Authors: Eduardo Mendicutti
Aproveché que estaba concentrada en servirme para hacerle la pregunta sin rodeos.
-¿Se ha ido Borja con su padre?
Vi que le temblaba la mano y, al levantar la vista para mirarme con expresión de estupor, derramó un poco de café fuera de mi taza.
-¿Por qué dices eso? -había alzado y endurecido un poco el tono de voz, pero en realidad parecía más sorprendida que molesta-. ¿Es lo que se dice por ahí?
-No sé muy bien lo que se dice por ahí, Pilar. Sé que Borja se ha ido. Ya no reparte los periódicos, yo no le veo entrar o salir de tu casa, y Marcos, su amigo, el hijo de Marita, no sabe nada de él. Eso sí me lo dijo Marita ayer, en el funeral de Gonzalo Aresu.
-No sabía que la vida de Borja le interesase tanto a todo el mundo.
-Anda, deja que sirva yo el café.
-Dame tu taza. He derramado un poco en el plato.
Nerviosa, intentó cambiar las tazas y yo le sujeté la mano con cuidado para que lo dejase todo como estaba. Tenía las manos heladas.
-No importa, tendré cuidado para no manchar nada, deja que te sirva yo -le pedí-. Ya sé que no me importa dónde está Borja, no es cosa mía. Olvida la pregunta, por favor. Te enteraste de lo de Aresu, ¿verdad? El día de la lectura de su novela yo le vi bien, un poco menos bien de lo que dice Marita, pero bien, ni de lejos cabía pensar que pudiera pasarle eso. En el funeral estaba todo el mundo.
Pilar se había echado hacia atrás, había apoyado la espalda en el respaldo de la butaca y tenía los brazos cruzados, con las dos manos por fuera, acariciándose, abrigándose, abrazándose.
-No sé dónde está Borja -dijo, con la voz achicada, con los ojos brillantes, con la expresión de quien suplica que se le crea, conmovedora-. No sé dónde está Javier. No sé nada. Te lo juro.
Pirko no sabía dónde estaba Antonio. No hemos tenido amor, me dijo, no se habían acostado, ella había llegado un poco más tarde de lo habitual, porque el grupo de turistas finlandeses que le había tocado esos días se había puesto muy pesado con el reparto de las habitaciones del hotel, y Antonio ya se iba, que lo sentía mucho, que no hubiese llegado tan tarde, que le esperaba una amiga con las bragas en la mano, que ella se podía quedar allí, en el cuarto, si quería, que él no tenía ni idea de cuándo iba a volver, si es que volvía a dormir aquella noche. Había dejado de llorar y los ojos los tenía aplacados, limpios, casi risueños. No quería volver sola al hotel, sus turistas tenían la noche libre y a ella no le gustaba quedarse sola. No tenía hambre. Yo ya había cenado. No quería salir a cenar. Frotó despacio, con mucha suavidad, sus pezones contra el dorso de mis manos. Primero uno, como si no se diera cuenta. Después el otro. Yo traté de retirar las manos. Ella me las sujetó, como si temiera hundirse. Yo respiraba como si alguien estuviera apretándome los pulmones. Sabía que se me estaban poniendo los ojos brillantes, se me estaba secando la boca, se me estaba acelerando el ritmo del corazón. Sólo del corazón. Siempre me habían gustado las chicas desamparadas, las chicas cuando se ponían tristes. Pero estaba asustado. Y conmovido. Ella lo sabía. Ella era un desastre cuando se quedaba sola. Vi en sus ojos que estaba a punto de empezar de nuevo a llorar. Yo no podía ver así a aquella muchacha. Rubia, grande, dolida, necesitada. ¿Te gusta?, me preguntaba Antonio. Follatela, es una fiera. Antonio era guapo, muy moreno, fibroso, con una polla tremenda, pero a mí no me gustaba. Ellos follaban toda la noche, a medio metro de mi cama. Él resoplaba como un poderoso corredor de fondo, ella gemía como una leona feliz. Yo metía la cabeza bajo la almohada, intentaba dormirme. Por la mañana, ella se levantaba muy temprano, muy enérgica, desnuda, se asomaba en cueros vivos, hiciera frío o calor, al balcón que daba a la calle Desengaño a comprobar cómo había amanecido, salía desnuda y ágil al pasillo y se encerraba en el cuarto de baño común, y entonces Antonio se levantaba de un salto, desnudo, empalmado, apoteósicamente empalmado, daba unos saltitos apoteósicos por mi cuarto, mientras yo no me esforzaba ya lo más mínimo por hacerme el dormido, y él salía en busca de ella, se encerraba con ella en el cuarto de baño y, si Pirko no tenía trabajo, y a veces aunque lo tuviera, eran capaces de estarse allí hasta las tantas, para desesperación del resto de los huéspedes de aquel piso del hostal, que teníamos que arreglarnos con el otro baño que había al fondo del pasillo. Y ahora ella estaba allí, vestida, abandonada, muy triste, sola, conmigo. Me soltó las manos y yo las dejé dóciles, inmóviles sobre su regazo. Ella subió sus manos y las mantuvo cruzadas a la altura del pecho, como si rezase. Separó un poco las piernas. Yo no sabía qué hacer con las manos. Como si no tuviera manos.
