Maestra en el arte de la muerte (16 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Seis años. Asustada de todo, seis años junto a un padre brutal, y una muerte horrorosa, pensaba Adelia. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué haré?».

También ella bajó las escaleras.

—¿Puedo llevarme a Ulf? Quizá me sea de utilidad ver los lugares donde desapareció cada niño. Y quisiera examinar los huesos del pequeño Peter.

—No os dirán mucho, chica. Las monjas los hirvieron.

—Lo sé. —Era el procedimiento habitual con un posible santo—. Pero los huesos saben hablar.

Peter era el
primus inter pares
de los niños asesinados, el primero en desaparecer y el primero en morir. De lo que podía inferirse, su muerte no era similar a las otras dos, pues presumiblemente había ocurrido en Cambridge. Además era la única muerte relacionada con la crucifixión, y salvo que se probara lo contrario, ella y Simón habrían fracasado en la misión de exonerar a los judíos, sin importar cuántos asesinos hubiera en las colinas de cal. Así se lo explicaba a Gyltha.

—Tal vez sea posible persuadir a los padres de Peter para que hablen conmigo. Seguramente vieron el cuerpo antes de que lo recibieran las monjas.

—¿Walter y su esposa? Ellos vieron las uñas de sus pequeñas manos y la corona de espinas en su cabecita. No dirán nada nuevo, perderían un montón de dinero.

—¿Ganan dinero con su hijo muerto? Gyltha señaló con la mano río arriba.

—Si llegas hasta su casa en Trumpington podrás ver a la gente clamando por entrar allí para respirar el mismo aire que respiraba el pequeño Peter y tocar su camisa, aunque no podrán, porque cuando murió usaba la única que tenía, y a Walter y Ethy sentados en la puerta, cobrándoles un penique a cada uno.

—Qué vergonzoso.

Gyltha colgó un caldero sobre el fuego y volvió a mirar a Adelia.

—Aparentemente, nunca habéis pasado necesidades, señora.

Aquel súbito tratamiento de «señora» no era un buen augurio; la complicidad que habían logrado esa mañana disminuía. Adelia reconoció que no.

—Imaginad que tenéis seis niños a los que alimentar, además del que murió, y que a cambio de la casa donde vivís, aparte de labrar vuestras tierras, tenéis que arar y cosechar los campos del convento cuatro días a la semana. Por no mencionar que Agnes está obligada a hacer la maldita limpieza. Tal vez no aprobéis su conducta, pero no es vergonzoso tratar de sobrevivir.

Al cabo de un rato, Adelia rompió el silencio.

—Entonces iré a Santa Radegunda y pediré que me permitan ver los huesos que tienen en su relicario.

—Bah.

—Al menos, echaré un vistazo al lugar —repuso Adelia—. ¿Me guiará Ulf hasta allí?

Lo haría, aunque no de buen grado. También el perro, que parecía fruncir el ceño tan horriblemente como el chico. Tal vez con esos acompañantes —o a pesar de ellos—, Adelia podría mezclarse entre la gente de Cambridge.

—Mezclarme entre la gente —le explicó enfáticamente a Mansur cuando él se aprestó a acompañarla—. No podéis venir. Sería más fácil pasar desapercibida junto a un grupo de acróbatas.

Mansur protestó, pero Adelia le explicó que era pleno día, que habría gente por todas partes, que llevaba su daga y un perro apestoso cuyo hedor mantendría alejado a cualquier asaltante. De todos modos, la doctora pensó que a él no le resultaría desagradable quedarse junto a Gyltha en la cocina. Y partió.

Detrás de un huerto, una superficie elevada bordeaba un campo comunal que llegaba hasta el río, dividido en franjas cultivadas. Hombres y mujeres roturaban la tierra para la siembra de verano. Uno o dos se tocaron la frente como saludo. Más lejos, la brisa combaba la ropa tendida.

El Cam hacía de límite. Al otro lado del río había un territorio con suaves ondulaciones, zonas con árboles, otras cubiertas de hierba, una mansión que en la distancia parecía de juguete. Detrás de Adelia, la ciudad, con sus bulliciosos muelles en la ribera derecha, parecía disfrutar de un espectáculo incesante.

—¿Dónde está Trumpington? —preguntó a Ulf.

—Trumpington —gruñó el chico al perro.

Doblaron a la izquierda. La posición del sol de la tarde indicaba que iban hacia el sur. Vieron pasar botes; mujeres y hombres se impulsaban con pértigas rumbo a sus tareas; el río era su calle. Algunos saludaban a Ulf; el chico les respondía inclinando la cabeza y le hacía comentarios al perro sobre ellos: «Swaney va a cobrar sus rentas, viejo mugriento; Gammer White con la ropa lavada para los Cheny; la hermana
Gordi
va a llevar provisiones a las eremitas, mira cómo se esfuerza; la vieja Moggy terminó temprano en el mercado».

Avanzaban por un paso elevado para evitar que las botas de Adelia, los pies desnudos del chico y las patas de
Salvaguarda
se hundieran en los prados donde las vacas pastaban entre la hierba crecida, flores amarillas, sauces y alisos. Sus pezuñas sonaban como ventosas.

