Maestra en el arte de la muerte (20 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—¿Con qué motivo se celebran las sesiones jurídicas? —preguntó Adelia.

Habían pasado debajo de un arco y seguían a sir Rowley por la escalera helicoidal de la torre. Las pisadas de
Salvaguarda
se oían detrás de ellos.

—En realidad son juicios a cargo de los jueces ambulantes del rey. Un día del juicio casi tan terrible como el juicio divino para aquellos que están bajo su autoridad. Se juzga la cerveza y se castiga a quien le agrega agua. Se juzga el pan y se castiga a quienes no lo pesan honestamente. Se juzga la culpabilidad o inocencia de los prisioneros que están en la cárcel. Se decide a quiénes liberar. Declaraciones de tierras, propiedades, pleitos, su justificación... la lista es extensísima. Es necesario que se constituyan los jurados. No ocurre todos los años, pero cuando ocurre... ¡Madre de Dios, ayúdanos, a fe mía que esta escalera es empinada! Sir Rowley jadeaba. Por las saeteras abiertas entraban rayos de sol que iluminaban los minúsculos rellanos, cada uno con su puerta en forma de arco.

—Deberíais tratar de perder peso —le aconsejó Adelia, que tenía delante el trasero del recaudador mientras subía la escalera.

—Soy un hombre musculoso, señora.

—Gordo —afirmó la doctora y aminoró el paso mientras el hombre doblaba la curva que tenía delante; de ese modo pudo susurrarle a Simón, que estaba detrás—: Se quedará para escuchar lo que digamos.

Simón soltó la balaustrada y abrió los brazos.

—Él ya sabe por qué estamos aquí. Él sabe... Señor, está subiendo con vos estas escaleras y sabe quién sois. ¿Cuál es la diferencia?

La diferencia era que el hombre podía sacar conclusiones de lo que dijeran a los judíos, mientras que ella no daría nada por cierto hasta tener pruebas contundentes. Además, no confiaba en sir Rowley.

—¿Y si él fuera el asesino?

—Entonces, ya lo sabe. —Simón cerró los ojos y buscó a tientas el pasamano. Sir Rowley los esperaba al final de la escalera, muy ofendido.

—¿Me creéis gordo, señora? Debo deciros que cuando Nur al Din supo que estaba en camino, levantó su campamento y se perdió en el desierto.

—¿Habéis ido a las cruzadas?

—Los Santos Lugares serían obras inconclusas sin mi participación.

El recaudador los dejó en una pequeña sala circular donde la única comodidad eran unos bancos y una mesa iluminados por dos ventanas sin cristales, prometiendo que el señor Gabirol los atendería en unos minutos y que les enviaría a su escudero con bebidas.

Simón paseaba de un lado a otro y Mansur se quedó de pie, como era habitual. Adelia se acercó a las ventanas —una miraba al este, la otra al oeste— para estudiar el panorama desde cada una de ellas.

Hacia el oeste, entre las colinas, podían verse techos con almenas en los cuales flameaba un estandarte. A pesar de que en la distancia era una miniatura, el feudo que sir Gervase había recibido del priorato era más grande de lo esperado para un caballero. Si el que sir Joscelin había recibido de las monjas —en el sureste, más allá de lo que se alcanzaba a ver desde allí— era igualmente grande, aparentemente ambos caballeros habían salido favorecidos con sus cruzadas.

Llegaron dos hombres. Yehuda Gabirol era joven. Sus negros aladares, rizados como tirabuzones, enmarcaban unas mejillas hundidas, con un matiz de palidez latina.

Le acompañaba un anciano que parecía haberse fatigado al subir la escalera. Casi sin aliento, aferrado al marco de la puerta, se presentó ante Simón.

—Benjamín ben Rav Moshe. Si vos sois Simón de Nápoles, he conocido a vuestro padre. El viejo Eli todavía vive, ¿verdad? El saludo de Simón fue seco, algo poco habitual en él. Del mismo modo presentó a Adelia y a Mansur: tan sólo dijo sus nombres, sin explicar el motivo de su presencia.

El anciano saludó inclinando la cabeza; aún resollaba.

—¿Sois vosotros los que ocupáis mi casa?

Aparentemente, Simón no estaba interesado en responder.

—Somos nosotros. Espero que no os moleste —intervino Adelia.

—¿Cómo podría molestarme? —preguntó tristemente el viejo Benjamín—. ¿Está en buenas condiciones?

—Sí, supongo que al estar ocupada se conservará en mejor estado.

—¿Os gustaron las ventanas del salón?

—Muy bonitas y originales. Simón se dirigió al joven.

—Yehuda Gabirol, justo antes de Pascua, el año pasado, contrajisteis matrimonio con la hija de Chaim ben Eliezer, aquí, en Cambridge.

—La causa de todos mis problemas —reconoció melancólicamente Yehuda.

—El joven viajó desde España para casarse —explicó Benjamín—. Yo arreglé el casamiento. Sigo pensando que fue una buena elección. Si el resultado fue desafortunado, ¿es culpa del casamentero?

