Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
Pero eso quedaría para más tarde. Habiendo hecho lo posible para que la condición de sus pacientes no empeorara, Adelia orientó su energía a salvar sus vidas.
El prior Geoffrey acudió a salvar sus almas. Un gesto que le honraba, considerando la enemistad existente entre él y la priora. Y que además demostraba su valentía, habida cuenta de que el sacerdote que habitualmente oía en confesión a las religiosas se había negado a asistirlas, enviando una carta con una absolución general para cualquier pecado que pudiera surgir.
Llovía. El agua surgía a chorros de las gárgolas, desde el techo del corredor del claustro hacia el jardín descubierto del centro. La priora Joan recibió al prior y se lo agradeció con rígida cortesía. Adelia llevó su capa mojada a la cocina para que se secara.
Cuando regresó, el prior Geoffrey estaba solo.
—Pobre mujer. Cree que trato de robarle los huesos del pequeño Peter aprovechándome de su situación.
—¿Estáis bien, prior? —preguntó Adelia, contenta de verlo.
—Muy bien —repuso, guiñándole un ojo—. Por ahora todo funciona correctamente.
Estaba más delgado, su aspecto era más saludable. Eso la tranquilizó y también la misión que había traído al prior al convento.
—Los pecados parecen ser insignificantes, salvo para ellas —explicó la doctora, refiriéndose a las monjas. En los momentos más terribles, cuando se creían al borde de la muerte, había escuchado las razones por las cuales la mayoría de sus pacientes se sentían merecedoras del pavoroso fuego del infierno—. La hermana Walburga se había comido un trozo del embutido que llevaba a las anacoretas, pero a juzgar por su aflicción se diría que la mujer era una combinación de jinete del Apocalipsis y meretriz de Babilonia.
De hecho, Adelia ya había desestimado las acusaciones del hermano Gilbert en relación con la conducta de las monjas. Un médico conocía muchos secretos de un paciente gravemente enfermo y ella había descubierto que esas mujeres podían ser chapuceras, indisciplinadas, en su mayoría iletradas —defectos que ella adjudicaba a la negligencia de su priora—, pero no inmorales.
—Se reconciliará a través de Cristo —dijo solemnemente el prior Geoffrey.
Cuando terminó de confesar a las monjas de la planta baja, ya había oscurecido. Adelia lo esperaba delante de la celda de la hermana Verónica, al final de la fila, para iluminarle el camino hacia las celdas superiores.
—He dado a la hermana Odilia la extremaunción —anunció el religioso.
—Prior, aún tengo esperanzas de salvarla.
El religioso le dio una palmada en el hombro. —No lo creo, salvo que pudierais realizar milagros, hija. —El prior miró hacia la celda que acababa de abandonar—. Temo por la hermana Verónica.
—Yo también.
La joven monja estaba más enferma de lo esperado.
—La confesión no ha aliviado a esa niña del sentimiento de haber pecado — manifestó el prior Geoffrey—. Ésa es, posiblemente, la cruz que cargan las almas puras como la suya. Temen demasiado a Dios. Para Verónica, la sangre de nuestro Señor todavía está húmeda.
Adelia acompañó al prior mientras subía, quejoso, los peldaños, resbaladizos a causa de la lluvia. Entonces regresó hasta la celda de Odilia. La enfermera llevaba días tendida en la cama. Con sus manos nudosas, teñidas de turba, se esforzaba por apartar las sábanas. Adelia volvió a cubrirla, secó el óleo que le resbalaba por la frente y trató de que comiera un poco de la gelatina de ternera de Gyltha. La anciana apretó los labios.
—Os fortalecerá —rogó Adelia. No era una buena señal. El alma de Odilia quería liberarse de su cuerpo vano y exhausto. Sentía que dejarla era una deserción, pero Gyltha y las Matildas, contra su voluntad, se habían marchado y sólo quedaban ella y la priora para alimentar a las religiosas.
Walburga —a quien Ulf llamaba la hermana
Gordi,
pero que ya no lo era tanto— dijo: —Dios me ha perdonado. Alabado sea el Señor.
—Sabía que lo haría. Ahora, abrid la boca.
Pero después de unas cucharadas, la monja volvió a demostrar preocupación.
—¿Quién alimentará a nuestras anacoretas? Es un pecado comer si ellas pasan hambre.
—Hablaré con el prior Geoffrey. Abrid la boca. Una por el Padre, muy bien, otra por el Espíritu Santo...
La hermana Agatha, que ocupaba la celda contigua, tuvo otra recaída después de comer tres cucharadas.
—No os preocupéis —aseguró, secándose la boca—. Me sentiré mejor mañana.
¿Cómo están las demás? Decidme la verdad.
Adelia sentía simpatía por Agatha, la monja que había tenido el valor suficiente —¿o la suficiente embriaguez?— para provocar al hermano Gilbert en la fiesta de Grantchester.
