Maestra en el arte de la muerte (43 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Adelia vomitó.

Cuando la criatura retrocedió para evitar el borbotón, la cornamenta se balanceó, dejando a la vista las cuerdas con las que se sostenía en la cabeza, que no estaban tan apretadas como para evitar que se tambaleara. «Qué vulgar». El desprecio y la furia la invadieron. Tenía mejores cosas que hacer que estar allí, amenazada por un embaucador disfrazado con un traje de manufactura casera.

—Apestáis como mierda de perro —le espetó—, no me asustáis. —Con semejantes artimañas difícilmente podía hacerlo.

Su actitud le desconcertó. Los ojos enmascarados cambiaron de expresión, sus labios sisearon. Adelia vio que su pene decaía. Pero con una mano buscaba a tientas detrás de él. Encontró el cuerpo de la hermana Verónica. Tanteando hacia arriba llegó hasta el cuello de su hábito y lo rasgó hasta la cintura. La monja gritó.

Sin dejar de mirar a Adelia, exhibió fugazmente su arrogancia. Luego se dio la vuelta y le mordió el pecho a Verónica. Cuando giró para ver la reacción de Adelia, su pene estaba nuevamente erecto.

Comenzó a insultarlo. El lenguaje era su única arma arrojadiza.

—Fanfarrón de mierda, chapucero, embaucador inmundo, ¿hay algo que seáis capaz de hacer bien? ¿Hacer daño a mujeres y niños cuando están atados? ¿No sabéis excitaros de otra forma? Tanta mascarada para tan poco hombre, sólo un engreído niño de teta.

De dónde había surgido ese vocabulario era algo que Adelia no sabía ni le importaba saber. Iban a matarla, pero no moriría degradada, como Verónica. Moriría insultando.

Dios Todopoderoso, había dado en el blanco. La criatura había perdido la erección otra vez. Siseaba y, mientras seguía mirando a Adelia, desgarró el hábito de la monja hasta la entrepierna.

Adelia apeló a todos los idiomas: árabe, hebreo, latín y el inglés de Anglia Oriental que hablaba Gyltha. Obscenidades de ignotos bajos fondos acudieron en su ayuda. Lo tildó de bestia informe, mocoso, lameculos, lascivo, comemierda, pedorrero, farsante maloliente,
homo insanus.
Mientras le gritaba miraba su pene, que le indicaba quién estaba ganando la batalla. Adelia sabía que el acto de matar le provocaría la eyaculación, pero para estar en condiciones de eyacular la bestia necesitaba percibir el miedo de su víctima. Algunas criaturas —su padre adoptivo se lo había dicho—, los reptiles, por ejemplo, arrastraban a los humanos bajo el agua donde permanecían hasta que su carne se ablandaba lo suficiente para comerla con placer. Para la criatura que tenía delante, era el terror lo que las volvía más tiernas.

—Sois un... cocodrilo —le gritó. El temor nutría a Rakshasa. Era su fuente de excitación, la sopa que lo alimentaba. Si se lo negaba, y si Dios así lo quería, no podría matar.

Siguió gritándole: era un asqueroso, un onanista, un cerdo con cerebro de gusano y pito ridículo; las plantas de frambuesa tenían bolas más grandes.

No tenía tiempo siquiera para sorprenderse de sí misma. Tenía que sobrevivir. Provocarlo. Mantener la sangre hirviendo en sus propias venas y enfriar la de Rakshasa. Con cada palabra sacudía los aros de metal que le rodeaban las muñecas, mientras el perno de la pared iba cediendo.

En el vientre de Verónica había sangre. Su terror era tan desmedido que yacía inerme ante el abuso de esa criatura, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca con el rictus de una calavera.

Adelia seguía vilipendiándole. Sin embargo, fue el propio Rakshasa quien, arrancando de la pared los grilletes de la monja, la golpeó en la boca y la llevó del pescuezo hacia el pequeño túnel, donde la hizo caer de rodillas. De un tirón quitó la reja y señaló hacia el interior.

—Traedlo —ordenó.