-Perdona, por favor, perdona -le rogué a Pilar-, no quería angustiarte, es lo último que quiero. Por favor, vamos a hablar de otra cosa. O me voy, si lo prefieres.
-Por favor, no te vayas -dijo ella, y respiró hondo, tratando de reponerse. Sonrió-. Ya sabes que soy un desastre cuando me quedo sola.
Alargué las dos manos hacia ella.
-A ver, dame las manos. ¿Estás mejor?
Ella se separó del respaldo de la butaca, cogió mis manos y las juntó. Los dos teníamos las manos muy frías. Parecía de pronto una niña pequeña a la que hay que alentar para que haga algo que le da miedo hacer. Siempre me han gustado las mujeres que me conmueven. Ella estaba aguantando las lágrimas. Siempre me han gustado las mujeres cuando me conmueven. «Encanto», me susurró Mae West, «para ser Barbara Stanwyck en
Walk on the Wild Side,
donde ella interpretó a la primera lesbiana declarada de la historia del cine, te falta nariz.» Las mujeres que me conmueven, las mujeres cuando me conmueven, siempre han hecho que se me acelere el corazón. Sólo el corazón.
-Vamos a tomarnos el café -dijo Pilar-, se nos va a quedar frío.
Yo no quería soltarle las manos.
-Hacemos otro. O mejor, nos vamos a alguna parte a tomarlo.
-¿A otra parte? ¿Por qué? ¿Me tienes miedo? -ella volvía a jugar un poco con un coqueteo que parecía más bien una medicina, pero eso estaba bien.
-Claro que no. Nos vamos a tomar café a cualquier sitio, sin soltarnos de la mano.
-Por Dios, ¿qué diría Marita?
-Diría que tu marido buscará venganza -dije imprudentemente.
Pilar quiso liberar sus manos y esta vez no me resistí. Se sirvió café. Mi frase no le había alterado. O había decidido hablar de lo que yo me empeñaba en hablar, aunque le irritase o le doliese.
-Borja sólo me dijo que tenía que irse, que necesitaba dinero, que me lo devolvería. Estaba muy nervioso, ¿te acuerdas? Le di lo que había en casa, casi mil euros, y me pidió también la tarjeta de crédito. Traté de hacerle entender que yo podía necesitarla en un momento dado tanto como él. Se fue enfadado, sin mucho equipaje, y me prometió de mala gana llamarme para que estuviese tranquila. No lo ha hecho. Casi mejor así, mis teléfonos seguro que están intervenidos. ¿Tú sabes algo?
-Claro que no, Pilar, ¿por qué iba yo a saber algo? Me temo que no acabas de creer que yo sea quien digo que soy. ¿Ha vuelto a hablar contigo Investigaciones Hernando? Creo que la otra noche estaba dentro de su coche aparcado, con todas las luces apagadas, delante de tu casa. Yo había estado un rato antes en el mirador sobre la playa que hay frente a la rotonda de la calle Lubricán, y me parece que me vio allí, dio la vuelta a la rotonda y me iluminó con los faros del coche. Estoy seguro de que era él.