Simón continuó ignorándolo. Tenía los ojos puestos en Yehuda.

—Un niño de esta ciudad desapareció ese día. Tal vez el señor Gabirol pueda arrojar luz sobre lo que ocurrió.

Adelia nunca había visto esa faceta de Simón. Estaba disgustado.

Los dos hombres prorrumpieron a hablar en yidis. La aguda voz del joven era más audible que la de Benjamín, de tono más grave.

—¿Debería saberlo? ¿Acaso soy el guardián de los niños ingleses? Simón le dio una bofetada.

Un gavilán se apoyó en el alféizar de la ventana, pero partió enseguida, perturbado por la vibración: el sonido de la bofetada retumbó entre las paredes de la sala.

En la mejilla de Yehuda se veían las marcas de los dedos.

Mansur se adelantó previendo un contraataque, pero el joven estaba encogido de miedo y se había cubierto la cara con las manos.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer?

Adelia permaneció impasible junto a la ventana mientras los tres judíos recuperaban la compostura suficiente para arrastrar tres bancos hasta el centro de la habitación y tomar asiento.

«Hasta para esto tienen un ritual», pensó la doctora.

Benjamín era el que más hablaba; el joven Yehuda se balanceaba y lloraba.

Había sido una buena boda, recordó Benjamín, una alianza entre el dinero y la cultura, entre la hija de un hombre rico y este joven erudito español de excelente cuna al que Chaim pretendía como yerno, y quien le otorgaría una cuantiosa dote...

—Continuad. —Era un bello día, a principios del verano. El palio nupcial de la sinagoga estaba adornado con prímulas. Yo mismo rompí la copa
[9]
.

—Continuad con el relato.

—Después de la ceremonia fuimos a casa de Chaim, donde se había organizado un banquete que, en virtud de la prosperidad del dueño de la casa, puede durar hasta una semana. Flautas, tambores, violines, címbalos, mesas repletas de manjares, copas de vino que se llenaban una y otra vez, la consagración de la novia, vestida de seda blanca, discursos, todo estaba preparado en el jardín, junto al río, porque la casa no era suficientemente grande para albergar a todos los invitados, algunos de los cuales habían viajado más de mil millas para llegar hasta allí. —Luego Benjamín admitió—: Tal vez, en alguna medida, Chaim estuviera ostentando su riqueza ante la gente de la ciudad.

Así era, pensó Adelia sin poder evitarlo. Presumía ante los burgueses de que, pese a no invitarle a sus casas, no tenían inconveniente en pedir dinero en préstamo.

—Adelante —instó Simón sin remordimientos. En ese momento Mansur alzó una mano y se acercó de puntillas a la puerta.

—¡Él! —exclamó Adelia, tensa. El recaudador de impuestos estaba escuchando. Mansur abrió la puerta con tal fuerza que arrancó la mitad de los goznes. No era sir Rowley quien estaba arrodillado en el umbral, con la oreja a la altura del ojo de la cerradura. Era su escudero. En el suelo, a su lado, había una bandeja con un botellón y varias copas.

Con gran agilidad Mansur recogió la bandeja y de un puntapié hizo rodar escaleras abajo al hombre que escuchaba a escondidas. El escudero, un jovenzuelo, llegó hasta un rellano donde quedó doblado, con los pies por encima de la cabeza.

—¡Ay, ay...! —se le oyó quejarse.

Pero cuando Mansur hizo ademán de seguirlo y patearlo otra vez, el joven se puso de pie tambaleando y siguió bajando.

Adelia se asombró de que los tres judíos sentados en los bancos prestaran tan poca atención al incidente, como si se tratara de otro pájaro posado en el alféizar.

«¿Es el gordinflón sir Rowley el asesino? ¿Por qué le inquietan los asesinatos de esos niños?».

Para ciertas personas la muerte era algo excitante; Adelia lo sabía porque había tenido oportunidad de conocerlas. Cuando trabajó con cadáveres en la cámara de piedra de la escuela no faltaron quienes pretendían llegar hasta allí recurriendo al soborno. Gordinus se había visto obligado a apostar un centinela en su granja de la muerte para impedir el paso de hombres, e incluso de mujeres, deseosos de echar un vistazo a los cadáveres putrefactos de los cerdos.

Durante el examen que había realizado en la celda de Santa Berta la doctora no había detectado esa peculiar forma de lascivia en sir Rowley. Simplemente parecía consternado.

Pero había enviado a esa criatura —Pipin era el nombre del escudero— para escuchar a escondidas, lo que sugería que el recaudador quería estar al tanto de las investigaciones que realizaban ella y Simón, tal vez por curiosidad —en cuyo caso, ¿por qué no preguntarles directamente a ellos?— o por temor de que esas investigaciones condujeran hasta él.

¿Qué clase de hombre era?

No el que parecía. Era la única respuesta. Adelia volvió a prestar atención a los tres hombres sentados en círculo.

Simón todavía no había autorizado a Mansur a servir lo que había en la bandeja. Estaba presionando a los dos judíos para que siguieran contando lo que había ocurrido durante la boda de la hija de Chaim.

