mandados no eran excesivos y, además, Felipe es impaciente y no deja empantanado lo que va a tener que hacer de todos modos. Una primera ojeada le bastó para saber que allí había un
pack
de latas de refresco de cola que él no había pedido. Y no era lo único. Unos paquetes de café natural -él lo toma siempre descafeinado, y de otra marca-, dos botes grandes de mayonesa, una bolsa mediana para congelados que no necesitaba abrir para confirmar que fuera lo que fuese no lo había encargado él, algunas latas de espárragos blancos -tenía al menos tres en la despensa- y paquetes de chacina envasada al vacío no eran cosas que él necesitase comprar. Lo comprobó en el albarán de entrega. En la cabecera ponía: «Chalé Los Sagalejos. Calle Poniente. Urbanización Villa Oracia». Lo curioso era que todo lo demás, evidentemente, coincidía en los dos pedidos.
-Cosas básicas -dijo Pilar Ordóñez, con una sonrisa muy poco mundana. Cualquiera pensaría que se avergonzaba de la coincidencia.
Felipe había pensado primero en llamar para comunicar el error, por si podían ponerse en contacto con el repartidor antes de que regresase al supermercado. Pero enseguida decidió que nunca le pondrían en bandeja una oportunidad así para meter las narices en aquella casa. Le abrió una muchacha muy joven de inconfundible acento ecuatoriano -a mi hombre, el ajetreo diplomático le ha servido al menos para ilustrar el oído- a la que le pregun tó por la señora. La chica, con esa facilidad para el lenguaje de las clases populares suramericanas -Dolores del Río, que por guapa que fuese y por bien que vistiera tenía hechuritas de chamaquita de campo, incluso en inglés hablaba como una catedrática-, se las arregló para no asegurar si la señora estaba o no estaba y preguntó de qué se trataba. Nada más empezar Felipe a explicarlo, Pilar Ordóñez de Meneses -aunque, la verdad, dadas las circunstancias el «de Meneses» habría que ponerlo entre
question marks-
apareció en el vestíbulo. Sin duda, había estado escuchando. Por las puertas correderas entreabiertas del fondo del vestíbulo se alcanzaba a ver un salón grande, poco amueblado y decorado -aunque con piezas buenas y de muy buen gusto- y con los elegantes estores bajados hasta el suelo para proteger la habitación contra el sol. Ella traía el albarán de la compra en la mano; en la cabecera ponía la dirección de Los Zarzales. Comprobaron que, salvo unos pocos productos, los pedidos eran idénticos.
-Ya me había dado cuenta de la equivocación, acabo de llamar al supermercado para que lo remedien cuanto antes -dijo ella.
Felipe pudo ver que, pese a los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años que él le había calculado y que no parecían menos vista ella de cerca, el rostro de Pilar, enmarcado por aquella melena corta y oscura y levemente ahuecada y cortada en diagonal hasta acercarle las puntas a las comisuras de los labios, conservaba una candorosa agilidad juvenil para las emociones, acentuada ahora con aquel toque de rubor natural que no dejaba de ser enternecedor. Clara Bow conseguía el mismo efecto gracias,
of course,
a su maquillador de cabecera.
-Podemos remediarlo nosotros mismos, no es tanto
-dijo Felipe, y sacó a relucir su coquetería de gran dama picarona-. A lo mejor te parezco venerable, pero aún puedo perfectamente llevarme lo que es mío y traerte lo que es tuyo.
En ese momento, Borja salió al vestíbulo desde la cocina, con unas bermudas deportivas y el torso desnudo, y se quedó mirando a Felipe como si lo hubieran entrenado para echarse sin contemplaciones encima de cualquier intruso.
«Cariño, olvídalo», le dije a mi hombre, «es un buen pastel de carne, pero no parece dispuesto a entrar en el reparto de comestibles de ella y comestibles tuyos.»
