Maestra en el arte de la muerte (47 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Se llamó a Hugh, el cazador, que esperaba en el refectorio con sus garantes, los hombres que —de acuerdo con el sistema legal de Inglaterra— daban fe de su honestidad. De pie, sosteniendo el sombrero a la altura del pecho, declaró que, al mirar en el pozo, había identificado la figura desnuda de sir Joscelin de Grantchester. Había descendido, examinado el puñal de piedra, y en la cámara con forma de útero había reconocido el collar de perro sujeto a una cadena.

—Era de sir Joscelin, sus señorías. Había visto docenas de veces a su perro con ese collar, y su sello estaba grabado en el cuero.

El collar del perro fue entregado, el sello examinado.

No quedaban dudas de que sir Joscelin de Grantchester había matado a los niños. Los jueces estaban consternados.

«Joscelin de Grantchester debe ser declarado culpable de felonía y asesinato. Sus restos serán exhibidos en la plaza del mercado de Cambridge y no recibirán cristiana sepultura».

En cuanto a la hermana Verónica...

No había pruebas concluyentes en su contra porque no se permitió que Ulf diera su testimonio.

—¿Cuántos años tiene el niño, prior? No debería contar con un garante hasta que cumpla doce.

—Nueve, su señoría, pero es un niño perspicaz y honesto.

—¿Cuál es su condición?

—Es persona libre, su señoría, no un siervo. Trabaja con su abuela vendiendo anguilas.

En ese momento el hermano Gilbert intervino. Susurró arteramente algo en el oído del archidiácono, dando señales de satisfacción.

Ah, la abuela no era casada, jamás lo había sido, posiblemente fuera progenitura de hijos ilegítimos. El chico era una especie de bastardo, no tenía rango social alguno. La ley no le reconocía derechos.

Por lo tanto, Ulf, como Mansur, había sido confinado a la cocina aneja al refectorio. Gyltha le tapó la boca para que no se oyeran sus gritos y ambos escuchaban desde el otro lado de la ventanilla, a través de la cual llegaba el aroma del tocino y el caldo que iba impregnando las lujosas capas de armiño de los jueces, mientras el rabino Gotsce —también en la cocina— les traducía al inglés lo que esos señores decían en latín. Su presencia había escandalizado a la corte.

—¿Habéis traído a un judío ante nosotros, prior Geoffrey?

—Su señoría, los judíos de esta ciudad han sido groseramente calumniados. Puedo demostrar que sir Joscelin era uno de sus principales deudores y que parte de su vileza consistió en lograr que ellos fueran acusados por sus crímenes y que sus cuentas fueran quemadas.

—¿El judío tiene pruebas?

—Las cuentas fueron destruidas, su señoría, como os dije. Pero seguramente el rabino tiene autoridad para...

—La ley no le reconoce autoridad. La ley tampoco reconocía que una monja en cuyo rostro se percibía la pureza de su alma pudiera hacer aquello que Adelia alegaba.

La priora habló en su nombre.

—Como Santa Radegunda, la amada fundadora de nuestra orden, la hermana Verónica nació en Turingia. Pero su padre, un mercader, se estableció en Poitiers, donde ella fue entregada al convento cuando tenía tres años. Siendo aún una niña fue enviada a Inglaterra. Incluso a tan temprana edad era evidente su devoción por Dios y su Santa Madre, que ha conservado desde entonces. —La priora Joan había atemperado su voz; las manos callosas a causa de sostener las riendas estaban ocultas en sus mangas. Todo en ella indicaba que era la autoridad de una disciplinada congregación religiosa—. Señorías, doy fe de la modestia y la templanza de esta monja, y de su devoción al Señor. Más de una vez, mientras las demás monjas disfrutaban de sus momentos de recreo, ella ha permanecido arrodillada junto a nuestro bendito pequeño Peter de Trumpington.

Desde la cocina se oyó un chillido ahogado.

—A quien ella condujo a la muerte —concluyó Adelia.

—Dominad vuestra lengua, mujer —le advirtió el archidiácono.

La priora se giró hacia Adelia y la señaló con el dedo. Su voz resonó como un cuerno de caza.