Los insultos de Adelia empezaron a sonar entrecortados. Iba a traer al niño a ese lugar infecto para mancillarlo.

Verónica, de rodillas, miraba a su torturador, aparentemente desconcertada. Rakshasa le dio una patada en el trasero y le señaló el agujero del túnel, pero seguía mirando a Adelia.

—Traed al chico.

La monja reptó dentro del túnel. A medida que avanzaba, el sonido de los grilletes se iba apagando.

Adelia suplicó en silencio. «Dios Todopoderoso, llévame contigo, esto es más de lo que puedo soportar».

Rakshasa había levantado el cuerpo de
Salvaguarda.
Lo arrojó sobre el yunque, con las patas hacia arriba. Sin apartar la vista de Adelia, alcanzó el puñal de piedra y verificó que estaba bien afilado cortando el dorso de su muñeca. Luego levantó el brazo para mostrarle la sangre.

«Si necesita mi terror», pensó Adelia, «ya lo tiene».

La cornamenta se tambaleó cuando, por primera vez, dejó de mirar a Adelia y bajó la vista. Alzó el cuchillo...

Adelia cerró los ojos. No estaba dispuesta a contemplar el ceremonial. Prefería que le cortara los párpados, de ese modo no podría verlo.

Pero tuvo que oír cómo el cuchillo entraba en la carne, el sonido de la succión de los líquidos, los huesos que se astillaban. Una y otra vez.

Ya no insultaba, no desafiaba. Sus manos estaban quietas. Si existía el infierno, pensaba Adelia, esa criatura tendría uno propio. Los ruidos cesaron. Oyó sus pasos, que se acercaban, olió su hedor.

—Mirad.

Adelia meneó la cabeza y sintió un golpe en el brazo izquierdo que le hizo abrir los ojos. La criatura la había atacado con su arma para lograr obediencia. Era un ser nimio.

—Mirad.

—No.

Ambos lo oyeron. Había movimiento en el túnel. Bajo la máscara de venado asomó la dentadura de Rakshasa, que miraba hacia la boca del pasadizo por donde Ulf salía tropezando. Adelia también volvió la cabeza.

«Que Dios lo proteja».

El chico era pequeño, puro, demasiado real, demasiado normal para ese escenario monstruoso que la criatura había preparado para él. Ulf miraba de soslayo. Adelia sintió vergüenza de que la viera allí. Ulf estaba completamente vestido, pero tambaleante y no del todo consciente.

Tenía las manos atadas por delante y manchas alrededor de la boca y la nariz. Láudano. Se lo habían acercado al rostro para que no alborotara. Los ojos del niño se abrieron desmesuradamente al recorrer el inmundo caos que había sobre el yunque.

—No tengáis miedo, Ulf —le gritó Adelia. No era una sugerencia, sino una orden. No debía alimentar a la bestia demostrando su temor.

—No tengo miedo —susurró el chico, tratando de concentrarse.

Adelia recuperó el coraje y la valentía y la ferocidad. Ningún dolor podía detenerla. Rakshasa se dirigía hacia Ulf. Sacudió rabiosa las manos y el perno cedió. Con el mismo impulso bajó los brazos para que la cadena que unía los grilletes llegara al cuello de Rakshasa y así estrangularlo. Pero no alcanzó la altura necesaria y la cadena cayó sobre la cornamenta. Adelia se colgó de él y comenzó a balancearse. La cornamenta se ladeó y se desplazó hacia atrás. Las cuerdas que la sostenían se tensaron bajo la nariz de Rakshasa y sobre sus ojos. Por un momento permaneció ciego, desorientado. Su pie resbaló al pisar restos de intestinos y se cayó. Adelia se desplomó con él.

Se oyeron gruñidos, de uno y otro. Adelia se colgó de la bestia, no podía hacer otra cosa. Los dos estaban sujetos a la cornamenta. Ella, de la cadena, y él, de las cuerdas. Sus cuerpos enredados. Rakshasa se retorcía, debajo de ella, que intentaba presionar con sus rodillas el brazo que sostenía el puñal. Torpemente, trató de zafarse de ella para poder atacarla. Pero Adelia luchó con todas sus fuerzas, resistiendo. Mientras se debatía con la bestia, gritaba al chico.