—La mayoría están mejor—respondió Adelia. Aunque luego, al advertir la mirada socarrona de Agatha, agregó—: Pero la hermana Odilia y la hermana Verónica no están tan bien como desearía.
—Oh, no, Odilia —exclamó Agatha con apremio—. Es un alma noble. María, Madre de Dios, intercede por ella.
¿Y Verónica? ¿No pedía que intercediera por ella? La omisión era extraña. Lo mismo había sucedido con sus otras compañeras. Sólo Walburga, que tenía casi su misma edad, se había interesado por ella.
Tal vez la belleza y la juventud de Verónica les provocaran celos, así como el hecho de que fuera, obviamente, la favorita de la priora. En efecto, era la favorita. El dolor que Adelia había visto en el rostro de Joan cuando presenciaba el sufrimiento de Verónica hablaba de su gran amor por ella. La doctora se había convertido en una persona sensible a todas las expresiones de amor y sentía sincera compasión por la priora. Se preguntaba si la energía que dedicaba a la caza era una manera de desviar esa pasión, dado que —por ser una monja, y además la superiora— la culpa debía desgarrarla.
¿La hermana Verónica sabía que era objeto de deseo? Probablemente no. Como dijera el prior Geoffrey, la sutileza de esa joven sugería una vida espiritual que no poseía el resto de la congregación.
Sin embargo, las otras monjas debían de saberlo. La joven no se quejaba, pero los moretones visibles en su piel indicaban que había recibido castigos corporales.
El prior había terminado su recorrido por las celdas. Adelia le pidió que se lavara las manos con brandy. El procedimiento le desconcertó.
—Habitualmente el interior de mi cuerpo se beneficia de él. No obstante, acataré cualquier cosa que vos ordenéis.
La doctora le alumbró el camino hacia la puerta, donde un mozo de cuadra lo esperaba junto a los dos caballos.
—Un sitio siniestro —comentó, demorando su partida—. Tal vez se deba a su arquitectura o a los monjes bárbaros que lo construyeron, pero siempre que estoy aquí siento la presencia del maligno en lugar de santidad. Y esta vez no me refiero a la priora Joan. Y la disposición de esas celdas... —El prior hizo una mueca de asco—. Me resisto a dejaros aquí, con tan poca asistencia.
—Tengo a Gyltha y a las Matildas —contestó Adelia—. Y a
Salvaguarda,
por supuesto.
—¿Gyltha está con vos? ¿Cómo es que no la he visto? Entonces, no debo preocuparme. Esa mujer puede disipar las fuerzas de la oscuridad con una sola mano.
El prior le dio su bendición. El mozo de cuadra cogió de sus manos la caja con los sagrados óleos, la colocó en la bolsa de su montura, ayudó, no sin esfuerzo, al religioso a subir al caballo y ambos partieron.
Había dejado de llover, pero las nubes ocultaban la luna, en aquel momento llena. Durante unos minutos Adelia se quedó escuchando el sonido de los cascos mientras se disipaban en la oscuridad. No le había contado que Gyltha no se quedaba en el convento por la noche, y que precisamente por las noches tenía miedo.
—Siniestro —repitió en voz alta—. Incluso el prior lo percibe.
Luego regresó al claustro, pero dejó abierto el portón. Nada había fuera que la asustara más que el convento mismo. No había aire, mucho menos luz divina, no había ventanas ni siquiera en la capilla, sólo saeteras abiertas en las toscas paredes de piedra, prueba de que habían sido construidas para resistir la barbarie.
Pero la barbarie había entrado. En la cripta de la capilla, horrorosamente antigua y estrecha, se habían esculpido escenas en las que dragones y lobos se atacaban mutuamente en medio de figuras humanas. Las volutas del altar rodeaban una silueta con los brazos en alto, Lázaro tal vez, aunque a la luz de las velas adquiría una apariencia demoníaca. El decorativo follaje que rodeaba los arcos de las celdas imitaba un tupido bosque; la hiedra se enredaba en los contrafuertes.
Por la noche, sentada junto al catre de una monja, Adelia, que no creía en el demonio, se descubrió tratando de percibir su presencia. Oyó el grito de un búho a modo de respuesta. Para la doctora, y para el prior Geoffrey, los veinte enormes agujeros —diez abajo, diez arriba— donde estaban confinadas las monjas acentuaban la barbarie.
La llamaron desde otra celda. Recorrió valerosamente los peldaños oscuros y siniestros y la estrecha cornisa que conducía hasta allí.
Durante el día, cuando Gyltha y las Matildas regresaban, trayendo con ellas el bullicio y el sentido común, se permitía descansar una o dos horas en los aposentos de la priora, pero incluso entonces el oprobio de esas dos filas de celdas —semejantes a tumbas de trogloditas— se infiltraba en sus sueños. Esa noche, mientras caminaba por el claustro para examinar cómo estaba la hermana Verónica, la luz de su farol iluminó las horribles cabezas que coronaban los capiteles de las columnas. Le parecieron seres animados que le hacían muecas. Se sintió feliz de tener a
Salvaguarda
a su lado.
