Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
—¿Seré redimida?
—La verdad es redención —repitió el rey, inexorable. Silencio.
—A él no le gustaba que cerraran los ojos. —Se oyó el primer chillido del lechón—. Y luego...
Adelia se tapó las orejas, pero sus manos no lograron aislarla de otro grito, más desgarrador, y luego otro. La voz de la monja se alzaba sobre ellos.
—Así, luego así, y luego...
Estaba loca. Si antes había tratado de engañar con astucia, no era más que la astucia del insano e incluso ese recurso la había abandonado. «Dios, ¿qué hay en esa mente?».
¿Carcajadas? No, era una risita nerviosa, un sonido maníaco que iba en aumento. Mientras succionaba la vida que se estaba cobrando, la voz humana de Verónica se transformaba en algo inhumano que se alzaba sobre los gritos de agonía del lechón, hasta que se convirtió en un sonido estridente que evocaba a un animal con los dientes manchados de hierba y largas orejas. El sonido quebró la serenidad de la noche.
Era un rebuzno.
Los hombres armados llevaron nuevamente a la monja hasta el refectorio y la arrojaron al suelo. La sangre del lechón que empapaba su hábito caía sobre la paja. Los jueces describieron un gran círculo para eludirla. El obispo de Norwich se sacudía distraídamente la sotana salpicada. Mansur y Rowley tenían una expresión pétrea. El rabino Gotsce estaba increíblemente pálido. La priora Joan se dejó caer en un banco y ocultó la cabeza entre las manos. Hugh se apoyó en el marco de la puerta con la mirada extraviada.
Adelia corrió hacia la hermana Walburga, que se tambaleaba y estaba a punto de caer. Le faltaba el aire. La doctora le apretó las comisuras de los labios.
—Tranquila. Respirad lentamente. Se oyó la voz del rey.
—Bien, señorías, aparentemente la hermana le prestó al demonio toda su colaboración.
En el silencio de la sala sólo se oía la respiración de la aterrorizada Walburga.
Al cabo de un rato habló uno de los obispos.
—Será juzgada por un tribunal eclesiástico, por supuesto.
—Eso significa que le concederéis los beneficios que corresponden al clero — objetó el rey.
—Todavía está entre los nuestros, excelencia.
—¿Y qué haréis con ella? La Iglesia no puede sentenciarla a muerte, no puede derramar sangre. Todo lo que vuestro tribunal puede hacer es excomulgarla y enviarla al mundo de los laicos. ¿Qué ocurrirá la próxima vez que un asesino la tiente?
—Cuidado, Plantagenet —amenazó el archidiácono—. ¿Acaso continúa vuestra disputa con el bendito Tomás? ¿Deberá morir otra vez a manos de vuestros caballeros? ¿Pondréis en duda sus palabras? «El único rey que el clero reconoce es Jesucristo, y él obedece al Rey de los Cielos. Los miembros de la Iglesia deben regirse por sus propias leyes». La excomunión es la coerción más efectiva. Esta mujer desquiciada perderá su alma.
Ésa era la voz que había resonado en una catedral cuando la sangre de su arzobispo manchó los peldaños. Y resonaba en ese momento en un refectorio provincial donde la sangre de un lechón empapaba las baldosas.
—Ella ya ha perdido su alma. ¿Deberá Inglaterra perder más niños? —se oyó decir a otra voz, la que aplicaba la lógica secular. Era lo razonable.
Pero no en ese momento. Enrique se aferró a los hombros de uno de sus hombres armados y lo sacudió. Luego hizo lo mismo con el rabino, y con Hugh.
—¿Lo veis? Esa era la disputa entre Becket y yo. Podéis juzgarlos en vuestros propios tribunales, le dije, pero entregadme a los culpables para que los castigue. He perdido, ¿lo veis? Los asesinos y los violadores andan sueltos por mi territorio porque he perdido.