-No he vuelto a verle -lo dijo con tanta dureza que pensé que me mentía, y ella lo adivinó-. Te juro que no he vuelto a verle. Está claro que tú sí que no acabas de creerte que yo sólo sé lo que te digo que sé.
Tenía que decírselo.
-Alguien también dijo, después del funeral de Gonzalo Aresu, que pronto habrá novedades sobre la desaparición de tu marido.
Se irguió un poco, se quedó rígida, me miró como si allí estuviera la prueba de que no soy quien digo que soy.
-Parece que Paco Luna va dejándolo caer por ahí -le expliqué.
Volvió a perder de pronto tensión corporal, hundió de nuevo un poco los hombros. Cruzó las manos, las apoyó sobre el regazo y dejó la vista perdida en algún lugar indefinido, por encima de la mesa de café.
-Dame otra vez las manos -le pedí. Seguía teniéndolas heladas.
Los dedos de Pirko también estaban muy fríos, pero sabían desabrocharme los botones de la camisa. No habíamos encendido la lámpara de la mesita de noche y la habitación se estaba desdibujando entera, salvo Pirko, ella seguía allí, muy cerca, exacta, con los dedos fríos, pero desprendiendo un olor cálido y envolvente por las mejillas, por los labios, por el cuello, por el escote, por los pechos pequeños y los pezones erizados, por la cintura pegada a mi cintura -tenía el torso un poco inclinado hacia atrás, para desabrochar los botones y poder rozarme el pecho con aquellos dedos fríos y tranquilos-, con la pelvis y los muslos pegados a mi pelvis y mis muslos. Nos habíamos puesto de pie y sabía que mis manos también tenían que hacer algo, pero ella llevaba una especie de jersey de cuello en pico, sin nada debajo, y no se me ocurría la manera de quitárselo sin romper la cercanía, sin alejarla un poco de mí, sin alejarme un poco de ella. Pirko se dio cuenta inmediatamente, porque yo no acertaba a seguir, después de subirle el jersey hasta las costillas, como si aquello se hubiera atrancado, no acertaba a meter las manos por debajo de aquel jersey intratable y acariciarle los pechos, pellizcarle con mucha suavidad los pezones, derretirla, así que ella tomó cartas en el asunto con decisión típicamente finlandesa, se apartó apenas de mí con precisión nórdica, se sacó el jersey por la cabeza con energía y coordinación de lanzadora de jabalina escandinava, y me dio a entender que lo más práctico era que los dos nos desnudásemos cada uno por su cuenta.
-Estoy asustada, Felipe -dijo Pilar-. No hay nada peor que no saber.
-Pronto se resolverá todo, estoy seguro -antes de que ella se pusiera de nuevo en guardia, añadí-: Y no porque yo sepa más de lo que te digo, ni porque Paco Luna sea vidente, sino porque ya es tiempo de que se resuelva. Ya han pasado tres meses, ¿no?, yo siempre he estado convencido de que estos casos que parecen muy misteriosos, pero que en el fondo son necesariamente sencillos, porque no hay datos que lleven a pensar que haya enormes intereses o grandes pasiones mezclados en el asunto, llevan su tiempo, sí, pero acaban resolviéndose casi por pura inercia. Ya lo verás.
-Me dolerá -quizás fuera eso, estaba más asustada por lo que adivinaba que iba a sufrir, que porque se sintiera realmente en peligro-. Sea lo que sea lo que se descubra, me hará mucho daño, lo pasaré muy mal.
No podía soportar ver a aquella mujer así. Me levanté, fui hasta su butaca, me arrodillé a su lado -mi rodilla izquierda crujió un poco, aquel soldado con navaja me la había jugado para toda la vida-, le cogí de nuevo las manos.
-Cabe incluso pensar que al final no sea nada que te hiera, Pilar, o que te humille -había conseguido que ella empezara a tener las manos templadas-. Puede que él te necesite más que nunca, y tienes que estar bien, animosa, tranquila para poder acompañarle, darle ánimos, sacarlo adelante, si es necesario. Tendrás que ser fuerte, y si consigues ayudarle todo lo que le haga falta, te sentirás orgullosa de ti.