Adelia jamás había visto tanto verde y tanta variedad de tonalidades. Ni tantos pájaros. Ni vacas tan gordas. Los pastos de Salerno eran secos, sólo aptos para las cabras.

El chico se detuvo y señaló, a lo lejos, un grupo de tejados de junco y la torre de una iglesia.

—Trumpington —le dijo al perro. Adelia asintió.

—¿Dónde está el árbol de Santa Radegunda?

El chico puso los ojos en blanco. Recitó: «Santa Rada», y volvió al sendero por el que habían llegado.

Cruzaron el río por un puente para caminantes que bordeaba la ribera izquierda del Cam hacia el norte, con
Salvaguarda
siguiéndoles lenta y pesadamente los pasos. A cada rato, el chico le presentaba sus quejas al perro. Adelia comprendió que estaba molesto con Gyltha por haber cambiado de ocupación. Como recadero en el negocio de las anguilas, solía recibir propinas de los clientes, una fuente de dinero de la que ahora carecía.

Decidió ignorarlo.

El pitido de un cuerno de caza les llegó desde las colinas del oeste.
Salvaguarda
y Ulf alzaron sus poco agraciadas cabezas y se detuvieron.

—Lobo —le informó Ulf al perro.

El eco se extinguió y continuaron su camino.

Desde esa orilla se vislumbraba a la perfección la ciudad de Cambridge. Recortados contra un cielo inigualablemente puro, sus techos desiguales —entre los que sobresalían las torres de las iglesias— se veían más imponentes, e incluso más bellos.

A lo lejos se divisaba el gran puente, un arco enorme y sólido, abarrotado de gente. Más allá, donde el río formaba un profundo lago, a los pies de la colina del castillo —casi una montaña en esa planicie—, los barcos se amontonaban en los diques, y desde esa perspectiva parecían definitivamente enredados. Grúas de madera descendían y se elevaban como garzas. Se oían gritos e instrucciones en distintos idiomas. Las embarcaciones eran tan variadas como las lenguas: largos botes de carga, barcas tiradas por caballos, barcas impulsadas con pértiga, canoas, buques como arcas, e incluso, para sorpresa de Adelia, un
dhow,
una típica embarcación árabe. Podían verse hombres con trenzas rubias, cubiertos con pieles de animales que les daban aspecto de osos, que bailaban saltando entre las barcas para entretener a los trabajadores de los muelles.

El bullicio y el ajetreo acentuaban la quietud de la ribera por la que la doctora caminaba junto al chico y el perro. Oyó que Ulf le anunciaba al animal que estaban cerca del árbol de Santa Radegunda.

Así lo dedujo Adelia, pues había sido rodeado por una cerca y fuera había un puesto con una pila de ramas. Dos monjas las cortaban en ramas más pequeñas, haciendo un hatillo con cada una y vendiéndolas a los buscadores de reliquias.

De modo que ése era el lugar donde el pequeño Peter había recogido sus ramas para la Pascua y, en consecuencia, era también el lugar donde Chaim, el judío, había sido ahorcado.

El árbol estaba fuera del terreno del convento, delimitado por un muro que, siguiendo el curso del río, llegaba hasta las puertas de un cobertizo donde se guardaban los botes y hasta a un pequeño embarcadero, mientras que por el oeste se internaba en el bosque y no era posible ver dónde terminaba.

Más allá de las puertas abiertas, otras monjas trajinaban en medio de una multitud de peregrinos, como abejas vestidas de negro y blanco que guiaban a los recolectores de miel hacia su colmena. Adelia atravesó el arco de la entrada. Una monja sentada frente a una mesa en el patio soleado advertía a un hombre y a una mujer que estaban delante de ella: —La visita a la tumba del pequeño Peter cuesta un penique. O una docena de huevos. Estamos escasos de ellos. Las gallinas no están poniendo.

—¿Un frasco de miel? —propuso la mujer. La monja hizo un gesto reprobatorio, pero les permitió pasar. Adelia contribuyó con dos peniques, porque la monja estaba preparada para impedir la entrada de
Salvaguarda
y Ulf se negaba a pasar sin el perro. Las monedas tintinearon en un cuenco prácticamente lleno. La anterior discusión había detenido la fila de gente que se alineaba detrás de ella, y una de las monjas encargadas de la vigilancia se disgustó por la demora y estuvo a punto de empujarla para que atravesara el pórtico.

Era el primer convento que Adelia visitaba en Inglaterra y no pudo evitar compararlo con San Jorge, el mayor de los tres conventos de religiosas de Salerno y el más familiar para ella. Sabía que la comparación era injusta. San Jorge era un edificio fastuoso de mármol, mosaicos y puertas de bronce abiertas a unos jardines donde las fuentes refrescaban el ambiente; un lugar —la madre Ambrosia siempre lo decía— para alimentar de belleza a las almas que llegan hasta allí ávidas de ella.

