A veces ella estaba disgustada, a veces tenía la regla, o nos peleábamos. Tiraba de archivo y me reprochaba las veces que le había hablado de otras chicas o lo mucho que le había prometido y lo poco que, en realidad, le estaba dando. Me decía que llevábamos mucho tiempo sin viajar, que todo el dinero se nos iba en tapar agujeros y que se nos estaba marchitando la juventud. A mí me hacía gracia que usara el verbo "marchitar", porque me parecía muy cursi. Sé que ella también tenía mucha culpa de ciertas cosas, pero reconozco que mostraba su amor mejor que yo. Ella lo mostraba mal, de un modo agotador y cargante: yo no le demostraba nada.
Un buen día me la crucé en mitad del pasillo y me planteé si realmente seguía queriéndola.
Solo mi cabeza me decía que siguiera adelante. Siempre había algo más importante que decir, un tema nuevo por el que discutir. Sistemáticamente le hablaba bien, desproporcionadamente bien, de la última persona a la que había conocido. Jamás le decía lo mucho que me gustaban sus opiniones. Rara vez empezaba una frase con "oye, qué bien haces esto...". O "qué bien haces aquello...". Simplemente la dejaba estar. Cuando algo no me convenía, mentía. Y me evadía, pensando en otros lugares o en otros tiempos, en lo feliz que sería con otras mujeres, o estando solo.
Alguna vez entré en el cuarto de baño y la vi duchándose. Llegué a sorprenderme, lo reconozco, de que siguiera allí. Y la miraba y pensaba que estaba buena y me sentía orgulloso de que mi novia estuviera buena. Nunca se lo decía. Nunca entraba en la ducha y la besaba, ni le hacía el amor allí. Aunque siempre decía que tenía ganas, en el fondo nunca entraba. O muy pocas veces. Porque siempre había fútbol en la tele, o prisas por algo, o tenía una cerveza entre las manos, o el Marca, o varias de esas cosas al mismo tiempo.
Estaba viendo un partido del Getafe cuando Silvia se fue. De ella no quedó nada. Ni el desodorante quedó. De ella no quedó ni su nombre, pues no me contestó cuando la nombré. O quizá ni siquiera lo hiciera; tal vez ni siquiera la nombrara. Porque pensé que se fue a por tabaco, aunque no fumaba, pues era más fácil pensar cosas que son estúpidas que asumir que yo la había cagado. Y la había cagado, claro, porque había dejado marchar a la única mujer que verdaderamente había creído en mí.
Los meses que vivimos juntos fueron... Ahora lo sé, fueron muy bonitos. "Y ahora quiero llamarla por teléfono y decirle que, aunque no me diera cuenta, aquello fue importante para mí", que cantaba Quique González por entonces. Pero ya es tarde. Porque no supe valorarla. Porque las estrellas no las puse yo a sus pies, sino que fueron cayendo por su propio peso, por pura inercia, al despegarse de la pared del techo.
Sexta lección del curso. La magia de los detalles suaves. |
Estimados alumnos
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Cuando era niño miré a mi padre y le pregunté "Papá, ¿para qué sirve el mundo?". Él se quedó unos segundos en silencio. No tenía ni la menor idea de qué responderme. Finalmente, me miró y me dijo... "Hijo, ¿te apetece tomar un helado?". Y yo me puse muy contento porque me gustaban mucho los helados. Sin embargo, y ahora que lo pienso con más cautela, creo que ese día perdí la fe en la búsqueda de respuestas absolutas. Definitivamente, no fue un buen día para mí, aunque me ganara un helado.
A día de hoy, sigo sin saber de qué se trata. No tengo ni la más remota idea de cuál es la utilidad del mundo. Tampoco tengo muy claro cuál es nuestro objetivo en la vida, aunque pienso que ambas preguntas guardan relación. Hay quien dice que vivimos para ser felices. Otros, que se creen más sabios, señalan que nuestra finalidad ha de ser hacer más felices a los demás. Los que tienen pocas ganas de pensar; como mi padre, sostienen que el objetivo de la vida es vivirla. Y se quedan tan contentos con esa respuesta, aunque suponga no decir nada. En realidad, lo único que tengo claro, en relación con el mundo, es que todos nosotros nos encontramos en él. Y que hemos de convivir para llevarnos lo mejor posible.
La vida se compone de momentos extraordinarios y de otros que son insignificantes, pues no gozan del don de la originalidad. La proporción varía, en función de nuestra suerte. Eso sí, qué duda cabe, nues
tra existencia posee un número mayor de actos sin importancia que de hechos notorios. No es como una novela, en que casi todo lo que pasa tiene su trascendencia. En las relaciones de pareja ocurre algo similar a lo que he dicho sobre la vida. Muchas veces olvidamos para qué sirve la convivencia. Muchas veces olvidamos que estamos juntos para compartir el día a día y para llevarnos lo mejor posible en las cosas del diario. Muchas veces olvidamos que todas las sorpresas románticas imaginables caen en saco roto, a no ser que seamos cuidadosos con los pequeños detalles.