—Ulf, marchaos de aquí. La escalerilla. Debéis salir de aquí.

Él quiso erguirse, pero volvió a resbalar y nuevamente se encontraron en el suelo. El cuchillo se le cayó de la mano. Arrastrando a Adelia consigo, intentó recuperarlo y embistió contra Ulf y Verónica tratando de incluirlos en la refriega. Enmarañados, los cuatro rodaron por el suelo.

Adelia creyó percibir ruido en algún lugar, un sonido desconocido. No le dio importancia. Estaba ciega y sorda. Sus manos habían encontrado la cornamenta y trataban torpemente de girarla para que una punta atravesara el cráneo de Rakshasa. Aquel sonido no significaba nada, aunque fuera su propia agonía. Debía mover las astas, clavarlas en su cerebro. No dejarse vencer. Ni dejarle escapar. Debía matarlo.

Las cuerdas se soltaron y la cornamenta quedó en sus manos. El rostro que ocultaba se deslizó, alejándose, y se agazapó dispuesto a saltar.

Durante un segundo estuvieron enfrentados, mirándose con furor y jadeando. El ruido ya era claramente audible, provenía de la superficie, era una combinación de sonidos familiares, tan ajenos a esa situación que Adelia no les prestó atención.

Sin embargo, a la bestia sí pareció afectarle. La expresión de sus ojos cambió; la tensa dicha de la muerte los abandonó dejando paso al desánimo. La criatura aún era una bestia que mostraba los dientes, pero estaba alerta, oliendo, meditando. Tenía miedo.

Bendito sea Dios, pensó Adelia, temiendo equivocarse. Era maravilloso, el sonido de un cuerno y el ladrido de unos perros.

La cacería venía a buscar a Rakshasa. Un rictus tan bestial como el de aquella criatura se dibujó en los labios de Adelia.

—Ahora, os toca morir a vos. Un grito bajó por el túnel.

—Holaaaa.

Maravilloso. Era la voz de Rowley. Y eran los enormes pies de Rowley los que bajaban por la escalerilla.

Los ojos de la criatura buscaban frenéticamente, por todas partes, su cuchillo.

Adelia lo vio primero.

—No —gritó Adelia y cayó sobre el arma, cubriéndola—. No la tendréis. Rowley, espada en mano, se acercaba al pie de la escala. Los cuerpos de Ulf y Verónica entorpecieron su avance.

Desde el suelo, Adelia atrapó el talón de Rakshasa, pero sus dedos resbalaron en la mugre. Rowley lanzaba puntapiés para apartar a la monja y al chico de su camino. Adelia vislumbró las piernas y el trasero de Rakshasa, que huía hacia el túnel más grande. Rowley corrió tras él, tropezando con el escudo. Le oyó blasfemar y luego le perdió de vista.

La doctora se sentó y miró hacia arriba. Los aullidos de los perros se oían con nitidez. Sus hocicos y dientes se asomaron a la boca del túnel. La escalerilla se movió. Alguien se disponía a bajar.

Le dolía todo el cuerpo, le habría gustado desmayarse, pero aún no podía permitírselo. La lucha no había terminado. El puñal no estaba allí. Tampoco Verónica ni el chico.

Rowley salió corriendo del túnel. De un puntapié apartó el escudo de su camino y lo arrojó contra el yunque. Luego cogió una de las antorchas y volvió a desaparecer por donde había venido.

Se quedó a oscuras, la otra antorcha tampoco estaba en su lugar. Un destello de luz le permitió observar una nube de polvo de cal y el extremo de un hábito negro que desaparecían por el mismo túnel del que había salido Ulf. Adelia lo siguió reptando. No. No podía suceder. Ya los habían rescatado. No podía volver a perderlo.