—Juzgad por vosotros mismos, señorías. Juzgad entre eso, una víbora difamadora, y esto, un ejemplo de santidad.

Por desgracia, el vestido que Gyltha le había traído era el que Adelia había usado en la fiesta de Grantchester. El corsé era demasiado bajo y el color demasiado vivo. No resultaba favorecida en la comparación con el sobrio blanco y negro de la monja. Desafortunadamente también, en medio de su dicha por el regreso de Ulf, Gyltha había olvidado traerle un velo o un sombrero, y en consecuencia, Adelia, que había perdido el que llevaba en las profundidades de Wandlebury Ring, tenía la cabeza tan descubierta como una ramera.

Nadie, salvo el prior Geoffrey, habló en su nombre. Ni siquiera Rowley Picot, pues no estaba presente.

El archidiácono de Canterbury se puso de pie. Todavía llevaba las zapatillas que usaba al levantarse de la cama. Era un anciano diminuto, pleno de vitalidad.

—Expidámonos presto sobre este asunto para que todos podamos retornar a nuestros lechos y si descubrimos que la acusación ha sido malintencionada... —eí rostro que miró a Adelia era el de un mono malvado— los responsables serán azotados.

Uno por uno, los pilares sobre los que Adelia había construido su alegato fueron analizados y descartados.

¿La palabra de un menor, bastardo y vendedor de anguilas, contra la de una esposa de Cristo?

¿La familiaridad que la dama tenía con el río? ¿Quién, en esa ciudad rodeada de agua, no era diestro manejando un bote?

¿Láudano? ¿No estaba generalmente disponible en cualquier botica?

¿Que ocasionalmente pasara la noche fuera del convento? Bien... Por primera vez, el joven llamado Hubert Walter —que había estado concentrado en sus anotaciones— alzó la cabeza e hizo oír su voz.

—Tal vez eso necesite una explicación, señor. Es algo inusual.

—Si me permitís, señorías. —La priora Joan volvía a atacar—. Llevar provisiones a nuestras anacoretas es un acto de caridad que consume todas las energías de la hermana Verónica. Podéis ver cuan frágil es. En consecuencia, cuenta con mi permiso para pasar esas noches dedicada al descanso y la meditación en compañía de una de las eremitas antes de regresar al convento.

—Loable, en verdad.

Los ojos de los jueces se posaron, llenos de admiración, en la figura de la hermana Verónica, delgada como una vara de sauce.

Adelia se preguntaba quién sería esa eremita, y por qué no había comparecido ante esa corte para decir cuántas noches ella y la hermana Verónica habían dedicado a la meditación: ninguna, podía asegurarlo.

Pero era justificable. Precisamente por ser una anacoreta no habría llegado hasta allí. Exigir que lo hiciera sólo daría lugar a nuevas comparaciones desventajosas, esta vez, entre la estridencia de Adelia y el respetuoso silencio de Verónica.

«¿Dónde estás, Rowley? Si vamos a casarnos, no deberías haberme dejado sola. Rowley, la dejarán libre».

El desmoronamiento continuó.

¿Quién había visto cómo había muerto Simón de Nápoles? ¿La investigación no había confirmado acaso que murió ahogado, por accidente?

Las paredes del gran salón se cerraban en torno a ella. Un alguacil observaba las esposas, tratando de determinar si su tamaño era adecuado para las pequeñas muñecas de Adelia. Sobre su cabeza, las gárgolas se regodeaban; los ojos de los jueces la desollaban.

El archidiácono estaba preguntando acerca de los motivos que la habían llevado a Wandlebury Ring.

—¿Con qué intención fue hasta ese infame lugar, señorías? ¿Cómo sabía lo que ocurría allí? Podríamos suponer que ella era cómplice del demonio de Grantchester en lugar de la santa mujer a la que acusa, cuyo único crimen, aparentemente, fue seguirla sin pensar en su propia seguridad.

El prior Geoffrey abrió la boca, pero Hubert Walter, que seguía entretenido, se anticipó a sus palabras.

—Creo que debemos aceptar, señorías, que los cuatro niños murieron antes de que esta mujer llegara a Inglaterra. Al menos, debemos exculparla de esos crímenes.