Sonrió.
-Gracias -dijo-. Me has estado ayudando mucho. Más de lo que te crees.
Liberó una de sus manos y me acarició la mejilla. Fue una caricia sosegada, contenida, muy dulce. Tal vez así acaricien -pensé- las amantes jóvenes a sus amantes mayores. Yo levanté el hombro y presioné un poco más su mano contra mi cara.
-Desde aquí se ve perfectamente tu cuarto de estar -prosiguió-. Te he estado espiando, lo sabes, ¿verdad? Desde el primer momento he sabido que lo sabías. Los dos hemos sabido que nos espiábamos el uno al otro. A mí me ha hecho mucho bien, aunque sólo sea por lo mucho que me ha distraído.
-
The Woman in the Window
-dije.
-¿Cómo?
-
La mujer del cuadro
es el título en español -le aclaré-. Tendrías que verla, es una de esas películas antiguas que tanto te relajan. De todas maneras, no estoy diciendo que seas tan mujer fatal como Joan Bennett.
-No soy en absoluto una mujer fatal.
-Ni yo estoy todavía como Edward G. Robinson, espero. Además, no creas, no te veía tan bien desde mi casa. Ni veía demasiado bien esta habitación.
Miré a mi alrededor. Era una estancia amplia, sobria, con muebles claros y de diseño actual, apenas decorada, tal como la había vislumbrado la primera vez, cuando vine a solucionar el entuerto del supermercado, tal como la había imaginado con mi vista emborronada por aquella miopía que había aumentado en los últimos meses, que tenía que revisar en cuanto llegase a Madrid. Pilar había retirado la mano de mi cara y se acariciaba los labios, como si extrañase algo en aquella boca no muy grande, no muy carnosa, bien dibujada.
-Hacemos una pareja perfecta -dije. Ella se rió. «Felipe, cielo», dijo Mae West, «Audrey Hepburn y Shirley MacLaine en
La calumnia
quedaban, como lesbianas, mucho más verosímiles.»
Pirko era un palmo más alta que yo, sus hombros eran un palmo más anchos que los míos, su espalda era más ancha que la mía, su estómago era más liso y más firme, sus muslos, más musculosos. Era grande y fuerte, quizás demasiado rubia, pero sólo de pelo y de cara, de cuello para abajo su piel conservaba un bronceado suave, su pubis raspaba un poco, como si se lo hubiera afeitado tres o cuatro días atrás, sus nalgas eran altas y casi redondas, más altas y más redondas que las mías, sólo sus pechos eran pequeños, infantiles. Yo había visto mil veces aquel cuerpo hermoso y grande desnudo, pero nunca lo había visto así, tan cerca, tan expeditivo. Yo no sabía por dónde empezar. Ella hizo que me desplomara sobre mi cama y quedó encima de mí, y besaba como Dios, acariciaba como Dios, lamía como Dios, y mi corazón me golpeaba el pecho como el galope de un caballo salvaje, pero sólo mi corazón. Ella se puso de lado, me puso de lado, me dijo que le dejase a ella, en aquel momento a ella no le importaba nada mi corazón, le importaba lo fundamental, pero lo fundamental no se ponía de mi parte, estaba desganado, y ella trataba de animarlo, trataba de guiarme, déjame a mí, ahora tú, y yo no acertaba ni a la de tres, apuntaba fatal, demasiado bajo, demasiado alto, por ahí se va al ombligo, susurró ella, ritmo, me decía yo, es cuestión de ritmo, pero no daba con el ritmo, demasiado deprisa, demasiado despacio, no te distraigas, tranquilo, es la primera vez, dije con un hilo de voz, mi amor, no empujes, como sigas empujando nos vamos a caer de la cama, pero a mí me parecía imprescindible empujar, qué menos, qué calor, qué sudores, qué bien besaba Pirko, qué bien acariciaba Pirko, qué bien lamía Pirko, y entonces sonó el picaporte de la puerta, nos metimos a toda prisa debajo de la sábana, y Antonio entró en la habitación.