El rey recorría la habitación sacudiendo y arrojando a los hombres como si fueran ratas. Hubert Walter se colgó de uno de sus brazos, suplicando, y fue arrastrado.
—Excelencia, debéis recordar, os lo ruego... El monarca se libró de él y lo miró.
—No lo toleraré, Hubert —declaró, secándose la saliva—. ¿Me habéis oído, señorías? No lo toleraré. —Más tranquilo, el rey se enfrentó a los temblorosos jueces—. Juzgadla, condenadla, quitadle su alma, pero yo no permitiré que el aliento de esa criatura corrompa mi reino. Enviadla nuevamente a Turingia, a las Indias, a donde sea. No admitiré que mueran más niños y por la salvación de mi alma os juro que si dentro de dos días ese ser sigue respirando el aire del territorio Plantagenet, declararé ante el mundo entero lo que la Iglesia ha consentido. Y vos, señora... —Era el turno de la priora Joan. El rey le tiró del tocado para levantar su cabeza, que estaba apoyada en la mesa, dejando a la vista el cabello hirsuto y gris—. Si impusierais a vuestras religiosas la mitad de la disciplina que aplicáis a vuestros sabuesos... Ella debe marcharse, ¿lo comprendéis? Debe marcharse, o de lo contrario derribaré vuestro convento, piedra por piedra, con su superiora dentro. Ahora, abandonad este lugar y llevaos a ese gusano apestoso con vos.
Fue una partida lamentable. El prior Geoffrey estaba junto a la puerta. Se le veía viejo y descompuesto. Ya no llovía, pero el aire húmedo y helado del amanecer rodeaba de espesa niebla las figuras cubiertas por capas y capuchas que montaban sus caballos, o subían en sus palanquines, volviéndolas indistinguibles. Sólo se oía el ruido de los cascos sobre los adoquines, los resoplidos de los caballos, los primeros trinos de los zorzales y el canto de un gallo desde algún gallinero lejano. Nadie hablaba. Todos parecían sonámbulos, almas en el limbo.
Todo lo contrario a la ruidosa despedida del rey: un alboroto de sabuesos y jinetes cabalgando hacia el portón rumbo a la llanura.
A Adelia le pareció ver dos figuras con velo escoltadas por hombres armados. Tal vez la silueta encorvada, con sombrero, que avanzaba pesadamente hacia el castillo era la del rabino. Sólo Mansur, Dios le bendiga, estaba junto a ella.
La doctora regresó al refectorio para consolar a Walburga. Se habían olvidado de ella. Luego esperó a Rowley Picot. Y siguió esperando. Tal vez se había marchado.
—¿Estáis mejor? —preguntó Adelia. Le preocupaba el estado de Walburga. Su pulso se había acelerado de manera alarmante después de presenciar la escena en la cocina. La monja asintió.
Ambas se movían serenamente en medio de la niebla. Mansur iba junto a ellas. Dos veces se dio la vuelta para buscar a
Salvaguarda.
Dos veces lo recordó. Al darse la vuelta por tercera vez...
—Oh, no, por Dios.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mansur.
Rakshasa caminaba detrás de ellos, oculto en la niebla. Mansur cogió su daga; luego la volvió a poner en el cinto.
—Es el otro. Quedaos aquí.
Aún con la respiración entrecortada, Adelia vio que Mansur se adelantaba para hablar con sir Gervase, que parecía un espectro. Estaba consumido y extrañamente indeciso. Él y el árabe recorrieron un trecho. Los perdió de vista, pero los oyó murmurar.
Mansur regresó sin compañía. Él y las dos mujeres siguieron caminando.
—Debemos enviarle un frasco de ungüento —indicó Mansur.
—¿Por qué? —Dado que nada de esa noche resultaba normal, Adelia sonrió—.
¿Tiene sífilis?
