Maestra en el arte de la muerte (45 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Gyltha apareció en el vano de la puerta, y Rowley se asomó detrás de ella. Estaba furiosa y aliviada. Las lágrimas corrían por su cara.

—Tú, pequeño gusano —le gritó a Ulf—. ¿No te lo dije? Te daré una paliza... Sollozando, corrió para alzar a su nieto, que dio un suspiro de satisfacción y tendió sus brazos hacia ella.

—Dejadnos a solas —pidió Rowley. Detrás de él había varios sirvientes. Adelia vio el rostro preocupado del hermano Swithin, el encargado de la hostería del priorato.

Gyltha se dirigía a la puerta con Ulf en sus brazos. Se detuvo para preguntar a Rowley: —¿Seguro que no puedo hacer nada por ella?

—No. Fuera.

Gyltha se demoró un poco mirando a Adelia.

—Qué día tan dichoso el que llegaste a Cambridge —exclamó y desapareció. Llegaron hombres con una enorme tina de baño, en la que comenzaron a verter jarros de agua hirviendo. Uno de ellos dejó unas barras de jabón amarillo sobre una pila de ásperos retazos de sábanas viejas que en el monasterio suplían a las toallas.

Adelia observó ávida los preparativos. Si bien no podía quitarse la mugre que los asesinos habían dejado en su mente, al menos se desprendería de la que quedaba en su cuerpo.

El hermano Swithin parecía preocupado.

—La señora está herida, debería traer al enfermero.

—Cuando encontré a la señora estaba rodando por el suelo, luchando contra las fuerzas del mal. Sobrevivirá.

—Al menos deberíamos contar con una doncella que la atienda.

—Fuera. Ahora mismo —ordenó Rowley. Luego tomó entre sus brazos todos los jarros con agua hirviendo que tenían los sirvientes, se acercó a la puerta y la cerró en su cara.

Adelia advirtió que era un hombre imponente. La gordura de la que alguna vez se había burlado había disminuido. Todavía pesaba más de lo debido, pero la fortaleza de sus músculos era patente.

Rowley avanzó hacia el lugar donde ella estaba acostada, la cogió de las axilas y la levantó. Luego la puso de pie en el suelo y comenzó a desvestirla, quitándole su horrorosa túnica con sorprendente delicadeza.

Adelia se sintió muy pequeña. ¿Eso era seducción? Seguramente él se detendría cuando llegara a su enagua.

No era seducción y no se detuvo. Eran cuidados lo que le estaba brindando. Cuando Rowley levantó su cuerpo desnudo y lo deslizó en el agua Adelia miró su rostro. Bien podría haber sido el de Gordinus al practicar una autopsia.

Creyó que se sentiría avergonzada. Pero no lo estaba.

El agua estaba tibia y se sumergió en ella. Antes cogió uno de los jabones y lo restregó contra su piel, disfrutando de su aspereza. Tenía dificultad para levantar los brazos, por lo que decidió dejar una parte de su cuerpo fuera del agua, lo suficiente para pedir a Rowley que le lavara el cabello y sentir sus dedos firmes en el cuero cabelludo. Los sirvientes habían dejado aguamaniles con agua limpia que el vertió sobre el cabello para enjuagarlo. Tampoco podía doblarse para llegar hasta los pies, de modo que también él se los lavó, minuciosamente, dedo por dedo. Al mirarlo, Adelia pensó: «Estoy bañándome, desnuda, sin espuma que me oculte y un hombre me está lavando. Mi reputación está arruinada y al infierno con ella. He estado en el infierno y todo lo que deseaba era vivir para este hombre, que me rescató de él».

Adelia, Ulf, todos habían caído en un mundo para el que ni siquiera las pesadillas les habían preparado. Un mundo paralelo y tan próximo, que un solo paso en falso podía hacer que cayeran otra vez en él. Estaba al final de todo, o tal vez al principio. Habían conocido una violencia tal que, aunque lograron sobrevivir, lo convencional parecía una ilusión. El hilo de su vida había estado tan próximo a cortarse que jamás volvería a depender del futuro.