Si las almas de Cambridge esperaban que Santa Radegunda les proporcionara esa clase de sustento, se irían hambrientas. La dote de aquel hogar femenino había sido escasa, lo que sugería que los generosos de Inglaterra no apreciaban a las mujeres que consagraban su vida a Dios. En realidad, había una agradable sencillez en las líneas del conjunto de edificios rectangulares de piedra anexos al convento, aunque ninguno de ellos era más grande ni estaba más ornamentado que el granero de San Jorge. La belleza brillaba por su ausencia. También la caridad. Las monjas de Santa Radegunda estaban más ocupadas en vender que en dar.

Innumerables puestos se sucedían a lo largo del sendero que conducía a la iglesia exhibiendo talismanes, insignias, estandartes, placas, símbolos del pequeño Peter, ampollas que contenían la sangre del llamado a ser santo, que, si en verdad era sangre humana, estaba tan aguada que apenas tenía un tinte rosado.

En el ambiente se percibía la ansiedad por comprar. «¿Cuál es bueno para la gota? ¿Para la diarrea? ¿Para la fertilidad? ¿Puede éste curar los temblores de una vaca?».

Santa Radegunda no esperaría los años que al Vaticano le llevaría confirmar la santidad de su mártir. Tampoco lo había hecho Canterbury, donde la industria en torno al mártir Tomás Becket era mucho mayor y más organizada.

Aleccionada por los juicios de Gyltha acerca de la necesidad, Adelia no se atrevió a culpar abiertamente al convento por ese comercio, pese a despreciar la vulgaridad con que se realizaba. Roger de Acton estaba allí, yendo y viniendo a lo largo de la fila de peregrinos, blandiendo una ampolla mientras alentaba a la multitud a comprarla. «Quien se lave con la sangre contenida en esta pequeña ampolla no necesitará lavarse nunca más». Por la agria vaharada que dejaba a su paso se hubiera colegido que predicaba con el ejemplo.

Ese hombre había animado el viaje desde Canterbury, como un mono enajenado, con sus continuos gritos. Su sombrero de orejeras era demasiado grande para él, y su sayo verde y negro estaba cubierto de salpicaduras de barro y comida.

En una peregrinación integrada en su mayoría por personas educadas, el hombre parecía un idiota. Pero allí, en medio de seres desesperados, su voz cascada sonaba perentoria. Roger de Acton decía «comprad» y sus oyentes compraban.

Suponiendo que Dios dotara a sus elegidos de una sagrada demencia, Acton inspiraba el respeto de uno de esos hombres esqueléticos que dicen incongruencias en las cuevas de Oriente o un estilita balanceándose en su columna. ¿Acaso no seguían los santos una vida de privaciones? ¿No llevaba el cadáver del mártir Tomás Becket un cilicio lleno de piojos? La suciedad, la exaltación y la habilidad para citar la Biblia eran a menudo sus señas de santidad.

Roger de Acton pertenecía al tipo de personas que Adelia tenía por peligrosas. Las que denunciaban a excéntricas ancianas como brujas, las que llevaban a las adúlteras a comparecer ante un tribunal o las que alzaban sus voces incitando a la violencia contra otras razas u otras creencias. La pregunta era: ¿cuan peligroso podía ser?

«¿Habéis sido vos?», se preguntó Adelia. «¿Habéis merodeado por Wandlebury Ring? ¿Verdaderamente os bañáis en la sangre de los niños?».

Sin embargo, no podía preguntárselo directamente a él, no hasta que tuviera una buena razón. Entretanto, sus cualidades lo convertían en un buen candidato.

Pasó junto a ella sin reconocerla; y tampoco lo hizo la priora Joan, con la que se cruzó cuando se dirigía a la entrada. Vestía ropa de montar y llevaba un halcón en la muñeca. En su camino, alentaba a los clientes con un
tally ho,
como el cazador que ha avistado a un zorro.

Adelia había creído por la actitud segura e intimidatoria de la priora que el convento que dirigía sería un probado modelo de organización. En cambio, la negligencia era evidente. Alrededor de la iglesia crecía la maleza, en su techo faltaban tejas. Los hábitos de las monjas estaban remendados, el lino blanco de debajo de los tocados negros se veía especialmente sucio y sus modales eran bastos.

Arrastrando los pies en la fila para entrar en la iglesia, se preguntó cuál sería el destino del dinero que la orden ganaba gracias al pequeño Peter. Saltaba a la vista que no se utilizaba para glorificar a Dios. Tampoco para proporcionar comodidades a los peregrinos: nadie asistía a los enfermos, no había bancos para los inválidos que esperaban, ni lugares a resguardo del calor. Si alguien solicitaba alojamiento para pasar la noche le remitían a una lista con las posadas de la ciudad que se exhibía en la puerta de la iglesia.

Pero a los suplicantes que arrastraban los pies junto a ella no parecía importarles. Una mujer con muletas se jactaba de haber visitado las glorias de Canterbury, Winchester, Walsingham, Bury St Edmunds y St Albans mientras mostraba sus insignias a quienes la rodeaban, pero toleraba el descuido del lugar.

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