El túnel era apenas un agujero, una excavación incompleta. La antorcha de Verónica iluminaba una sucesión de piedras brillantes e irregulares que se asemejaban a un friso. Cuando el túnel cambió de dirección siguiendo la veta, dejó de ver la llama. Estaba en la oscuridad total, como un ciego. Pero continuó.

No. No podía permitirlo. No ahora que los habían rescatado. Se arrastró sobre un costado. La herida que Rakshasa le había infligido debilitaba su brazo izquierdo. Estaba cansada, muy cansada. Cansada de tener miedo. Pero no había tiempo para el cansancio. No en ese momento. Los nódulos de cal se desmenuzaban debido a la presión de su mano derecha. Tenía que recuperar al chico. Tenía que salvarlo.

Los encontró en una minúscula cámara, acurrucados como un par de conejos. La hermana Verónica sostenía en alto la antorcha. Con el otro brazo rodeaba a Ulf — mustio y con los ojos cerrados—, al tiempo que la mano aferraba el puñal. Los hermosos ojos de la monja estaban pensativos. Podía razonar, aunque de la comisura de sus labios caía un hilo de baba.

—Debemos protegerlo. La bestia no se llevará esta presa.

—No lo hará —dijo suavemente Adelia—. Ha escapado, hermana. Lo atraparán. Dadme el puñal.

Junto a un poste de hierro fijado al suelo colgaban algunos trapos, de los que salía una correa y un collar, como los de un perro, si bien del tamaño del cuello de un niño. Estaban en el depósito de Rakshasa.

El resplandor de la antorcha teñía de rojo las paredes circulares y dibujaba figuras temblorosas. Adelia no se atrevía a apartar la vista de la monja, algo que en otras circunstancias jamás hubiera hecho; en aquel útero obsceno, los embriones no habían esperado para nacer sino para morir.

—Si alguien ofende a estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler —declaró Verónica.

—Sí, hermana —asintió Adelia—. Así será. Luego reptó hasta ella y le quitó el puñal.

Entre las dos arrastraron a Ulf por el estrecho túnel. Cuando salieron vieron a Hugh, el cazador. Confundido, observaba el lugar con un farol en la mano. Rowley salió del otro túnel entre exabruptos, estaba fuera de sí.

—Lo perdí. Hay docenas de malditos túneles y mi maldita antorcha se apagó. El bastardo conoce el camino, yo no. —Rowley se dirigía a Adelia como si estuviera furioso con ella. De hecho, estaba furioso con ella—. Tiene que haber otro túnel en algún lugar. —Luego se le ocurrió preguntar—: Mujer, ¿os ha hecho daño? ¿Cómo está el niño?

Rowley les instó a subir por la escalerilla. Él, con Ulf al hombro, los seguía.

Para Adelia, la ascensión se hizo interminable. Cada avance significaba vencer el dolor y la debilidad. Habría vuelto a caer en el pozo si Hugh no hubiera estado detrás para sostenerla. La puñalada del brazo le ardía y temía que pudiera estar contaminada. Sería tan ridículo morir ahí. Le pondría brandy, o musgo, eso podría servir. No debía morir, no después de haber vencido.

«Hemos vencido, Simón», se dijo cuando respiró el aire puro. Trepó por el último peldaño y miró hacia abajo, donde estaba Rowley.

—Ahora sabrán que no lo hicieron los judíos.

—Lo sabrán —corroboró el recaudador.

Verónica subía aferrada a Rowley, llorando y farfullando. Adelia logró esforzadamente poner pie en tierra. Los perros la olieron y movieron la cola contentos, con la satisfacción del deber cumplido. Hugh los llamó y se apartaron. Rowley salió del túnel.

—Vos se lo diréis. Les diréis que los judíos no lo hicieron. Dos caballos pastaban cerca de ellos.

Other books

Hope For Garbage by Tully, Alex
Wrong City by Morgan Richter
Dark Road to Darjeeling by Deanna Raybourn
Extreme Vinyl Café by Stuart Mclean
Crónica de una muerte anunciada by Gabriel García Márquez
Lost to You by A. L. Jackson