—Era casi de noche. Los invitados se habían retirado al interior de la casa para bailar, pero los faroles del jardín permanecían encendidos. Y posiblemente los hombres estuvieran un poco borrachos —añadió Benjamín.

—¿Vais a contarnos lo que ocurrió? Simón jamás había mostrado tanta ira.

—Eso hago. Entonces, la novia y su madre, dos mujeres tan unidas como uña y carne, salieron a tomar el aire y conversar. —Benjamín hablaba cada vez más lentamente, reticente a decir lo que venía a continuación.

—Había un cuerpo. —Todos miraron a Yehuda. Se habían olvidado de él—. En medio del jardín, como si alguien lo hubiera arrojado desde el río, desde un bote. Las mujeres lo vieron, un farol lo alumbraba.

—¿Un niño?

—Tal vez. —Si Yehuda lo había visto aturdido por el vino, sólo habría vislumbrado una silueta—. Chaim lo vio. Las mujeres gritaron.

—¿Lo visteis, Benjamín? —intervino por primera vez Adelia. Benjamín la miró, pasó por alto su pregunta y se dirigió a Simón.

—Yo era el casamentero —contestó a modo de respuesta.

El que había arreglado esa gran boda en la que habían abundado los brindis.

¿Era posible que no hubiera visto nada?

—¿Qué hizo Chaim?

—Apagó todos los faroles —repuso Yehuda.

Adelia vio que Simón asentía, como si le pareciera razonable. Si una persona descubría un cadáver en su jardín, en primer lugar apagaría los faroles para que los vecinos o la gente que pasara por allí no lo vieran.

Una reacción sorprendente, se dijo Adelia, pero ella no era judía. A ellos les habían endilgado la calumnia: en Pascua los judíos sacrifican niños cristianos. Era como una sombra adicional, cosida a los talones, que siempre los perseguía.

—La leyenda es una herramienta —le había dicho su padre adoptivo— utilizada en contra de todos los que temieron y odiaron la religión por aquellos que les temen y odian. En el siglo
I
d.C, en el Imperio Romano, los acusados de usar la sangre y la carne de los niños para sus rituales fueron los primeros cristianos.

Luego, durante muchos siglos, se creyó que los devoradores de niños eran los judíos. La creencia estaba tan profundamente arraigada en la mitología cristiana, y los judíos la habían padecido tan a menudo, que la respuesta automática ante el descubrimiento del cuerpo de un niño cristiano en el jardín de un judío fue el ocultamiento.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —gritó Benjamín—. Decídmelo, ¿qué debíamos haber hecho? Los judíos más poderosos de Inglaterra estaban con nosotros esa noche. El rabino David había venido de París; el rabino Meir de Alemania, ambos son grandes conocedores de la Biblia. Sholem de Chester había traído a su familia.

¿Podíamos permitir que esos señores fueran despedazados? Necesitábamos tiempo hasta que se marcharan.

De modo que mientras esos importantes invitados montaban en sus caballos y se dispersaban en la noche, Chaim envolvió el cuerpo en una sábana y lo llevó al sótano.

Cómo y por qué había aparecido el cuerpo en el jardín y quién lo había atacado eran asuntos que difícilmente consideraron los judíos de Cambridge. Su preocupación era librarse de él.

No era porque carecieran de humanidad —se dijo Adelia—, pero cada uno de ellos sentía tan cercana la posibilidad de ser asesinado, junto a toda su familia, que cualquier otra preocupación estaba más allá de sus posibilidades.

Y se libraron torpemente del problema.

—Estaba amaneciendo —siguió Benjamín— y no habíamos tomado ninguna decisión. El vino y el miedo nos impedían pensar. Chaim fue quien decidió por todos nosotros, por sus vecinos. Dios lo tenga en su gloria. «Váyanse a sus casas y ocúpense de sus cosas como si nada hubiera sucedido. Yo me encargaré de esto; mi yerno y yo», dijo. —Benjamín se quitó la
kipá
y se pasó los dedos por la calva como si todavía tuviera pelo—. Jehová, perdónanos. Así lo hicimos.

—¿Y qué hicieron Chaim y su yerno?

Simón estaba inclinado hacia Yehuda, que nuevamente ocultaba su rostro entre las manos.

—Ya era de día, no era posible sacarlo a escondidas de la casa sin que alguien lo viera. Hubo un silencio.

—Quizá —interrumpió Simón— Chaim recordó que había un conducto en su sótano. —Yehuda lo miró—. ¿Qué era? —preguntó Simón casi con indiferencia—.

¿Una cloaca? ¿Una vía de escape?

—Un albañal —admitió vacilante Yehuda—. Por el sótano pasa un arroyo. Simón asintió.

—Ya veo, un albañal en el sótano. ¿Es grande? ¿Llega hasta el río? —preguntó, echando un rápido vistazo a Adelia, que asintió en conformidad—. ¿Acaso da debajo del pilote donde se amarran las barcas de Chaim?

—¿Cómo lo sabéis?

—Por lo tanto —alegó Simón, todavía suavemente—, lanzasteis el cuerpo a través del desagüe.

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