Verónica se sacudía en su catre, disculpándose con Dios por no haber muerto.
—Perdonadme, Señor, por no estar con vos. Mis pecados no deben provocar vuestra ira porque iría hacia vos si pudiera...
—Qué tontería —rechazó Adelia—. Dios está absolutamente conforme con vos y desea que estéis viva. Abrid la boca, tengo un poco de deliciosa gelatina de pierna de cordero.
Pero Verónica, como Odilia, no comió. Finalmente Adelia le dio media pastilla de opio y se quedó junto a ella hasta que surtió efecto. Su celda era la más sencilla. El único ornamento era una cruz, como los crucifijos que todas las monjas tenían en la pared, urdida con mimbre.
En algún lugar de los pantanos resonó el canto de un avetoro. Fuera, el agua goteaba sobre la piedra con exasperante regularidad. Oyó que la hermana Agatha vomitaba en su celda, un poco más adelante, y fue hacia allá.
Para vaciar la bacinilla era necesario salir del claustro. Una nube que se desplazaba permitió que el resplandor de la luna alumbrara su regreso. Adelia vio la figura de un hombre junto a uno de los pilares del corredor.
Cerró los ojos.
Luego volvió a abrirlos y siguió adelante.
Era una ilusión, producto de las sombras y el brillo de la lluvia. Allí no había hombre alguno. Puso la mano en la columna y se recostó sobre ella un instante, respirando agitadamente. La silueta que había distinguido tenía cuernos.
Salvaguarda
no parecía haberlo detectado, pero rara vez distinguía algo.
«Estoy agotada», se dijo.
Desde la celda de Odilia se oyó el grito agudo de la priora Joan. Después de rezar sus oraciones, Adelia y la priora envolvieron el cuerpo de la enfermera en una sábana y lo llevaron a la capilla. Lo depositaron en un improvisado catafalco, fabricado con dos mesas cubiertas por un lienzo, y encendieron velas que colocaron en la cabecera y a los pies.
La priora comenzó a cantar un réquiem. Adelia regresó a las celdas para quedarse junto a Agatha. Todas las monjas estaban dormidas, lo que agradeció. No se enterarían de la muerte de su compañera hasta que fuera de día y para entonces estarían en mejores condiciones. ¿Llegaría alguna vez la mañana a ese horrible lugar?
«Un sitio siniestro», había dicho el prior.
El eco lejano de la firme voz de contralto que llegaba desde la capilla no sonaba como un réquiem cristiano, sino como el lamento por un guerrero caído. ¿Había sido la muerte de Odilia o algún elemento presente en la piedra lo que había invocado a la figura con cuernos en el claustro?
Fatiga, volvió a decirse Adelia. Estaba cansada.
Pero la imagen perduraba y para librarse de ella apeló a su imaginación. La reemplazó por otra, más voluminosa, divertida, infinitamente más amada: Rowley apareció allí para reemplazar el horror. Con la reconfortante presencia de ese custodio, Adelia se durmió.
La hermana Agatha murió la noche siguiente.
«Sencillamente su corazón parece haber dejado de latir», fueron las palabras de Adelia en un mensaje que envió al prior Geoffrey. «Estaba mejorando. No lo esperaba».
Y la doctora había llorado por eso.
Con un poco de descanso y la comida de Gyltha, las demás monjas se recuperaron con rapidez.
Verónica y Walburga, las más jóvenes, estuvieron levantadas y atareadas antes de lo que Adelia habría deseado, aunque era difícil resistirse a su entusiasmo.
No obstante, no era sensato que insistieran en cumplir con su deber de aprovisionar a las olvidadas anacoretas, especialmente porque para llevarles suficiente cantidad de alimentos y turba eran necesarios dos botes, y cada monja debía impulsar el suyo.
Adelia apeló a la priora Joan para que les prohibiera hacer esfuerzos. Aún estaba agotada, y lo hizo sin tacto.
—Todavía son mis pacientes. No puedo permitirlo.
—Todavía son mis monjas. Y las anacoretas, mi responsabilidad. Cada cierto tiempo, la hermana Verónica, especialmente, necesita la libertad y la soledad que encuentra entre ellas. Siempre que lo ha solicitado, se lo he concedido.
—El prior Geoffrey me prometió que abastecería a las anacoretas.
—Prefiero no opinar sobre las promesas del prior Geoffrey.
No era la primera vez, ni la segunda ni la tercera que Joan y Adelia se enfrentaban. La priora, consciente de que sus múltiples ausencias habían llevado al convento y a sus monjas al borde de la ruina, trataba involuntariamente de conservar su autoridad oponiéndose a Adelia. Habían discutido acerca de
Salvaguarda.
La priora decía que apestaba, lo cual era cierto, pero no más que los lugares donde vivían las monjas. Habían discutido acerca de la administración del opio; la priora había decidido adoptar el criterio de la Iglesia.
—Dios nos envía el dolor, sólo Dios puede librarnos de él.