Authors: Eduardo Mendicutti
Nadie mandará rosas a mi tumba, me susurró Felipe. Qué ganas de ponerse lúgubre en un día tan señalado. Champán, más champán, exclamó Gertrude Stein, más champán y canapés, y el Moët & Chandon y los canapés mantuvieron la tensión hasta el minuto 116, ese minuto exacto, un dato para la Historia de España, como la fecha del descubrimiento de América y la del estreno de
El último cuplé,
el minuto en que marcó esa especie de Mickey Rooney de la selección española, Iniesta se llama, cuando Mickey Rooney era gracioso, tanto que llegó a casarse con Ava Gardner, que ella sí que era un bellezón, un bellezón verbenero, como diría Carmeli, pero un bellezón de campeonato, y Constance Bennett gritó ¡Iniesta, mi vida!, y San Iker lloraba como una criatura, y el Moét & Chandon las tenía ya a todas desatadas, a todas menos a Felipe, que no bebe pero brindó por el exitazo y dio un sorbo al éxtasis con espuma que es el Moét & Chandon, según Constance Bennett, que no paraba de decir cosas así, sobre todo cuando San Iker besó la copa y la levantó, medio trastabillado, al cielo de Sudáfrica, y La Roja volvía a ser La Roja, porque todos se cambiaron la camiseta azul por la camiseta roja, para disgusto total de Cyd Charisse.
Voy a llamar a Thiago, dijo Felipe. En balde. Lo llamó y ese bellaco no se dignó contestar, ni para felicitarle. Un amigo brasileño que estará que trina porque España ha ganado, todos los brasileños estaban convencidos de que ganaría Brasil, explicó Felipe cuando Marita Castells le preguntó, picarona, quién era Thiago. Los brasileños dicen ahora que ya ganarán en 2014, cuando el Mundial se celebre allí, informó Constance Bennett, puestísima. ¡Yo soy español, español, español!, coreaban todas, como si fueran travestis empapadas en Moët & Chandon. Felipe estaba empapado en sudor.
No sé si llegaré al próximo Mundial, dijo Felipe, en voz tan baja que sólo pude oírle yo. Y entonces fue como si el Cañón del Colorado se abriera delante de mí.
Menos mal que de pronto el portero besó a su chica. ¡Guau!, dijo Leoncio. Aplausos y Moét & Chandon. ¡Madre mía!, dijo la chica. Ella tiene tablas, dije yo, pero él es un ángel. Delante de la cámara, mientras ella intentaba entrevistarle y él trataba de aguantarse los pucheros, Iker Casillas, el mejor portero del mundo según sus fans, besó a Sara Carbonero, la reportera deportiva más sexy del mundo, según la revista para hombres
FHM.
La besó millones de veces. Bueno, la besó una vez en los labios, y luego, dulcemente, en la frente, pero en la tele repitieron el beso tantas veces que fue como si nos besara a todas. Como John Gilbert besó a Greta Garbo en
La reina Cristina de Suecia,
dijo André, clásico total. Como Omar Sharif besaba a Julie Christie en
Doctor Zhivago,
dijo Leoncio, clásico, pero un poco más moderno y más romántico; como Ryan O'Neal besaba a Ali MacGraw en
Love Story,
dijo Lola Algorri, soñadora; como John Garfield besaba a Lana Turner en
El cartero siempre llama dos veces,
dijo Rocío Marelli, retorcidilla; como Béla Lugosi besaba a Frances Dade en
Drácula,
dijo Adela Ruano, madre de ocho hijos, la pobre, morbosa y traumatizada; como Fernando Rey besaba a Aurora Bautista en
Locura de amor,
dijo Mila Lamarca, y después se puso a gritar ¡España, España, España!; como Richard Gere besó por fin en la boca a Julia Roberts en
Pretty Woman,
dijo Marita Castells, y se le vio el plumero; como Clark Gable besó a Ava Gardner en
Mogambo,
dijo Felipe, aunque luego me dijo a mí: como Heath
Ledger y Jake Gyllenhaal se besaban en
Brokeback Mountain.
Como todos me besaban a mí, inocentes tortolitos, dije yo.
Felipe me dijo: lagarta.
Y yo le canturreé:
No soy un ángel,
encanto, pero los
ángeles tienen labios diabólicos.
Conseguí que sonriera de verdad, como si fuera a llegar a diez Campeonatos Mundiales de Fútbol.
12 de julio, lunes
El tipo rubio y de ojos oscuros, de pelo corto, espeso y liso peinado hacia delante, que apareció en la puerta y me miró como si estuviera seguro de que yo esperaba su visita, no tenía pintas de ser un ángel, pero sí de besar diabólicamente. Yo había visto antes a ese hombre.
«Se da un aire», me dijo Mae West, «a Russell Crowe en
L.A. Confidential.
También a éste le sentaría mejor el blanco y negro.»
En su momento lo había discutido con Alvaro: a aquella película de Curtís Hanson le perjudicaba el tecnicolor, le quitaba verosimilitud cinematográfica, pero él opinaba que habría sido un crimen sacrificar el colorido radiante y dolorido de Kim Basinger.