Existe, en efecto, un romanticismo de los pequeños detalles. Tan importante es comprar ramos de flores como hacer la compra, equitativamente. Las labores domésticas son trabajo de los dos. Ellas no trabajan para ustedes. Ellas tienen el mismo derecho a ver la televisión, tiradas en el sofá, mientras ustedes barren. Esto es obvio, pero se les olvida demasiadas veces. No debería ser noticia que planchen una camisa. Nadie debería presumir de fregar los platos, pues es su obligación.
He conocido a muchos hombres que son incapaces de quedarse una semana solos. No es sano ser tan dependiente. Han de poder enfrentarse a la vida por ustedes mismos. Y eso implica que la mierda no se les coma, si no tienen junto a ustedes a alguien que lo haga todo. Piénsenlo: se creen muy duros, muy fuertes, pero no serían capaces de sacar una casa adelante. Eso hay que cambiarlo con entrenamiento, pues son ya adultos. Han de llegar a ser la mejor versión de ustedes mismos y eso implica, necesariamente, cierta maña con la cocina, por ejemplo. Eso implica utilizar posavasos, si la mesa lo requiere. Eso implica estar pendientes de todo lo que es preciso realizar en el día a día. No lo olviden: el día a día, el día a día...
Hay muchos hombres que saben hacer perfectamente todas las labores domésticas y que, sin embargo, no hacen las cosas... porque no quieren, porque no les apetece, porque no les viene en gana. Esto es todavía más peligroso que el desconocimiento. Esos hombres son conformistas, insolidarios y un tormento para sus parejas. Transitamos el siglo veintiuno, mientras que ellos abarrotan el vagón de cola, anclados en tiempos arcaicos. Y, sin embargo, tienen la poca vergüenza de sacar pecho, encima.
Por otro lado, han de tener claro que el "romanticismo de las pequeñas cosas" se centra en detalles cotidianos que han de cuidar. Denles un beso antes de salir a la calle: no se vayan sin despedirse, aunque tengan prisa. Manden un mensaje al móvil de buenas noches, si ellas van a estar lejos. Dejen una nota en el espejo del baño, tras ducharse, borrando una parte del vaho. Compren, de vez en cusndo, la marca de dulces que les gusta. Cocinen algo especial. Llamen por teléfono para no decir nada. Detalles, pequeños detalles, simples detalles, que lo son todo.
Si no tienen en cuenta los pequeños detalles que hoy nos ocupan, la relación se pudrirá rápidamente.
Decía Woody Allen que lo que le gusta de vivir en Manhattan es que sabe que si le apetece tomar una ensalada a las tres de la madrugada, puede hacerlo. Siempre apostilla después que jamás le ha apetecido tomar una ensalada a esa hora... pero tener la posibilidad de hacer algo es, ya de por sí, muy importante. Ellas han de sentir lo mismo en ustedes. Han de estar disponibles. Ofrézcanse, aunque seguramente ellas nunca los requieran, para ir al VIPS a comprar algo insólito en mitad de la noche.
Sé que pensarán que todos estos gestos no son románticos. Pensarán más bien que son marrones del día a día. Pues bien, no olviden que el concepto de "lo romántico" ha cambiado muchísimo. El romanticismo era, de hecho, un periodo cultural en el que había un gusto desmedido por el más allá, por los cementerios... No se asusten. No les estoy diciendo que lleven a sus novias a cenar al tanatorio los sábados. Les estoy diciendo que, del mismo modo a como lo hizo entonces, también ahora está cambiando el concepto de "lo romántico" hacia el trato diario, los gestos pequeños, la ternura y la comprensión de un buen mimo constante. Las sorpresas románticas que preparamos en este curso son la guinda de un pastel que, básicamente, se construye cada día con ingredientes mucho más sencillos.
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El siguiente bloque lo he titulado "a las mujeres no les gusta Homer Simpson". El objetivo, claro está, es que aprendan a cuidarse un poco más. Exteriormente. Han de buscar el equilibrio entre el ying y el yang. Les daré unas pautas básicas para combinar la ropa y también para diseñar un plan de entrenamiento eficaz Con un poco de gimnasio, cuidando el pelo y utilizando la ropa idónea, su imagen personal irá mejor. Llegarán a ser mucho más atractivos, sin demasiado esfuerzo. Ellas lo notarán. Hasta ustedes lo notarán. Podrán hacer suya la canción de Pereza que dice "y de repente estamos buenos".