Y en aquel momento había deseado a ese hombre. Y aún lo deseaba.

Adelia, versada en todas las funciones del cuerpo, era totalmente ignorante acerca de ésta. Se sentía enjabonada, lubricada, por dentro y por fuera. Como si de ella brotaran hojas, su piel se erizaba hacia él, desesperaba para que la tocara el hombre que en ese momento no miraba sus pechos, sino el moretón que le cubría las costillas.

—¿Os hizo daño? ¿Verdaderamente os hizo daño? —preguntó Rowley.

Adelia se preguntó qué significarían para ese hombre las magulladuras y las heridas en el brazo y en el ojo. Entonces comprendió que se refería a la posibilidad de que hubiera sido violada. La virginidad era el Santo Grial de los hombres.

—¿Y si así fuera? —preguntó amablemente.

—De eso se trata —reconoció Rowley, arrodillándose junto a la tina para que sus cabezas estuvieran al mismo nivel—. Durante todo el camino hacia la colina pensaba en lo que él podría haceros, y en tanto lograrais sobrevivir, no me importaba. —Rowley meneó la cabeza ante lo extraordinario—. Violada o en pedazos, quería que volvierais. Sois mía, no suya.

«Oh. Oh».

—Él no me tocó —confesó Adelia—, aparte de esto y esto otro. Me curaré.

—Bien —declaró Rowley bruscamente y se puso de pie—. Bien, tengo muchas cosas por hacer. No puedo entretenerme bañando mujeres. Tengo pendientes muchos preparativos, entre ellos los de nuestro casamiento.

—¿Casamiento?

—Hablaré con el prior, por supuesto, y él hablará con Mansur. Estas cosas deben hacerse como corresponde. Y el rey... Tal vez mañana, o pasado mañana, cuando todo esté arreglado.

—¿Casamiento?

—Debéis casaros conmigo, mujer. Os he visto desnuda mientras os bañabais. Rowley se iba a marchar. Era cierto que se marchaba.

Pese al dolor, Adelia salió de la tina y cogió una de las toallas. No habría mañana, ¿no se daba cuenta? Los mañanas estaban llenos de cosas horribles. Hoy, ahora, era lo esencial. No había tiempo para hacer lo que se consideraba apropiado.

—No me dejéis, Rowley, no soportaría estar sola.

Y era cierto. No todas las fuerzas de la oscuridad se habían esfumado. Una estaba aún en algún lugar de ese edificio. Una parte de ellas acecharía siempre sus recuerdos. Sólo él podía mantenerlas alejadas.

Temblando, tendió sus brazos para rodearle el cuello y sintió la cálida y húmeda suavidad de su propia piel, que rozaba a Rowley.

El recaudador se libró suavemente de ella.

—Esto es otra cosa, ¿no lo comprendéis, mujer? Es nuestro matrimonio, debe hacerse de acuerdo con las leyes sagradas.

Un buen momento, pensó ella, para que él se preocupara por las leyes sagradas.

—No hay tiempo. Más allá de esa puerta no hay tiempo.

—No, no lo hay. Tengo que ocuparme de algo muy importante. —Rowley comenzaba a jadear. Los pies desnudos de Adelia estaban sobre sus botas, la toalla se había caído y cada pulgada de su cuerpo estaba en contacto con la de ese hombre—. Me lo estáis poniendo muy difícil, Adelia —repuso Rowley—. En más de un sentido.

—Lo sé.

Adelia podía sentirlo. Rowley fingió un suspiro.

—No será sencillo poseer a una mujer con las costillas rotas.

—Debéis intentarlo.

—Oh, Cristo —espetó con crudeza.

Y la llevó al lecho. Y lo intentó con acierto. Primero la abrazó suavemente y la apoyó contra su pecho y le susurró en árabe, como si el inglés y el francés no fueran suficientes para decirle cuan hermosa le parecía aunque tuviera un ojo negro, y después la sostuvo entre los brazos para soportar el peso de su cuerpo y no comprimirlo. Ella supo que era hermosa para él, tanto como él lo era para ella, y que eso era el sexo, esa palpitante y placentera cabalgata hacia las estrellas.