«Ni se te ocurra hacerte la Basinger», me aconsejó Mae, «aún te faltan unas cuantas inyecciones de decapeptyl. Como mucho, Jack Lemmon en
Con faldas y a lo loco.
Inténtalo.»
El tipo sonrió con esa socarrona malicia de quien acaba de escuchar sin querer alguna divertida inconveniencia.
«Cariño, eso se llama astucia para interpretar el lenguaje corporal», me dijo Mae, y me la imaginé columpiándose sin despegar los pies del suelo, a cámara lenta.
-¿El señor Bonasera? -tenía una voz apagada, tranquila, cálida-. Antonio Hernando. Me gustaría hablar con usted unos minutos.
Me pareció prudente tantear el terreno.
-No estoy interesado en enciclopedias, en seguros, en tarjetas de crédito o en nuevos sistemas de aire acondicionado o de riego por aspersión -le advertí, procurando no resultar antipático-. Además, en estos momentos tengo visita. Dígame qué quiere.
-Llevo desde las cuatro esperando a que fuera una hora razonable. Sé que, sobre todo en verano, la siesta es sagrada. En todo ese tiempo no he visto entrar a nadie y pensé que podría atenderme. Por cierto, ha dejado abierta la cancela de la calle. Debería cerrarla.
Miré el reloj.
-¿Lleva dos horas espiándome? -no me preocupé lo más mínimo por ser un dechado de diplomacia y de simpatía.
-Claro que no. Estaba por aquí, tenía cosas que hacer. Me gustaría hablar con usted de la señora Pilar Ordóñez.
-¿De quién? -a mi pesar, aquello empezaba a interesarme.
-Sabe de quién le hablo -no parecía molesto por mi ridículo intento de hacerme de nuevas-. La mujer de don Javier Meneses, ese hombre que ha desaparecido.
-¿Es usted policía?
-No.
Sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la camisa, de manga corta, blanca y perfectamente planchada, y me la entregó. Tenía unos antebrazos fuertes y bronceados, con una ligerísima capa de vello muy rubio, casi transparente. Menos de treinta y cinco años, calculé. Dado que durante los últimos meses he perdido algo de visión de lejos, aunque no sé si como consecuencia del tratamiento, pude leer la tarjeta sin gafas y conservando la compostura, sin contorsiones lamentables. «Antonio Hernando. Investigaciones.»
-Vaya, detective privado, qué cinematográfico -sonreí con la mayor cordialidad- No me divierte nada cotillear sobre mis vecinos. Lo siento.
-A ella tampoco -dijo Hernando cuando le di a entender que había llegado el momento de terminar aquella conversación-, pero no está segura de quién es usted.
Levanté la vista y la fijé en el gran ventanal rectangular de la casa de Los Zagalejos. Los estores estaban medio bajados y no podía distinguir nada detrás de los cristales. Pilar quizás estuviera espiándonos desde allí.
-¿Trabaja para ella? -pregunté, sin apartar la vista de la casa.
-No puedo decírselo. No le quitaré mucho tiempo. Desde luego, no le quitaré ni un minuto más de los que usted quiera concederme.
La frase era un poco redicha, pero astuta. El tipo, además de parecerse al joven Russell Crowe y ser una eminencia en la lectura del lenguaje corporal, sabía engatusar.
«Ahora, nada mejor que una oportuna y seductora caída de ojos, a lo Lauren Bacall», me recomendó Mae West, pero yo me limité a decir:
-Pase, por favor.
Había hecho un día limpio y con viento de poniente, y a las seis de la tarde la casa se mantenía fresca sin necesidad de tener todas las ventanas cerradas. Desde la playa llegaba, entre el leve balanceo de los visillos, un suave olor a arena húmeda. Antes, ese olor, y el de las adelfas que crecían salvajes en cualquier lugar de la finca, perfumaban el aire todo el verano, salvo en los días más hoscos de levante en calma, cuando el aire inmóvil desprendía el olor áspero del polvo recalentado y teníamos que buscar alivio en el interior de la casa grande, con puertas y ventanas estrictamente cerradas, los niños a veces tumbados en el suelo, medio desnudos, absorbiendo por todo el cuerpo, por todos los poros, la tibieza calmante de las losas grises del pavimento de todas las habitaciones. Jerónimo tiene en los suelos de su casa, salvo en la cocina y los cuartos de baño -en los que ha puesto losetas de color barro claro-, grandes placas de mármol blanco que conservan, en los días más asfixiantes, una temperatura maravillosa para andar descalzo, aunque Carmeli se queja de no estar nunca completamente segura de dejar los suelos perfectamente limpios. Por la mañana, Carmeli, según había anunciado, no se presentó ni llamó luego para contar cómo le había ido con su médico de pago, y yo había preferido salir a comer, muy temprano para ahorrarme la siempre un poco vergonzosa incomodidad de hacerlo solo en medio de mesas ocupadas por parejas y familias, en un bistró que hay cerca de la entrada de la urbanización. En aquel momento, mientras conducía al cuarto de estar grande a Investigaciones Hernando, como sin duda le habría llamado Alvaro con su implacable ingenio para mortificar a quienes se quedaban fuera de sus sardónicas fantasías de alta diplomacia con caviar y champán, me di cuenta de que en el mármol había huellas y rozaduras impropias de una elegante residencia de verano.