—Los otros médicos no han podido ayudarlo. El pobre hombre ha intentado consultarme durante estos últimos días. Dice que estuvo vigilando la casa del judío esperando mi regreso. —Lo vi. Me teme. Le daré su maldito ungüento y le pondré pimienta. Le enseñaré a no acechar en la orilla de los ríos. A él y a su sífilis.
—Haréis lo que debe hacer una doctora —la reprendió Mansur—. Es un hombre afligido, teme por lo que pueda decir su esposa. Que Alá se apiade de él.
—Debería haberle sido fiel —opinó Adelia—. Oh, puede ser gonorrea. —La doctora seguía sonriendo—. Pero no se lo diremos.
Ya había amanecido cuando traspasaron las puertas de la ciudad. Podían ver el gran puente. Una manada de ovejas lo cruzaba causando desorden. Algunos estudiantes volvían tambaleándose a sus casas después de haber pasado la noche fuera.
Resoplando, Walburga dijo de pronto, incrédula: —Pero ella era la mejor de nosotras, la más pura. La admiraba por ser tan buena.
—Estaba loca —repuso Adelia—. No es responsable de ser una enferma.
—¿Qué es lo que causa esa enfermedad?
—No lo sé.
Tal vez la tuviera latente desde hacía tiempo. Una persona reprimida, condenada a la castidad y a la obediencia desde que tenía tres años, encuentra por casualidad a un hombre que la domina. Rowley le había dicho que Rakshasa atraía a las mujeres.
«Sólo Dios sabe por qué. No las trata bien». ¿El coito salvaje había dado rienda suelta a la locura? Era posible.
—No lo sé —volvió a decir Adelia—. Debéis respirar sin esforzaros. Lentamente.
Un jinete se acercó cuando llegaron al pie del puente. Sir Rowley Picot miró a Adelia.
—¿No merezco una explicación, señora?
—Se la he dado al prior Geoffrey. Vuestra proposición me honra y me complace. —Oh, era terrible—. Rowley, sólo me casaría con vos, con ningún otro hombre jamás, jamás. Pero...
—¿Acaso no me porté bien esta mañana cuando hicimos el amor?
Deliberadamente Rowley hablaba en inglés y la monja que estaba junto a Adelia se sorprendió al descubrir que conocía el antiguo idioma anglosajón.
—Sí, os portasteis muy bien.
—Os rescaté. Os salvé de ese monstruo.
—También es cierto.
Pero había sido la combinación de aptitudes que ella y Simón de Nápoles poseían lo que les había conducido hacia Wandlebury Ring, a pesar de que había cometido un enorme error al aventurarse sola.
Esas mismas aptitudes le habían permitido salvar a Ulf, habían liberado a los judíos. Aunque nadie, excepto el rey, lo había mencionado, su investigación había demostrado aguda lógica y frío razonamiento y... en fin, instinto, pero instinto basado en el conocimiento. Raras aptitudes en una época dogmática, demasiado extrañas, tanto que le causaron a Simón la muerte; demasiado valiosas para ser sepultadas y eso sucedería si ella se casaba.
Angustiada, Adelia había meditado sobre todo aquello. El resultado era inexorable. Aunque se hubiera enamorado, todo en el mundo permanecía igual. Los cadáveres seguirían gritando. Tenía el deber de oírlos.
—No soy libre, no puedo casarme —repuso—. Soy una doctora de los muertos.
—Podéis iros con ellos.
Rowley azuzó a su caballo y partió hacia el puente, dejándola desconsolada y extrañamente resentida. Ni siquiera se había ofrecido a llevarla a su casa.
—Eh —le gritó—, supongo que enviaréis la cabeza de Rakshasa a Oriente, para que la reciba Hakim.
—Sí, con gran satisfacción.
Siempre podía hacerla reír, aun cuando estuviera llorando/ —Bien —contestó.
Muchas cosas sucedieron ese día en Cambridge.