-Está bien, llamaré para que no vuelva el repartidor -dijo Pilar, y miró al muchacho-. Es nuestro vecino. Está pasando este mes en casa de Jerónimo.
A Borja no pareció impresionarle la información lo más mínimo.
-No me ha llegado la invitación para ser recibido en este lujo de casa, lo siento -le dijo Felipe, muy a lo Adolphe Menjou-. Ha sido una emergencia, ni siquiera he tenido tiempo para vestirme
comme ilfaut.
Lamento las pintas.
Borja puso cara de asco, pero Pilar sonrió.
-Borja es mi hijo. El puede ayudarte.
-No soy su hijo -dijo el chico-. Y tengo que irme.
Finalmente, la chica ecuatoriana, que se llamaba Marelisa o algo por el estilo, ayudó a Felipe a arreglar el entuerto del supermercado. Felipe pasó el resto de la tarde espiando el gran ventanal apaisado del salón de Los Zagalejos. Espiar a esas horas se lo tomó como una merienda cena.
-Darling, bon appétit -le dije.
-Seguro que ella también está espiándome.
-Acabarás como la pobre Veronica Lake, encerrada en un manicomio, convencida de que la vigilaba el FBI.
A Pilar volvimos a verla cuando salimos a pasear por la playa. Ella se cruzó con nosotros, pero esta vez se detuvo un momento para disculpar el comportamiento del marmolillo.
-Es hijo de mi marido -dijo. Sonó como
Yo acuso.
10 de julio, sábado
El hijo del marido de Pilar, por decirlo en los términos utilizados por ella, estaba en el
work center
de la pequeña galería comercial próxima a la casa grande -las antiguas caballerizas-, muy concentrado ante la pantalla del último de los ordenadores, en el extremo de la mesa que se extendía a todo lo largo de la pared de la derecha.
La tienda era en realidad un pasillo de poco más de dos metros de ancho y al menos diez de largo. A la izquierda de la entrada, detrás de un pequeño mostrador, el dueño, o el encargado -un tipo joven y desenvuelto, con cierto aire, según Mae West, al George Chakiris de
West Side Story-,
atendía a los clientes, y enfrente había una máquina de bebidas y
snacks.
Toda la pared de la izquierda estaba cubierta por estanterías con material informático y de telefonía móvil a la venta, sin duda alguna la base del negocio, porque las tarifas de utilización de los ordenadores, con ser superiores a la habitual en los centros de ese tipo, no permitirían mantenerlo. A aquella hora, poco más del mediodía, sólo estaban ocupados los puestos primero y último, el pegado a la máquina de bebidas y el pegado a la pared del fondo.
Había también una chica recargando su móvil de tarjeta prepago y un adolescente que curioseaba en la estantería de los modelos más sofisticados y caros de terminales telefónicas. Yo llevaba las bolsas con lo que había comprado en el
delicatessen
para improvisar menús durante el fin de semana, pero pensé que era un buen momento para consultar mi muy desatendido correo electrónico. Tengo un móvil con todas las prestaciones habidas y por haber, pero sólo lo uso para enviar y recibir llamadas y mensajes de texto; en cambio, me aprendí bien en su momento cómo entrar en mi cuenta de correo desde cualquier terminal y llevo las claves apuntadas en un papel, dentro de la billetera. La chica terminó la operación de recarga y se unió al muchacho en la inspección de aquellas -para ellos inalcanzables- maravillas electrónicas. Chakiris me dio mi clave de acceso, y sólo entonces, cuando me dirigía a uno de los ordenadores del centro de la mesa, me di cuenta de que al fondo, junto a la pared, sin duda el lugar más a salvo de miradas curiosas, estaba Borja.