En la comedia romántica de turno se ve siempre cómo la chica, tras cortar con el novio, se va con las amigas a un piso coqueto y se ponen a tomar helado de chocolate, con trozos de fresa. Beben caipiriñas. En la comedia romántica te enseñan cómo la chica llora y siempre tiene un paquete de clínex rectangular, de cartón. La chica de la película llora, moquea, dice cosas sin sentido, se apoya en el hombro de sus amigas, o de su amigo gay, hasta que conoce a un hombre guapo y que tiene acento británico.
No recuerdo ninguna película que cuente cómo le va, mientras tanto, al chico. Imagino que no hacemos nada heroico cuando nos dejan. Y te duele igual, que conste. De hecho, si verdaderamente existiera algún tipo de "prueba del carbono 14" para medir el dolor, esta página daría positivo. Yo daría positivo. Sufro recordando aquellas semanas. Sin embargo, no es igual de creíble si lo dice un hombre, claro. Parece que los chicos no sufrimos en los duelos, porque está mal visto que lloremos, aunque todo el mundo diga lo contrario. Las chicas quieren que lloremos, pero solo un ratito.
Según mi profesor de "Magia para Torpes", nuestras neuronas no se relacionan tanto las unas con las otras. Un día nos dijo que no éramos capaces de valorar los pequeños detalles porque somos como Homer Simpson. Como le pasa a Homer, nuestras neuronas no se relacionan demasiado. Será por eso, me imagino, que todo ha de ser más fácil para nosotros. Si es verdad que no podemos pensar en dos cosas a la vez, para superar el dolor basta con llenar el cerebro con otra actividad. ¡Ojalá funcionara siempre!
Me hace gracia esa canción de Shakira "Loba", que habla de una mujer insatisfecha que sale de cacería. No dudo que Shakira, si se encontrara tan necesitada de afecto como yo después de cortar con Silvia, no tardaría ni diez minutos en rellenar su hueco con otro o con otra. Para que luego digan; los hombres lo tenemos más difícil. Por tanto, ¿se cree alguien que si salgo para encontrar un rollo de una noche, voy a lograr mi objetivo?
"Ya vale", me dije. Miraba en La Sexta una serie de dibujos animados que es una bestialidad. "Padre de familia", se llama. Fue entonces, creo, mientras Stewie trataba de asesinar a su madre, cuando me di cuenta de que ya había descendido a mis propios infiernos. Tenía que salir de aquel estado y de aquel lugar... ¡y hacerlo cuanto antes! Grité. Pegué un grito que buscaba ser masculino.
"Iré a Springfield, compraré algo de ropa, y de esta noche no pasa: saldré, aunque sea solo". Llevaba, en realidad, mucho tiempo con novia. "Quizá ahora, tras los años que han pasado, mi atractivo sea mayor", esgrimí. "Ahora tengo trabajo, un coche, y más de tres décadas... ¡soy un buen partido! ¡Soy publicista! Seguro que en cualquier discoteca hay miles de chicas deseando tener algo con un publicista. Los publicistas sabemos vender el producto". Sonreí delante del espejo. Me vestí con prisas. Tomé un paraguas porque había comenzado a llover.
Hice unas cuantas llamadas. La mayoría de mis amigos tienen novia. Por eso tuve que convocar un consejo de guerra. Siempre he pensado que en la amistad uno tiene una serie de "bengalas de emergencia" para cuando estás perdido en mitad del océano. Como en los barcos. El número es limitado, pero las tienes por ley. "Chicos, os necesito, estoy en apuros, ¡sacadme de fiesta!", decía mi SMS para Fran y Pedro.
Afortunadamente, soy lo bastante autosuficiente como para no haber gastado jamás ninguna de mis bengalas de emergencia. Disparé. Y cuatro de mis amigos acudieron a mi rescate. Para hacer botellón en la Alameda de Hércules. Eso debía hacerme sentir mejor. Eso me debía servir para olvidar a Silvia, al menos durante una noche, y para hacerme pasar un buen rato.
Me puse los calzoncillos, los naranja, los de ligar. ¡Hacía tanto que no los usaba! "No la quiero. Ya no la quiero", me decía. Me subí los pantalones y me los abroché. "Me ha partido el corazón. Se ha marchado". Tomé el polo naranja, de manga larga, a juego con los calzoncillos, para que luego digan que no sabemos vestirnos. Escogí un jersey. "Yo no fui el mejor novio del mundo, aunque lo suyo fue peor: se marchó sin despedirse". ¿Necesitaría un abrigo? "Ella tampoco fue la mejor novia del mundo". Me rocié de desodorante, para volverme irresistible para las chicas, y aplané el pelo con espuma. "Y además tampoco me daba lo que yo necesitaba". Tomé la cartera, metí en ella dinero y un condón. Me puse el cinturón. "He de cambiar de vida".