—¿Podéis hacerlo otra vez?

—Bueno, bueno... mujer. No. No puedo. Todavía no. Ha sido un día difícil.

Pero después de un rato, probó, satisfaciéndola igualmente. El hermano Swithin no era generoso con las velas, que se apagaron dejando la habitación en penumbra. La lluvia todavía azotaba los postigos. Ella estaba tendida en los brazos de su amante, respirando el delicioso aroma del jabón y el sudor.

—Os amo tanto —susurró Adelia.

—¿Estáis llorando? —preguntó Rowley poniéndose de pie.

—No.

—Sí, estáis llorando. El coito tiene ese efecto en algunas mujeres.

—Vos lo sabéis, por supuesto —le increpó secándose los ojos con el dorso de la mano.

—Amor mío, tenemos todo lo que deseamos. Él ya no está, ella será... bueno, veremos. Yo seré recompensado como merezco y vos también, no creeréis que no os merecéis nada. Enrique me dará una buena baronía donde ambos prosperaremos y criaremos docenas de pequeños barones lindos y regordetes.

Rowley salió de la cama y buscó su ropa.

Falta la capa, se dijo Adelia. Estaba en algún lugar, fuera de esa habitación; tenía dentro la cabeza de Rakshasa. Más allá de la puerta todo era terrible. Sólo podían tener todo lo que deseaban allí, en ese momento.

—Quedaos conmigo. —Regresaré. —La mente de Rowley ya se había alejado de ella—. No puedo estar aquí todo el día, obligado a copular con una mujer insaciable contra mi voluntad. Tengo cosas que hacer. Debéis dormir.

Y se marchó.

Con los ojos fijos en la puerta, Adelia pensaba, furiosa, que podía tenerlo para siempre; a él y a sus pequeños barones. ¿Qué significaba representar el papel de doctora comparado con esa felicidad? ; Quiénes eran los muertos para apartarla de la vida?

Con esa nueva convicción, volvió a tenderse en la cama y cerró los ojos, bostezando satisfecha. Pero mientras se dejaba vencer por el sueño, su último pensamiento inteligible fue acerca del clítoris. Era un órgano sorprendente y maravilloso. Debía prestarle más atención la próxima vez que diseccionara a una mujer.

Siempre, ante todo, la doctora.

Se despertó protestando porque alguien repetía su nombre, pero estaba decidida a seguir durmiendo. Resopló entre el olor acre de las sábanas, que habían sido guardadas en poleo para ahuyentar las polillas.

—¿Gyltha? ¿Qué hora es?

—Es de noche. Hora de que os levantéis, niña. Os traje ropa limpia.

—No.

Adelia se sentía como si la hubieran apaleado y le dolían las magulladuras. Debía quedarse en cama. Accedió a mirar con un ojo.

—¿Cómo está Ulf?

—Durmiendo el sueño de los justos. —La áspera mano de Gyltha acarició la mejilla de Adelia un instante—. Pero vos debéis levantaros. Hay algunos señorones reunidos que quieren que respondáis a sus preguntas.

—Lo supongo —contestó Adelia, cansinamente.

El juicio sería rápido. Su testimonio y el de Ulf serían fundamentales, aunque había cosas que era mejor no recordar.

Gyltha fue a buscar comida, lonchas de tocino flotando en un delicioso caldo de alubias. Adelia estaba tan hambrienta que se incorporó por sí misma.

—Puedo comer sin ayuda.

—No, maldición, no podéis.

Dado que le faltaban las palabras, Gyltha expresaba su gratitud por el regreso de su nieto llenando con enormes cucharadas la boca de Adelia, como si fuera un pichón.

Cada pregunta debía ser formulada entre una y otra cuchara de tocino.

—¿Qué han hecho con...?