Los jueces de los altos tribunales escucharon los testimonios y dictaminaron sobre casos de robo, monedas con los bordes recortados, riñas callejeras, un bebé asfixiado, bigamia, disputas territoriales, cerveza aguada, panes que pesaban menos de lo debido, testamentos polémicos, incautación de bienes con muerte de la víctima, mendicidad, pleitos entre capitanes de barcos mercantes, peleas a puñetazos entre vecinos, incendios intencionados, herederas fugitivas, aprendices traviesos.
A mediodía se hizo un alto. Los tambores redoblaron y las trompetas sonaron para pedir que la muchedumbre que poblaba el patio del castillo prestara atención. Un heraldo, de pie en el estrado junto a los jueces, desplegó un rollo para leerlo en voz tan alta que se oyó en toda la ciudad.
—Se hace saber que, ante Dios y para satisfacción de los jueces aquí presentes, se ha probado que el caballero llamado Joscelin de Grantchester fue el vil asesino de Peter de Trumpington, de Harold, de la parroquia de Santa María, de Mary, hija de Bonning, el criador de aves, y de Ulric, de la parroquia de San Juan, y que el mencionado Joscelin de Grantchester murió durante su persecución de manera acorde con sus crímenes, devorado por perros. Se hace saber también que los judíos de Cambridge han sido absueltos de su culpabilidad por esos crímenes y de toda sospecha relacionada con ellos, por lo que retornarán a sus legítimos hogares y ocupaciones sin impedimento alguno. En el nombre de Enrique, rey de Inglaterra, servidor de Dios.
No se mencionaba a la monja. La Iglesia no hablaba del asunto.
Pero Cambridge era un mar de murmullos y a lo largo de la tarde Agnes —la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold— desarmó la pequeña colmena frente a la que se sentaba a las puertas del castillo desde la muerte de su hijo. Arrastró los materiales por la colina y volvió a construirla en el portal del convento de Santa Radegunda.
Todos fueron testigos. Otras cosas sucedieron en secreto, y en la oscuridad, aunque nunca se supo quiénes fueron los responsables. Seguramente, las altas dignidades de la Santa Iglesia se reunieron a puerta cerrada y uno de ellos clamó: «¿Quién nos librará de esa mujer que nos avergüenza?», así como Enrique II había gritado una vez pidiendo que lo libraran del turbulento Becket.
Lo que sucedió después fue más confuso, porque no se dieron instrucciones, aunque tal vez hubiera insinuaciones livianas como mosquitos, tanto que no podía decirse que habían existido, deseos expresados en un código tan bizantino que no admitía traducción, y que sólo comprendían quienes lo conocían. Todo eso, tal vez, para que no se dijera que algunos hombres —no eran clérigos— amparados por la oscuridad de la noche habían ido al convento de Santa Radegunda y hecho su tarea cumpliendo órdenes de alguna otra persona.
Posiblemente Agnes sabía algo pero guardó silencio.
Ambas cosas, lo transparente y lo sombrío, sucedieron sin que Adelia se enterara. Por orden de Gyltha, durmió durante todo el día. Cuando se despertó, se encontró con una fila de pacientes que serpenteaba por Jesus Lane. Esperaban que el doctor Mansur los atendiera. Se ocupó de los casos más graves. Luego hizo un alto y consultó a Gyltha.
—Debería ir al convento para ver cómo está Walburga. He sido negligente.
—Teníais que reponeros.
—Gyltha, no quiero ir a ese lugar.
—Entonces no vayáis.
—Debo ir. Otro ataque similar puede paralizar su corazón.
—Las puertas del convento están cerradas y nadie atiende a los que llegan hasta allí. Eso es lo que dicen. Y ésa, ésa... —Gyltha todavía no lograba pronunciar su nombre—. Se ha ido, eso dicen.
—¿Ya no está? —Nadie pierde el tiempo cuando el rey da una orden, pensó Adelia.
Le roy le veult
—. ¿Adonde la han enviado?