No encontré gran cosa en la bandeja de entrada de mi correo, ni siquiera demasiadas ofertas de venta de viagra, proposiciones de matrimonio por parte de arregladísimas señoritas de países del Este, o promesas de milagros quirúrgicos en los genitales: era como si se hubiera corrido por la red la voz de que, dadas las penosas y algo delirantes consecuencias de mi tratamiento médico, no merecía la pena enviar tentaciones a mi dirección electrónica, al menos mientras no acabara de definirme, según Mae West, como Rock o como Doris. Borja no parecía haber notado mi presencia, y eso que elegí sentarme más cerca de él que del tipo que navegaba por tiendas
on line
de material deportivo -eso sí había alcanzado a verlo- junto a la máquina de bebidas. Reenvié un desnortado correo de la oficina comercial de la embajada de Mauritania a la dirección general del gabinete del ministro, a la atención de nadie; alguien habría de guardia y quizás tuviera humor para atenderlo. De vez en cuando, miraba de reojo al hijo del marido de Pilar. No podía ver la pantalla de su ordenador. Le mandé un correo casquivano a Alvaro, con una descripción, lo más a lo Carole Lombard de lo que fui capaz, de la fauna que había ido descubriendo en Villa Horacia Village & Resort, y terminaba revelándole que «el joven dios de dorados bucles» estaba en aquel preciso momento a tres metros de mí, vestido de pies a cabeza y completa y desdeñosamente absorto frente a la pantalla de un ordenador clonado de mesa, visitando quizás páginas guarras. Volví a mirar de reojo a Borja. Y, en ese momento, el chico se volvió hacia mí y me miró a los ojos con una extraña falta de expresividad, con los labios levemente entreabiertos, como si se hubiera convertido de repente en un muñecote articulado y estuviese a mi entera disposición, o al menos dispuesto a admitir sin rechistar que yo pusiera las palabras que quisiese en su boca. Como no reaccioné, ni siquiera para hacerle un gesto de saludo, apagó el ordenador con una especie de lenta hostilidad, se levantó sin mirarme y se dirigió a la salida de la tienda. No me atreví a seguirle con la vista. Una oleada de calor se me agarró al pecho como una cría de chimpancé sedienta.
«Ya lo dijo Leslie Howard de Mary Pickford, después de rodar con ella
Secrets:
nunca saldría elegida Miss Simpatía», ronroneó Mae West, paladeando cada palabra.
«Es raro», pensé, «que un chico así no tenga en casa un ordenador y un cuarto propio donde encerrarse y enguarrarse en Internet, a sus anchas, todo lo que le dé la gana.»
Alvaro no debía de estar conectado porque no contestó mi correo. Estuve tentado de detallarle todas mis cuitas con el chico y su madre, pero seguramente no volvería a consultar mi correo en los días que me quedaban en Villa Horacia, y detesto los mensajes que han sobrepasado una razonable fecha de caducidad. Daría un paseo por las antiguas caballerizas, ya irreconocibles, intentando recordar cómo eran, cómo era yo entonces, cuando tía Enriqueta tenía aquel divertido coche de caballos descubierto que sólo utilizaba en verano, por la casi impracticable carretera de La Jara, arrastrado por una collera de yeguas jóvenes y conducido por Juanele, un mozo que se parecía a Stephen Boyd en
Ben-Hur
y que me dejaba ir junto a él en el pescante y rozarle el muslo con la rodilla. Carmeli me había dicho en su casa, el día del partido, cuando a mí se me ocurrió decir que uno de los futbolistas españoles, Llorente, me recordaba al cochero de tía Enriqueta, que Juanele, con toda su buena planta -ese muchacho era el
Troidonaue
de la barriada de Bonanza, dijo-, había terminado de gastador de honores en el cuartel de la Marina de San Fernando y que, a los tres días de casarse, con una de Cádiz que no valía un pimiento apulgarao, dijo Carmeli, se mató en un accidente de moto. Sentí algo muy parecido a una punzada de lujuria: a pesar de las inyecciones, aún me resulta excitante recordar a quienes he deseado con toda mi alma a lo largo de mi vida. El tiempo los vuelve complacientes. La muerte, sagrados.