El archidiácono estaba disgustado.

—No obstante, hemos probado que es una calumniadora y ella misma ha declarado que sabía de la existencia del pozo y las circunstancias relacionadas con él. Es extraño, señorías. Me resulta sospechoso.

—También a mí —intervino el obispo de Norwich, bostezando—. Condenen a la maldita mujer a ser azotada y terminemos con esto.

—¿Ése es el veredicto de todos? Ése era. Adelia gritó, no en su defensa, sino en nombre de los niños de Cambridge.

—No la dejéis ir, os lo ruego. Volverá a matar.

Los jueces no la escucharon, ni siquiera la miraron. Su atención se había vuelto hacia la persona que acababa de entrar en el refectorio, por la cocina, con un cuenco de caldo con tocino del que daba buena cuenta.

Guiñó un ojo a la asamblea.

—¿Un juicio, verdad?

Adelia esperaba que ese hombre, vestido con ropas sencillas, fuera despedido entre epítetos despectivos por donde había venido. Un par de sabuesos habían entrado con él. Sería un cazador, llegado a ese lugar por equivocación.

Pero los señores jueces permanecían de pie haciendo reverencias.

Ennrique Plantagenet, rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania, conde de Anjou, se sentó en la mesa del refectorio, dejó que sus piernas se balancearan y miró a su alrededor.

—¿Y bien?

—No es un juicio, excelencia. —El obispo de Norwich se había despertado y trinaba como una alondra—. Tan sólo un consejo, una investigación preliminar acerca de la muerte de los niños de nuestra ciudad. El asesino ha sido identificado pero esa... —dijo señalando a Adelia— esa mujer ha acusado de complicidad a esta monja de Santa Radegunda.

—Ah, sí —asintió el rey, complacido—. Pensé que el reino de lo espiritual contaba aquí con un exceso de representantes. ¿Dónde está De Luci? ¿Y De Glanville?

¿Dónde están los representantes del mundo terrenal?

—No quisimos interrumpir su descanso, excelencia.

—Muy considerado —repuso Enrique, aún complacido. Sin embargo, el obispo temblaba—. ¿Y a qué conclusiones hemos llegado?

Hubert Walter había abandonado su lugar para ubicarse junto al rey, con el pergamino en la mano. El monarca dejó el cuenco de caldo para leerlo.

—Espero que no os importe que me entrometa en este caso. Me está causando algunos problemas. Mis judíos de Cambridge han sido encarcelados en la torre del castillo por este motivo. —Luego el rey agregó, amablemente—: Y en consecuencia mis ganancias han disminuido.

La frase del soberano hizo que los jueces se revolvieran, turbados.

Mientras leía el pergamino, el rey cogió un puñado de ramas del suelo. Un tenso silencio reinó en la sala, sólo interrumpido por la lluvia que golpeaba los cristales de las altas ventanas y un perro que roía un hueso que había encontrado debajo de la mesa.

Adelia no sabía cómo se sostenía en pie. Le temblaban las piernas. Ese hombre de aspecto tan común había sembrado un terror indiscriminado en el refectorio.

El rey comenzó a murmurar, acercando el pergamino a un candelabro para leer mejor.

—El chico dice que fue secuestrado por la monja... no reconocido por la ley...

humm. —Enrique puso una de las ramas que sostenía junto al candelabro—. Espléndido caldo, prior —comentó distraídamente. —Gracias, excelencia.

—El conocimiento del río, y el uso que la monja hacía... —Otra rama fue depositada junto a la primera—. Un opiáceo... —Esta vez la rama quedó encima de las otras dos, formando una cruz—. Toda la noche en vigilia con una eremita... —El rey levantó la vista—. ¿La eremita ha sido llamada a prestar testimonio? Oh, no, lo olvidaba, esto no es un juicio.

Las piernas de Adelia se debilitaron, pero en esa ocasión debido a una esperanza, tan tenue que apenas se atrevía a alentar. Las ramas de Enrique Plantagenet, claramente entrecruzadas —como si las hubiera dispuesto para el juego que consistía en quitar una de ellas sin mover las demás— se multiplicaban con cada párrafo de las pruebas que ella había presentado en contra de Verónica.