Adelia no tenía fuerzas suficientes para nombrar a esa demente. Y suponía, abatida, que debido a que era una demente, debía procurar que no la torturaran.

—En la habitación vecina. Atendida como una marquesa. —Los labios de Gyltha se torcieron como si los hubiera tocado un ácido—. No lo creen. —¿Qué es lo que no creen? ¿Quiénes?

—Que ella hacía esas... cosas, junto con él. —Tampoco Gyltha lograba pronunciar los nombres de los asesinos.

—Ulf puede decírselo. Y yo. Gyltha, ella me arrojó al pozo.

—¿Visteis que era ella? ¿Y qué vale la palabra de Ulf, un chiquillo ignorante que vende anguilas con su ignorante abuela?

—Fue ella.

Adelia escupió la comida pues el pánico le subía por la garganta. Estaba de acuerdo en ahorrarle a la monja la tortura; pero no toleraría que la liberaran. La mujer no estaba en su sano juicio. Podía hacerlo otra vez.

—Peter, Mary, Harold, Ulric... confiaban en ella, por supuesto, y aceptaron su convite. Una religiosa que ofrecía
jujubes
que un cruzado le había enseñado a preparar. Luego el láudano en la nariz de los niños, hay cantidad de sobra en el convento. —Nuevamente Adelia veía unas manos delicadas alzadas en actitud de ruego que al caer mostraban los grilletes de hierro que las aprisionaban—. Dios Todopoderoso... —clamó y se pasó la mano por la frente.

Gyltha se encogió de hombros.

—Al parecer las monjas de Santa Radegunda no hacen esas cosas.

—Pero era el río. Lo sabía, por eso subí a su bote. Tenían libertad para recorrerlo de un lado a otro, hacia Grantchester, donde estaba él. Era un personaje familiar, la gente la saludaba o ni siquiera advertía su presencia. Una monja devota llevando provisiones a las anacoretas. Nadie controlaba sus movimientos, y, ciertamente, menos que nadie la priora Joan. Y Walburga, si era su cómplice, siempre iba a la casa de su tía. ¿No pensaban qué hacía toda la noche fuera del convento?

—Yo lo sé, Ulf lo sabe. Pero veréis... —Gyltha era un obstinado abogado del diablo—. Ella está casi tan magullada como vos. Una de las hermanas vino a bañarla porque yo no puedo tocar a la bruja, pero eché un vistazo. Moretones por todas partes, mordiscos, un ojo cerrado como el vuestro. Mientras la bañaba, la monja lloraba por lo que había sufrido la pobre criatura, todo por ayudaros.

—A ella... le gustaba. Disfrutaba cuando él la maltrataba. Es verdad. Gyltha se había retraído, frunciendo el ceño. No entendía.

¿Cómo explicarle, a ella o a cualquiera, que los gritos de terror de la monja durante las embestidas del depravado se mezclaban con aullidos de dicha extrema y delirante?

Gyltha no podía comprender tanta perversidad, pensó Adelia con desesperación. Ella misma tampoco lo entendía.

—Le llevaba a los niños y fue ella quien mató a Simón —reveló Adelia con desgana.

El cuenco se deslizó de las manos de Gyltha y rodó por la habitación desparramando caldo por todo el suelo de madera de olmo.

—¿Maese Simón?

Adelia recordó la fiesta en Grantchester. Vio a Simón de Nápoles, conversando nervioso con el recaudador de impuestos en uno de los extremos de la mesa principal, con las cuentas en su cartera. Tan sólo unas sillas les separaban del anfitrión al que inculpaban y pocas más de la mujer que le proporcionaba las víctimas. Vio al asesino ordenarle que matara a Simón. Y volvió a verlos bailando, al cruzado y a la monja, dándose mutuas instrucciones. «Por Dios, ¿cómo no se lo había imaginado?». El irascible hermano Gilbert, el que odiaba a las mujeres —sin ser consciente de ello—, había tenido la bondad de indicárselo: «Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza».

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