-Perdone si no está todo suficientemente limpio -le dije a Investigaciones Hernando-. La asistenta no ha podido venir hoy.
Si Carmeli me hubiese oído llamarla «asistenta», habría aullado de ardentía.
«Habrase visto», ronroneó en mi oído Mae West: «una chica como yo, en una habitación con un tipo como éste, en lo último que habría pensado es en esa clase de polvo.»
-No se preocupe, por favor -Investigaciones Hernando no logró disimular lo pintorescas y cursilonas que le parecieron mis disculpas-. Tendría que ver cómo está mi habitación del hostal.
-Siéntese donde prefiera -eligió la butaca más cercana a la puerta del salón, de cara a la ventana, y no pude evitar mirarle a Investigaciones Hernando los pliegues de la bragueta, una feísima costumbre de lo más embarazosa, sobre todo en situaciones obligadas por el habitual ejercicio de la diplomacia, y no necesariamente de caviar y champán; durante mucho tiempo fui incapaz de corregir esa espantosa impertinencia, aunque creía tenerla ya medio controlada. El se dio cuenta y cruzó las piernas con mucha tranquilidad, sin el menor asomo de disgusto, como dándome a entender que mi grosera curiosidad no le molestaba lo más mínimo, más bien todo lo contrario, pero que prefería que no me distrajese-. ¿Quiere tomar algo?
-Sólo un poco de agua, bien fría si es posible. Pero sin hielo.
«Alerta, encanto», me susurró Mae West, muy loba, «si es tan retorcido para pedir agua, habrá que abrocharse el cinturón cuando se ponga a pedir todo lo demás.»
-Vuelvo enseguida -le dije a Investigaciones Hernando, y de pronto pensé que me resultaba irritante dejarle allí solo, aunque no fuera más que durante un par de minutos. Yo no tenía nada que esconder y él no tenía nada que descubrir, pero la sola idea de que aprovechara para husmear me ponía nervioso. Supe que enseguida empezaría a sudar. ¿Hasta cuándo tendría que soportar esos sofocos y esos sudores tan desagradables, tan delatores? ¿Tendría ya que soportarlos siempre? ¿Cuánto tiempo era, ahora, «siempre»? Los muertos no sudan, pensé. La presencia inquisidora de Investigaciones Hernando empezaba a resultarme agobiante, y conforme creciera el agobio, aumentaría el sudor. Después de poner en una bandeja la jarra de agua helada y dos vasos, abrí el grifo del fregadero y dejé correr el chorro hasta que el agua salió muy fría. Era un truco que parecía dar resultado: me quité el reloj de pulsera, me arremangué un poco las mangas de la camisa, junté las muñecas y las puse bajo el chorro hasta sentir que el agua me apaciguaba el pulso. Quizás fuera pura sugestión, pero empezó a remitir y a enfriarse el sudor. Cuando volví al cuarto de estar grande, Investigaciones Hernando había tenido tiempo de husmear en todas partes, pero permanecía sentado en la butaca, cruzado de piernas, observando con un interés desconcertante el transparente que se veía por la ventana, muy relajado.
-Perdone la tardanza -le dije-. He tenido que hacer una llamada.
Lo de la llamada se me ocurrió sobre la marcha, y se me antojó una buena idea para intrigarle o incluso alarmarle un poco, pero él no mostró la menor inquietud o curiosidad.
-No se preocupe -dijo, sin apartar la vista de la ventana-. Parece artificial.
-Vaya. En la vida me han dicho de todo, pero creo que es la primera vez que alguien me dice que parezco de plástico, o algo así.
Su risa era casi candorosa. «Un peligro añadido», me susurró Mae West, relamiéndose, «cuando llegue el momento de que te pida de todo.»
-Por Dios, disculpe. Me refería al transparente. Es tan verde y tan brillante que parece artificial.
-Ya me he dado cuenta. Supongo que está bien orientado, le preguntaré el secreto al dueño de la casa. Porque usted sabe que esta casa no es mía, ¿verdad?
-Lo sabemos -dijo Investigaciones Hernando, y no dejaba de ser pertinente que hablara en plural. Yo me puse, muy en plan rubia ingenua del cine de Hollywood de los cincuenta (tipo Judy Holliday en
Nacida ayer),
a recorrer con la vista todo el salón.
-¿Lo sabemos? Pensaba que había venido solo.
La broma no le hizo especial gracia a Investigaciones Hernando.
-Tengo mi equipo -dijo, serio, como si yo hubiera puesto en duda su solvencia profesional-. Sabemos que esta casa es de don Jerónimo Hidalgo y parece que usted es primo suyo.
-Juraría que lo soy -dije, aparentando asombro-. De todas maneras, se lo preguntaré a él, cuando le pregunte cuál es el secreto de que el transparente esté tan lustroso.
-Es cómico, sí.
En ese momento sonó mi móvil. Miré la pantalla. «Llamada sin número.» Corté la comunicación.