—Simón de Nápoles, ahogado mientras estaba en posesión de las cuentas... el río otra vez... un judío, por supuesto, qué se podía esperar... —El rey meneó la cabeza ante el trato desconsiderado hacia los judíos y siguió leyendo—: Las sospechas de la mujer laica... Wan‐del‐bury Ring... sostiene que ella fue arrojada a un pozo... no vio quién... peleas... mujer laica y monja... ambas heridas... niño rescatado... caballero del lugar responsable...

El rey dejó de leer, miró la pila de ramas, luego a los jueces. El obispo de Norwich carraspeó.

—Como veréis, excelencia, todos los cargos contra la hermana Verónica carecen de sustento. Nadie puede acusarla porque...

—Salvo el niño, por supuesto —interrumpió Enrique—, pero no podemos dar ningún valor legal a sus palabras, ¿verdad? No, estoy de acuerdo, todo es circunstancial —alegó, y volvió a mirar las ramas—. Maldición, hay cantidad de circunstancias, pero... —El rey infló sus mejillas, sopló con fuerza y las ramas se desparramaron—. En consecuencia, ¿qué habéis decidido hacer con esta dama calumniadora llamada... Adele? Vuestra caligrafía es lamentable, Hubert.

—Lo siento, excelencia. Su nombre es Adelia. El archidiácono estaba cada vez más inquieto.

—Es imperdonable que ella calumnie de esa manera a una religiosa. Su actitud no puede ser ignorada.

—Ciertamente —afirmó Enrique—. Deberíamos colgarla, ¿estáis de acuerdo? El archidiácono pasó a la ofensiva.

—Esta mujer es una extranjera, no se sabe de dónde ha llegado, vino en compañía de un judío y un sarraceno. ¿Permitiremos que eleve sus calumnias contra la Santa Madre Iglesia? ¿Con qué derecho? ¿Quién la envió y por qué? ¿Para sembrar discordia? Os digo que el demonio la ha puesto entre nosotros.

—En realidad, fui yo —manifestó el rey.

Sobre la sala se abatió el silencio como una avalancha de nieve. Desde la puerta que estaba detrás de los jueces se oía chapotear a los monjes de Barnwell mientras se dirigían desde el claustro hacia la iglesia bajo la lluvia.

El rey miró por primera vez a Adelia, y una sonrisa dejó a la vista sus pequeños dientes feroces.

—No lo sabíais, ¿verdad? —Luego se dirigió a los jueces, que seguían de pie. No habían sido invitados a tomar asiento—. Veréis, señorías. Los niños estaban desapareciendo en Cambridge, y lo mismo pasaba con mis ingresos. Los judíos estaban en la torre. En las calles había tumultos. Entonces le dije a Aarón de Lincoln, lo conocéis, obispo, os ha prestado dinero para vuestra catedral: «Aarón, debemos hacer algo respecto a lo que ocurre en Cambridge. Si los judíos están masacrando niños para sus rituales, debemos llevarlos a la horca. Si no, será otro el que deba morir». Lo que me recuerda... —El rey alzó la voz—. Venid, rabino, me han dicho que esto no es un juicio. —La puerta de la cocina se abrió y el rabino Gotsce entró cautelosamente, haciendo frecuentes reverencias, que daban cuenta de su nerviosismo. El rey no le dio importancia—. Como decía, Aarón se retiró para pensar sobre el asunto, y cuando lo hubo meditado, regresó. Declaró que el hombre que necesitábamos era, sin duda, Simón de Nápoles. Otro judío, señores, un investigador de renombre. Aarón también sugirió que Simón viniera acompañado por una persona experta en el arte de la muerte. —El rey dedicó otra de sus sonrisas a los jueces—. Seguramente os preguntaréis: ¿qué es un experto en el arte de la muerte? Yo mismo me lo pregunté. ¿Un nigromante? ¿Una especie de torturador refinado? Pero no, tal parece que existen personas calificadas que pueden interpretar los cadáveres, y en este caso, podían descubrir de qué manera habían muerto los niños de Cambridge y eso podía dar indicios acerca de quién había sido el asesino. ¿Hay un poco más de este excelente caldo?

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